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Authors: Georges Simenon

Tags: #Policial

El loco de Bergerac (3 page)

BOOK: El loco de Bergerac
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Leduc hablaba gravemente. No parecía darse cuenta de lo cómico de la equivocación.

—De hecho, habrá gente que seguirá creyéndolo para no dar su brazo a torcer –añadió.

—¿Quién lleva la investigación sobre estos crímenes?

— La Policía local.

—Déjame dormir, ¿quieres?

Sin duda era culpa del estado de debilidad en que se hallaba: Maigret tenía todo el tiempo unas ganas irresistibles de dormitar. No se sentía a gusto más que medio adormilado, con los ojos cerrados, a ser posible cara al sol para que los rayos le atravesasen los párpados.

Ahora tenía muchos personajes nuevos para evocar, para animar en su espíritu, al igual que un niño hace marchar los soldados multicolores de su colección.

La granjera de treinta años. La hija del jefe de estación. La sirvienta del Hotel.

Recordaba el bosque, los altos árboles, la carretera clara, e imaginaba la agresión, la víctima rodando en el polvo, y el hombre blandiendo su larga aguja.

¡Era fantástico, increíble! Sobre todo evocado en aquella habitación del Hospital, desde la que se oían los tranquilos ruidos de la calle. Alguien tardó casi diez minutos en poner su auto en marcha, debajo de la ventana de Maigret. El cirujano llegó en un coche ligero y rápido que conducía él mismo.

Eran ya las ocho de la noche y las lámparas estaban encendidas cuando se inclinó sobre la cabecera de Maigret.

—¿Es grave?

—Sobre todo, será largo. Un par de semanas de inmovilidad.

—¿No podría, por ejemplo, instalarme en el Hotel?

—¿No se encuentra bien aquí? Evidentemente, si tiene alguien que lo cuide.

—Oiga, entre nosotros, ¿qué es lo que piensa usted del loco de Bergerac?

El médico permaneció en silencio. Maigret fue más preciso:

—¿Cree usted, como todo el mundo, que se trata de un loco furioso que vive en los bosques?

—¡No!

Maigret había tenido tiempo de pensar sobre ello y de recordar algunos casos análogos que había conocido, o de los que había oído hablar.

—Más bien de un hombre que en la vida corriente debe comportarse como usted y como yo, ¿no le parece? –añadió.

—¡Es lo más probable!

—Dicho de otro modo, hay muchas posibilidades de que ese hombre viva en Bergerac, y de que ejerza una profesión cualquiera.

El cirujano, confuso, le dirigió una mirada extraña.

—¿Tiene usted alguna idea? –continuó Maigret, sin dejar de observarlo.

—He tenido muchas, unas detrás de otras. Las tomo. Las desecho con indignación. Las examino de nuevo. Bajo cierto ángulo, todo el mundo aparece como sospechoso de trastorno cerebral.

Maigret se echó a reír.

—¡Y toda la ciudad es examinada! –exclamó–. Desde el alcalde y el procurador hasta el último mono. Sin olvidar a sus compañeros y al portero del Hospital.

¡No! ¡El cirujano no estaba bromeando!

—Un instante. No se mueva —dijo mientras le curaba la herida–. Es más terrible de lo que usted cree...

—¿Cuántos habitantes tiene Bergerac?

—Unos dieciséis mil. Todo me lleva a creer que el loco pertenece a una clase social elevada. E incluso que...

—¡La aguja, evidentemente! –murmuró Maigret haciendo una mueca, ya que el cirujano estaba haciéndole daño.

—¿Qué quiere usted decir?

—Que esa aguja clavada exactamente en el corazón, a la primera, dos veces seguidas, prueba ya algunos conocimientos anatómicos.

Se hizo un silencio. El cirujano parecía preocupado. Colocó de nuevo el vendaje alrededor de la espalda y el torso de Maigret y se incorporó suspirando.

—¿Decía usted que preferiría instalarse en una habitación del Hotel?

—Sí. Haría venir a mi mujer.

—¿Desea usted ocuparse de este asunto?

—¡Ya lo creo!

La lluvia hubiese podido estropearlo todo. Pero no cayó una gota de lluvia lo menos durante quince días.

Y Maigret fue instalado en la mejor habitación del Hotel de Inglaterra, en el primer piso. Le colocaron la cama junto a la ventana, de modo que gozaba del panorama de la plaza mayor, donde veía cómo la sombra abandonaba una hilera de casas para pasar lentamente al lado opuesto.

La señora Maigret aceptó la situación tal como lo aceptaba todo, sin asombrarse, sin alterarse. Al cabo de una hora de hallarse en la habitación, ésta se había convertido en «su» habitación, pues había puesto en ella sus pequeñas comodidades, su nota personal.

Dos días antes debía comportarse del mismo modo a la cabecera de su cuñada, cuando ésta daba a luz, en Alsacia.

—¡Una niña preciosa! ¡Si la hubieses visto! Pesa cerca de cinco kilos.

Interrogaba sin cesar al cirujano:

—¿Qué es lo que puede comer, doctor? ¿Un buen caldo de gallina? ¡Lo que debiera usted prohibirle es la pipa! ¡Al igual que la cerveza! Dentro de una hora va a pedirme otra vez.

¡La habitación estaba empapelada de rojo y verde! ¡Un rojo rabioso y un verde chillón! ¡Largas rayas que cantaban al sol!

¡Y aquellos traviesos mueblecitos de hotel, que bailaban sobre sus patas desniveladas!

Una habitación inmensa con dos camas. ¡Y una chimenea de más de dos siglos de antigüedad sobre la que habían instalado un radiador barato!

—Lo que me pregunto es por qué te lanzaste tras ese hombre. Imagínate que hubieses caído sobre los rieles. ¡Tengo una idea! Voy a prepararte un batido de limón. Espero que me dejen disponer de la cocina.

Los momentos de meditación eran ahora más raros. Incluso cuando cerraba los ojos bajo un rayo de sol, Maigret tenía ideas poco precisas.

Pero seguía agitando personajes creados o reconstituidos por su imaginación.

—La primera víctima. La granjera. ¿Casada? ¿Con hijos?

—Casada con el hijo de los granjeros. Pero no se entendía demasiado bien con su suegra, pues ésta la acusaba de ser demasiado coqueta y de ponerse combinaciones de seda para ordeñar las vacas.

Entonces, pacientemente, con amor, al igual que un pintor ante su tela, Maigret esbozaba en su espíritu una imagen de la granjera, y la veía apetecible, bien formada, bien lavada, introduciendo ideas modernas en la casa de sus suegros y consultando catálogos de París.

La veía volviendo de la ciudad, y veía muy bien la carretera. Las carreteras debían parecerse todas, ya que todas se hallaban bordeadas por grandes árboles.

Después, la chica de la bicicleta.

—¿Es que tenía novio?

—¡Nadie habla de eso! Todos los años iba a pasar quince días de vacaciones a París, a casa de una tía.

El lecho estaba húmedo. El cirujano lo visitaba dos veces al día. Después de la comida, Leduc llegaba en su Ford, haciendo defectuosas maniobras bajo la ventana antes de conseguir estacionar.

Al tercer día se presentó con un sombrero de paja, igual que el comisario de policía.

El procurador le hizo una visita. Confundió a la señora Maigret con la sirvienta y le tendió su bastón y su sombrero hongo.

—Naturalmente, usted habrá disculpado nuestra equivocación. Pero el hecho de que no hubiese nada que pudiese identificarlo.

—¡Sí, mi cartera ha desaparecido! Pero siéntese, por favor, amigo mío.

Seguía teniendo un aire agresivo. No podía evitarlo. Era culpa de su pequeña nariz redonda y de los pelos demasiado lacios de su bigote.

—Ese asunto es lamentable, y amenaza la tranquilidad de una región tan hermosa. Que tales cosas ocurran en París, donde el vicio reina en estado endémico. ¡Pero aquí!

¡Vaya! ¡También él tenía unas cejas muy pobladas! ¡Como el campesino! ¡Como el doctor! ¡Unas cejas grises iguales a las que Maigret atribuía maquinalmente al hombre del tren!

Y un bastón con puño de marfil, esculpido.

—¡En fin! Espero que se restablezca usted rápidamente y que no guarde un recuerdo demasiado malo de nuestra región.

No era más que una visita de cumplido. Tenía prisa por irse.

—Tiene usted un médico excelente. Es discípulo de Martel. Lástima que el resto...

—¿Qué resto?

—Yo me entiendo. No se preocupe. Hasta pronto. Me informaré cada día de su salud.

Maigret se tomó un batido de limón, que era una obra maestra. Pero sufría al notar el tufillo a trufas que subía del comedor.

—¡Es inaudito! –comentaba su mujer–. Aquí sirven trufas como en otros sitios patatas con aceite. ¡Se diría que las regalan! Incluso en el menú de quince francos.

Y le llegaba el turno a Leduc.

—¡Siéntate, por favor! ¿Un poco de batido de limón? ¿No? ¿Qué es lo que sabes de la vida íntima de mi médico, del que ignoro incluso el apellido?

—El doctor Rivaud! Pues no sé gran cosa. Sólo lo que se dice. Vive con su mujer y su cuñada. La gente de por aquí asegura que su cuñada es tan suya como su mujer. Pero...

—¿Y del procurador?

—¿El señor Duhourceau? ¿Te han dicho ya que?

—¡Continúa!

—Su hermana, que es viuda de un capitán, está loca. Algunos afirman que la ha hecho internar a causa de su fortuna.

Maigret estaba contentísimo. Su viejo camarada le contemplaba con curiosidad, sentado sobre la cama y entornando los ojos para ver la plaza.

—¿Y qué más?

—¡Nada más! En las ciudades pequeñas...

—¡Olvidas que ésta no es una ciudad como las demás, por pequeña que sea! ¡Es una ciudad en la que hay un loco!

Lo más divertido era que Leduc manifestaba una inquietud real.

—¡Un loco en libertad! –continuó Maigret–. Un loco que sólo está intermitentemente, y que el resto del tiempo va y viene, y habla como tú y como yo.

—¿Tu mujer no se aburre demasiado aquí?

—¡Se pasa el día revolviendo en las cocinas! Le da recetas al cocinero y copia las que éste le confía. En el fondo, quizá sea el cocinero el que esté loco.

Hay una verdadera embriaguez en haber escapado a la muerte, en hallarse convaleciente, y sobre todo, en ser cuidado en una atmósfera irreal.

Y en hacer trabajar el cerebro a pesar de todo, por afición.

En estudiar una región, una ciudad, desde la cama, desde la ventana.

—¿Hay aquí una biblioteca municipal?

—¡Naturalmente!

—Serías un ángel si fueses a buscarme todos los libros que traten de enfermedades mentales, de perversiones, de manías. Y también te agradecería que me subieses la guía de teléfonos. ¡Es muy instructiva, la guía de teléfonos! Pregunta abajo si tienen un aparato con cable largo, y si me lo pudiesen subir de vez en cuando.

La somnolencia llegaba. Maigret notó que le invadía como la fiebre, hasta sus fibras más profundas.

—En realidad, mañana comes aquí. Es sábado.

—¡Y tengo que comprar una cabra! –acabó Leduc buscando su sombrero de paja.

Cuando salió, Maigret tenía ya los ojos cerrados y una respiración regular se escapaba por su boca entreabierta.

El comisario Leduc encontró al doctor Rivaud en el pasillo de la planta baja. Lo llevó aparte y dudó largo rato antes de preguntarle:

—¿Está usted seguro de que esa herida no puede haber influido sobre la inteligencia de mi amigo? ¿Ni siquiera sobre...? No sé cómo decirlo. ¿Me comprende usted?

El médico hizo un gesto vago con la mano.

—¿Es de ordinario un hombre inteligente?

—¡Muy inteligente! A veces no lo parece, pero...

—¡Ah!

Y el cirujano empezó a subir la escalera con mirada soñadora.

3. El billete de segunda clase

Maigret había salido de París el miércoles por la tarde. Por la noche había recibido una herida en las proximidades de Bergerac. Pasó en el Hospital el jueves y el viernes. El sábado llegó su mujer de Alsacia y Maigret se instaló con ella en una habitación del primer piso del Hotel de Inglaterra.

Fue el lunes cuando la señora Maigret le dijo de pronto:

—¿Por qué no empleaste el boleto kilométrico en el viaje? Pudiendo viajar con pase, es absurdo que...

Eran las cuatro de la tarde. La señora Maigret, que no podía estar un minuto quieta, estaba ordenando la habitación por tercera vez.

Ante las ventanas, los visillos claros estaban a medio bajar, y tras su pantalla luminosa la atmósfera reventaba de vida.

Maigret, que estaba fumándose una de sus primeras pipas, miró a su mujer, asombrado. Le pareció que mientras esperaba su respuesta evitaba el volverse hacia él, y que había enrojecido.

La pregunta era absurda. En efecto, Maigret poseía, como todos los comisarios de la Brigada Móvil, un boleto kilométrico de primera clase que le permitía viajar gratis por toda Francia. Y, naturalmente, lo había empleado para venir de París.

—¡Ven a sentarte aquí! –murmuró.

Vio que su mujer dudaba y casi la obligó a sentarse al borde de la cama.

—¡Cuéntame!

La miraba maliciosamente y ella estaba cada vez más violenta.

—He hecho mal en preguntártelo tan de repente. Pero es que a veces estás tan raro.

—¡Tú también!

—¿Qué quieres decir?

—Que todos me encuentran raro, y que en el fondo no tienen mucha fe en mi historia del tren. Y ahora también tú.

—¡Está bien, te lo contaré! Resulta que hace un momento, en el pasillo, precisamente enfrente de nuestra puerta, he cambiado el felpudo de sitio y he encontrado esto.

A pesar de vivir en el Hotel, la señora Maigret llevaba un delantal para sentirse en su casa, como ella decía. Se metió la mano en el bolsillo y sacó un pequeño cartoncito. Era un billete de segunda clase París–Bergerac, con fecha del miércoles anterior.

—Cerca del felpudo –repitió Maigret–. Toma papel y lápiz, por favor.

Ella obedeció sin comprender y humedeció la mina.

—Escribe. Primero el dueño del Hotel, que ha venido a eso de las nueve de la mañana para informarse sobre mi salud. Después el cirujano, un poco antes de las diez. Pon los nombres en columna. El procurador pasó al mediodía, y el comisario entró en el momento en que éste se iba.

—¡Falta todavía Leduc! –murmuró la señora Maigret.

—¡Exacto! ¡Añade a Leduc! ¿No olvidamos a nadie? Descontando, naturalmente, a cualquier empleado del Hotel o a cualquier cliente que hayan podido perder el billete en el pasillo.

—¡No!

—¿Por qué no?

—¡Porque el pasillo sólo conduce a esta habitación! ¡Tendría que tratarse de alguien que hubiese venido a escuchar tras la puerta!

—¡Telefonea al jefe de estación!

Maigret no conocía la ciudad, ni la estación, ni ninguno de los lugares de los que le hablaba la gente. Y a pesar de ello había reconstruido, en espíritu, un Bergerac bastante preciso, en el que no faltaba casi nada.

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