El loco de Bergerac (6 page)

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Authors: Georges Simenon

Tags: #Policial

BOOK: El loco de Bergerac
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—¡Ve a ver, Leduc, todavía hay gente que espera!

—Excúseme, pero tengo un poco de prisa –dijo el doctor Rivaud poniéndose en pie–. Tengo una consulta a las once, y también se trata de la vida de un hombre.

—Lo acompaño –murmuró el comisario.

—¿Y usted, señor procurador? –preguntó Maigret.

—¿Eh? ¿Yo? Sí.

Desde hacía unos instantes Maigret no parecía satisfecho y lanzaba miradas a la plaza con impaciencia. De pronto, cuando ya todo el mundo se disponía a irse, se enderezó ligeramente sobre la cama murmurando:

—¡Por fin! Un momento, señores. Creo que hay novedades.

Y señaló a una mujer que corría dirigiéndose al Hotel. El cirujano pudo verla desde su sitio, y exclamó asombrado:

—¡Françoise!

—¿La conoce usted?

—Es mi cuñada. Sin duda ha telefoneado un enfermo. O ha habido un accidente.

Se oyeron rápidos pasos y voces en la escalera. Se abrió la puerta y una joven jadeante entró en la habitación, mirando a su alrededor con cara de susto.

—¡Jacques! ¡Comisario! ¡Señor procurador!

No tenía más de veinte años. Era delgada, nerviosa, bonita.

Pero su traje estaba medio desgarrado y cubierto de polvo. Y se llevaba las manos al cuello sin cesar.

—Lo. Lo he visto. Y me ha...

Nadie se movía. Y ella hablaba haciendo un esfuerzo.

—¡Mira! –dijo avanzando hacia su cuñado y mostrando señales de golpes.

—Fue allá. En el bosque de Molino Nuevo. Estaba paseando cuando un hombre...

—¡Ya les decía yo que averiguaríamos algo! –gruñó Maigret, que había recobrado su placidez.

Leduc, que le conocía a fondo, le contempló asombrado.

—Usted lo vio, ¿verdad? –siguió Maigret.

—¡No muy bien! ¡Ni siquiera sé cómo me las arreglé para librarme de él. Creo que tropezó con la raíz de un árbol. Yo aproveché para...

—Descríbalo, por favor.

—No sé. Un vagabundo, sin duda. Con atuendo de campesino. Con las orejas muy separadas. No lo había visto nunca.

—¿Huyó?

—Comprendió que iba a gritar. Se oía el ruido de un coche en la carretera. Se precipitó hacia la maleza. Yo tenía tanto miedo. Quizá sin el ruido del coche. Vine corriendo hasta aquí.

—¡Perdón! ¿No estaba usted cerca de su casa?

—Sabía que allí no había nadie más que mi hermana.

—¿Fue a la izquierda de la granja? –preguntó el comisario de policía.

—Sí, al lado del camino abandonado.

El comisario se dirigió al procurador:

—Haré registrar el bosque minuciosamente. Quizá todavía sea tiempo.

El doctor Rivaud parecía contrariado. Con el ceño fruncido contemplaba a su cuñada, que se había apoyado sobre la mesa y que respiraba con más normalidad.

Leduc buscó la mirada de Maigret, y cuando la encontró no pudo ocultar su ironía:

—Todo esto parece probar, en todo caso, que el loco no ha estado aquí esta mañana.

El procurador cepilló su sombrero hongo con el reverso de la manga, dispuesto a marcharse.

—En cuanto el juez de instrucción vuelva de Saintes, señorita, le ruego que vaya a su despacho a repetir sus declaraciones y a firmar el proceso verbal. –dijo.

Luego le tendió la mano a Maigret:

—¡Supongo que ya no nos necesita usted!

—Claro que no. Por otra parte, tampoco esperaba que se molestase.

Maigret le hizo una seña a Leduc, que comprendió que tenía que echar a todo el mundo. Rosalía y su novio seguían discutiendo.

Cuando Leduc se acercó a la cama, con una sonrisa en los labios, quedó asombrado ante el rostro serio y ansioso de su amigo.

—¿Y bien?

—¡Nada!

—¡No ha dado resultado!

—¡Sí, demasiado! Dame la pipa, ahora que mi mujer no está aquí.

—Tú creías que el loco vendría esta mañana, pero al parecer...

—No insistas. Lo que sería terrible es que hubiese aún otro asesinato. Porque esta vez...

—¿Qué?

—¡No intentes comprender! Bueno. Mi mujer ya está atravesando la plaza. Me dirá que fumo demasiado y me esconderá el tabaco. Méteme un poco debajo de la almohada.

Maigret tenía calor. Incluso estaba un poco congestionado.

—Acércame el aparato telefónico.

—Pienso comer en el Hotel. Vendré a despedirme por la tarde.

—Si no tienes otra cosa que hacer. A propósito, la pequeña de quien me hablaste. ¿Hace mucho tiempo que no la has visto?

Leduc, furioso, miró a su compañero a los ojos y gruñó:

—¡Es demasiado!

Y salió olvidando el sombrero de paja sobre la silla.

5. Los zapatos de charol

—¡Sí, señora! En el Hotel de Inglaterra. Que quede bien entendido que es usted libre de no venir.

Leduc acababa de salir y la señora Maigret subía la escalera. El doctor, su cuñada y el Procurador se habían detenido en la plaza, junto al coche de Rivaud.

Era a la señora Rivaud, que debía estar sola en su casa, a quien Maigret acababa de telefonear. Le había rogado que fuese a verlo al Hotel, no asombrándose en absoluto de oír una voz inquieta al otro lado del hilo.

La señora Maigret escuchó el final de la conversación mientras se quitaba el sombrero.

—¿Es cierto que ha habido otra agresión? Por el camino he encontrado a gente que corría hacia el Molino Nuevo.

Maigret, sumido en sus meditaciones, no respondió. Poco a poco iba cambiando el movimiento de la ciudad. La noticia se propagaba con rapidez, y la gente, cada vez en mayor número, se dirigía hacia una calle que empezaba a la izquierda de la plaza.

—Debe haber un paso a nivel. –murmuró Maigret, que empezaba a conocer la topografía de la ciudad.

—Sí. Es una calle larga, que al principio parece una calle de ciudad y luego acaba en camino de tierra. El Molino Nuevo está después de la segunda vuelta. En realidad ya no hay molino, sino una granja, de paredes blancas.

Maigret escuchaba como un ciego al que se le describe un paisaje.

—¿Con muchas tierras?

—Aquí cuentan por jornales. Me han dicho que hay doscientos jornales, pero no sé cuánto representa eso. Pero el bosque empieza enseguida. Un poco más lejos cruza la carretera que va a Périgueux.

Los gendarmes y los guardas de paz de Bergerac debían estar allí. Maigret los imaginaba yendo y viniendo a grandes zancadas entre la maleza, como a la caza de un conejo. Y la gente parada en la carretera, los niños subidos a los árboles.

—Ahora tendrías que dejarme. Vuelve allá, ¿quieres?

La señora Maigret obedeció sin discutir. Al salir del Hotel se cruzó con una mujer joven que entraba, y la miró asombrada, quizá con un poco de malhumor.

Era la señora Rivaud.

—Siéntese, se lo ruego. Y perdone que la haya molestado para tan poca cosa. Incluso me pregunto si debo interrogarla. Este asunto está tan embrollado.

No dejaba de observarla atentamente, y ella parecía hipnotizada bajo su mirada.

Maigret se sentía asombrado, pero no desorientado.

Había adivinado vagamente que la señora Rivaud le interesaba, y se encontraba ante una figura mucho más curiosa de lo que hubiese osado esperar.

Su hermana Françoise era fina, elegante, y no había en ella nada de pueblerino.

En cambio, la señora Rivaud no llamaba la atención y no era lo que se dice una mujer bonita. Debía tener de veinticinco a treinta años. Era de estatura media y más bien gruesa. Debía hacerle los trajes una modistilla, o bien, si salían de una casa de modas, no sabía llevarlos.

Lo que más destacaba en ella eran sus ojos inquietos, dolorosos. Inquietos y, por tanto, resignados.

Miraba a Maigret y se le notaba que tenía miedo, pero que era incapaz de reaccionar. Exagerando un poco se podría decir que esperaba que la golpeasen. ¡Retorcía entre las manos un pañuelito con el que podría enjugarse los ojos en caso de necesidad!

—¿Hace mucho que está usted casada, señora?

¡Tardó un poco en responder! La pregunta le daba miedo. ¡Todo le daba miedo!

—Cinco años –murmuró por fin con voz neutra.

—¿Vivía usted ya en Bergerac?

Miró de nuevo a Maigret durante un momento antes de contestar:

—Vivía en Argelia, con mi hermana y mi madre.

Maigret, dándose cuenta de su estado de sobresalto, apenas se atrevía a continuar.

—¿El doctor Rivaud vivía también en Argelia?

—Estuvo dos años en el Hospital de Argel.

Maigret contempló las manos de la mujer, que no armonizaban con su aspecto burgués. Aquellas manos habían trabajado. Pero era demasiado delicado llevar la conversación sobre ese terreno.

—Su madre...

No continuó porque la mujer, que estaba cara a la ventana, se puso en pie presa del pánico. Al mismo tiempo se oyó el ruido de una puerta de coche al cerrarse.

Era el doctor Rivaud, que entró corriendo en el Hotel y llamó furioso a la puerta:

—¿Estás aquí? –dijo dirigiéndose a su mujer con voz seca. Luego se volvió hacia Maigret–. No lo comprendo. ¿Necesitaba usted hablar con mi mujer? En ese caso hubiese podido...

—¿Por qué se enfada, doctor? Tenía deseos de conocer a su mujer, y como desgraciadamente no puedo moverme...

—¿El interrogatorio ha terminado?

—No se trata de un interrogatorio, sino de una amigable charla. Cuando usted entró estábamos hablando de Argelia. ¿Le gustaba a usted ese país?

La calma de Maigret era sólo aparente. Empleaba a fondo toda su energía mientras hablaba con lentitud. Contemplaba fijamente a aquellos dos seres que tenía ante él, a la señora Rivaud, que estaba a punto de llorar, y a Rivaud, que miraba a su alrededor como buscando el rastro de lo que había pasado, intentando averiguarlo.

Había algo oculto. Había algo anormal. ¿Pero qué? ¿Y dónde?

—Dígame, doctor, ¿fue asistiendo a su mujer cuando la conoció?

Mirada rápida de Rivaud a su mujer.

—Eso no tiene ninguna importancia. Si me lo permite acompañaré a mi mujer a casa y...

—Evidentemente. Evidentemente.

—¿Evidentemente qué?

—¡Nada! ¡Perdón! Ni siquiera sabía que estaba hablando en voz alta. ¡Es un asunto curioso, doctor! ¡Curioso y terrible! ¡Cuanto más pienso en ello, más terrible lo encuentro! Por el contrario, su cuñada se ha recobrado rápidamente después de una emoción tan fuerte. ¡Es una persona enérgica!

Y vio que Rivaud permanecía inmóvil, molesto, esperando la continuación. ¿Acaso el doctor sospechaba que Maigret sabía más de lo que decía?

Maigret se sentía avanzar. Pero de pronto todo se tambaleó, sus teorías, la vida del Hotel y la vida de la ciudad.

Todo empezó con la llegada a la plaza de un gendarme en moto. El gendarme dio la vuelta a la manzana dirigiéndose a la casa del procurador. En el mismo momento sonó el teléfono y Maigret descolgó.

—¿Oiga? Aquí el Hospital. ¿Está todavía ahí el doctor Rivaud?

El doctor tomó nerviosamente el aparato, escuchó, y colgó tan emocionado que permaneció durante unos momentos mirando al vacío.

—¡Lo han encontrado! –dijo al fin.

—¿A quién?

—¡Al hombre! Por lo menos el cadáver. En el bosque del Molino Nuevo.

La señora Rivaud los miraba alternativamente, sin comprender.

—Me preguntan si puedo practicar la autopsia. Pero...

Entonces, asaltado por un pensamiento, fue él quien miró a Maigret con aire de sospecha.

—Cuando usted fue atacado, en el bosque, usted se defendió. Debió disparar por lo menos una vez.

—Yo no disparé.

Pero otra idea asaltó al doctor, que se pasó la mano por la frente con gesto febril.

—Hace algunos días que ha muerto. Pero entonces... ¿cómo es que Françoise, esta mañana? Nos vamos.

Tomó del brazo a su mujer, que se dejó llevar dócilmente, y unos momentos después la hacía subir al coche.

El procurador había debido telefonear pidiendo un taxi, pues uno acababa de parar delante de su casa. Y el gendarme volvía a marcharse. Ya no era la curiosidad de por la mañana, sino una fiebre violenta la que se había apoderado de la ciudad.

Todo el mundo se dirigía al bosque del Molino Nuevo, incluido el dueño del Hotel. Todos menos Maigret, que tuvo que quedarse en la cama contemplando la plaza, que ardía al sol.

—¿Qué te pasa?

—Nada.

La señora Maigret, que acababa de llegar, no veía a su marido más que de perfil, pero era fácil adivinar que le pasaba algo, ya que miraba al exterior con aire irritado. No tardó en averiguarlo y fue a sentarse al borde de la cama, tomando maquinalmente la pipa vacía y disponiéndose a llenarla.

—Eso no debe importarte. Voy a intentar darte todos los detalles. Yo estaba allá cuando lo encontraron, y los gendarmes me dejaron acercarme.

Maigret seguía mirando hacia afuera, pero mientras ella hablaba fueron otras imágenes, distintas a las de la plaza, las que quedaron impresas en su retina.

—En ese lugar el bosque hace pendiente. Hay encinas al borde de la carretera. Después empieza un bosque de abetos. Llegaban muchos curiosos, aparcando los coches a un lado de la carretera. Los gendarmes de un pueblo vecino habían rodeado el bosque, a fin de atrapar al hombre. Avanzaban lentamente, acompañados del viejo granjero del Molino Nuevo, que llevaba un revólver en la mano. Nadie se atrevía a decirle nada. Creo que hubiese matado al asesino.

Maigret evocaba el bosque, el suelo cubierto de abrojos y las manchas de sombra y de luz... y el uniforme de los gendarmes.

—Un chiquillo que corría al lado del grupo dio un grito al descubrir una forma tendida al pie de un árbol.

—¿Con zapatos de charol?

—¡Sí! Y con calcetines de lana gris tejidos a mano. Me fijé muy bien, porque me acordé de que...

—¿De qué edad?

—De unos cincuenta años. No se sabe con exactitud. Estaba cara al suelo, y cuando le descubrieron el rostro tuve que mirar hacia otra parte porque... ¡Ya me comprendes! Parece que hace por lo menos ocho días que está allá. Esperé a que le cubriesen la cabeza con un paño. Oí decir que nadie lo reconocía. Por lo visto no es de por aquí.

—¿Alguna herida?

—Un gran agujero en la sien. Cuando cayó, debió morder el polvo en su agonía.

—¿Qué están haciendo ahora?

—Todo el mundo acude hacia el bosque. Es difícil detener a los curiosos. Cuando me fui se esperaba la llegada del procurador y la del doctor Rivaud. Luego transportarán el cadáver al Hospital, para la autopsia.

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