El loco de Bergerac

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Authors: Georges Simenon

Tags: #Policial

BOOK: El loco de Bergerac
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Herido por un misterioso agresor durante el viaje en tren, el comisario Maigret llega a Bergerac en un triste estado. Desde la mejor habitación del hótel d’Angleterre, inmovilizado en la cama, contempla la plaza mayor de la pequeña ciudad, sus juegos de luz y sombras. Bergerac se ha convertido en un escenario teatral en el que se mueve un loco. Un loco —el comisario está convencido de ello— que habla, ríe, va y viene, y mata impunemente. Impenetrable, recostado en los almohadones, Maigret escudriña la vida de los habitantes de Bergerac. Los provoca e irrita. Poco a poco, los problemas y los dramas salen a la superficie, todos los que le rodean darían cualquier cosa por ver desaparecer al comisario.

Georges Simenon

El loco de Bergerac

(Maigret)

ePUB v1.2

Kytano
25.07.11

Título original: Le fou de Bergerac

Fecha de publicación: 1932

De este epub

Maquetación: Kytano.

Portada: Modificada por Kytano.

Corrección de erratas: Kytano, Doña Jacinta.

1. El viajero que no podía dormir

¡El azar en toda regla! La víspera, Maigret no sabía que iba a emprender un viaje. Se hallaba, no obstante, en la estación en que París empezaba a caérsele encima: un mes de marzo con regusto a primavera, con un sol claro, picante, ya cálido.

La señora Maigret se había ido a Alsacia, por un par de semanas, a casa de su hermana, que estaba esperando un hijo.

El martes por la mañana el comisario recibió una carta de un compañero de la Policía Judicial que se había retirado hacía dos años y que se había instalado en Dordogne:

«Sobre todo, si algún buen viento te trae por esta región, no dejes de venir a pasar algunos días a mi casa. Tengo una vieja sirvienta que sólo está contenta cuando hay invitados. Y ahora empieza la estación del salmón.»

Un detalle hizo soñar a Maigret: el membrete del papel de carta, en el que se veía el perfil de una casa señorial flanqueada por dos torres redondas. Debajo se leía el nombre de la finca: La Ribaudière. Villefranche –en–Dordogne.

Al mediodía la señora Maigret le telefoneó para comunicarle que el alumbramiento se esperaba para la noche siguiente, y añadió:

—Parece que estuviéramos en verano. ¡Los árboles frutales ya están en flor!

El azar. El azar. Un poco más tarde Maigret se hallaba en el despacho de su jefe, charlando.

—A propósito. ¿No ha ido todavía a Burdeos para hacer esas verificaciones de que hablamos?

Se trataba de un asunto insignificante, en modo alguno urgente. El trabajo de Maigret se reducía a ir a Burdeos a consultar los archivos de la ciudad.

Una asociación de ideas: Burdeos–la–Dordogne.

Y en aquel instante había un rayo de sol sobre la bola de cristal que le servía de pisapapeles al jefe.

—¡Es una buena idea! Precisamente ahora no tengo nada entre manos.

Al atardecer tomó el tren en la estación de Orsay, con un billete de primera para Villefranche. El empleado le recomendó que no se olvidase de cambiar en Libourne.

Maigret le prestó poca atención, leyó algunos periódicos y se dirigió al vagón–restaurante, donde se quedó hasta las diez de la noche. Cuando volvió a su compartimiento se encontró con que un anciano matrimonio había bajado los visillos, instalándose cómodamente y ocupando su lugar.

—¿Es que por casualidad no habría una litera libre? –le preguntó a un empleado que pasaba.

—En primera, no. Pero creo que hay una en segunda. Si le da lo mismo.

—¡Naturalmente!

Y ya tenemos a Maigret transportando su maletín de viaje a lo largo de los pasillos. El empleado abre varias puertas y descubre al fin el compartimiento en el que sólo la litera de arriba está ocupada. También aquí están los visillos corridos y la luz apagada.

—¿Desea que encienda?

—Gracias.

Reina un calor pegajoso. En algún sitio se oye un ligero silbido, como si hubiese algún fallo en la calefacción. Alguien se mueve, allá arriba, se mueve y respira en la litera superior.

Sin hacer ruido, el comisario se quita los zapatos, la chaqueta y el chaleco. Se echa, y no tarda en agarrar de nuevo su sombrero hongo, que coloca de través sobre su cabeza, pues hay una ligera corriente de aire que no se sabe de dónde viene.

¿Acaso duerme? Se adormece, en todo caso. Quizá durante una hora. Quizá durante dos. Quizá durante más. Pero se mantiene semiconsciente.

Y, durante todo el rato, es una sensación de malestar la que lo domina. ¿A causa del calor, contrariado por la corriente de aire?

¡Más bien a causa del hombre de arriba, que ni un instante se mantiene quieto!

¿Cuántas veces se da vuelta por minuto? Se halla precisamente sobre la cabeza de Maigret, y cada movimiento suyo desencadena infinidad de ruidos.

Respira de un modo irregular, como si tuviese fiebre.

Hasta el punto de que Maigret, harto, se levanta y se va al pasillo. Pero en el pasillo hace demasiado frío.

Y de nuevo el compartimiento, la somnolencia que embota las sensaciones, las ideas.

Están separados del resto del mundo. La atmósfera es una atmósfera de pesadilla.

¿Acaso el hombre de allá arriba no acaba de incorporarse sobre los codos, acaso no acaba de inclinarse intentando ver a su compañero?

Maigret, por el contrario, no se siente con ánimos para hacer un solo movimiento. Todavía le pesa en el estómago el alcohol bebido en el vagón–restaurante.

La noche es larga. En las paradas se oyen voces confusas, pasos por los pasillos, puertas que chirrían. Uno se pregunta si el tren volverá a ponerse alguna vez en marcha.

Se diría que el hombre de arriba está llorando. Hay momentos en que deja de respirar. Después, de pronto, carraspea. Se da la vuelta. Se suena.

Maigret se arrepiente de no haberse quedado en su compartimiento de primera, con el matrimonio anciano.

Se adormece de nuevo. Se despierta. Trata de dormirse otra vez. Por fin, ya no puede más. Tose para que su voz sea más firme, y exclama:

—¡Se lo ruego, caballero, procure estarse quieto de una vez!

Se siente molesto, pues su voz ha sonado mucho más brusca de lo que hubiese querido. ¿Y si, después de todo, el hombre estuviese enfermo?

El hombre no contesta. Permanece inmóvil. Debe estar haciendo un esfuerzo inusitado para evitar el menor ruido. Y Maigret se pregunta de pronto si en realidad se trata de un hombre. ¡Podría ser una mujer! ¡No ha podido verlo! El otro es un ser invisible, aprisionado entre la litera y el techo del tren.

Y el calor debe ser sofocante allá arriba. Maigret intenta regular el radiador, pero el aparato está estropeado.

Son las tres de la mañana.

—¡A ver si me duermo de una vez!

Pero ya no tiene sueño. Está casi tan nervioso como su compañero. Lo vigila.

—¡Vaya! Ya empieza otra vez.

Y Maigret, con la esperanza de dormirse, se propone respirar con regularidad contando hasta cien.

Decididamente, el hombre está llorando. Sin duda se trata de alguien que ha ido a París para un entierro. O al contrario. Un pobre diablo que trabaja en París y que ha recibido una mala noticia de su pueblo: su madre enferma, o muerta. O quizá su mujer. Maigret se arrepiente de haber sido duro con él. ¿Quién sabe? A veces se añade al tren una furgoneta mortuoria.

¡Y su cuñada, en Alsacia, estará dando a luz! ¡Tres hijos en cuatro años!

Maigret duerme. El tren se para y parte de nuevo. Atraviesa un puente metálico que hace un ruido de catástrofe, y Maigret abre bruscamente los ojos.

Y permanece inmóvil contemplando las dos piernas que cuelgan delante de él. El hombre de arriba se ha sentado y, con infinitas precauciones, está atándose los zapatos. Es la primera cosa que el comisario ve de él, y, a pesar de la poca luz, advierte que son de charol. Los calcetines, por el contrario, son de lana gris y parecen haber sido tejidos a mano.

El hombre se interrumpe, escucha. ¿Acaso espía la respiración de Maigret, que ha cambiado de ritmo? El comisario se pone a contar de nuevo.

Le resulta tanto más difícil cuanto que se halla interesado en grado sumo por las manos que atan los cordones y que tiemblan de tal modo que se ven obligadas a empezar cuatro veces el mismo nudo.

Pasan por una estación pequeña, sin pararse. Sólo se vislumbran las lucecitas que atraviesan la tela de los visillos.

¡El hombre baja! El conjunto se parece cada vez más a una pesadilla. Podría bajar de un modo natural. ¿Es acaso el temor de recibir una nueva reprimenda lo que lo asusta?

Durante largo tiempo busca el travesaño con el pie. Está a punto de caerse. Por fin le da la espalda al comisario. Sale, olvidándose de cerrar la puerta, y desaparece en el fondo del pasillo.

Si no fuese por la puerta abierta, Maigret optaría sin duda para volverse a dormir. Pero tiene que levantarse a cerrarla, y aprovecha para dar un vistazo.

Tiene el tiempo justo para ponerse la chaqueta, olvidando el chaleco, ya que el desconocido, al fondo del pasillo, ha abierto la puerta del vagón. ¡No se trata de una casualidad! En el mismo momento, el tren comienza a perder velocidad. Se adivina un bosque que desfila a lo largo de la vía. Algunos nubarrones se hallan iluminados por una luna invisible.

Los frenos chirrían. La velocidad debe haber descendido a unos 30 km/h, quizá menos.

Y el hombre salta, desapareciendo tras la pendiente por la que acaba de deslizarse.

Maigret apenas tiene tiempo de reflexionar. Se precipita. El tren sigue perdiendo velocidad. No corre ningún riesgo.

Está en el aire. Cae sobre un lado, rodando. Da tres vueltas sobre sí mismo y se detiene cerca de una valla de alambres espinosos.

Una luz roja se aleja con el estruendo del tren.

El comisario no se ha roto nada. Se pone en pie. La caída de su compañero ha debido ser más brutal, pues, a unos cincuenta metros, está intentando levantarse, lentamente, penosamente.

La situación es ridícula. Maigret se pregunta a qué instinto ha obedecido saltando del tren, mientras su equipaje continúa hacia Villefranche–en–Dordogne. ¡Ni siquiera sabe dónde está!

Sólo se ven árboles: un gran bosque, sin duda. En algún sitio la mancha clara de la carretera debe perderse en la lejanía.

¿Por qué no se mueve el hombre? No es más que una sombra arrodillada. ¿Ha visto a su seguidor? ¿Se halla herido?

—¡Eh, oiga! –le grita Maigret buscando el revólver en el bolsillo.

No tiene tiempo de agarrarlo. De pronto lo ve todo rojo. Y recibe un choque en la espalda incluso antes de oír la detonación.

Todo esto no ha durado ni una décima de segundo, y el hombre ya se ha puesto en pie y corre a campo traviesa, atravesando la carretera y hundiéndose en la oscuridad.

Maigret ha soltado un juramento. Sus ojos están húmedos, pero no de dolor, sino de estupefacción, de rabia, de impotencia. ¡Ha sido todo tan rápido! ¡Y la situación es tan lastimosa!

Se le cae el revólver y al agacharse a recogerlo hace una mueca de dolor a causa de la espalda. Pero lo peor es la sensación de estar perdiendo sangre en abundancia, de que a cada pulsación el líquido cálido mana de la arteria cortada.

No se atreve a correr ni a moverse. Ni siquiera recoge su arma.

Nota las sienes húmedas y la garganta atenazada. Y a la altura de la espalda, tal como suponía, su mano encuentra un líquido viscoso. Busca la arteria a tientas, intentando interrumpir el derrame.

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