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Authors: Georges Simenon

Tags: #Policial

El loco de Bergerac (2 page)

BOOK: El loco de Bergerac
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Y, casi inconscientemente, tiene la impresión de que el tren se para a menos de un kilómetro de distancia de allí, y de que permanece parado largo rato, mientras él, angustiado, aguza el oído.

¿Pero qué puede importarle a él que el tren se pare? Es una reacción maquinal. La ausencia de ruido le asusta como si fuese un vacío.

¡Por fin! El ruido vuelve a oírse a lo lejos. Un tenue resplandor rojo se dibuja en el cielo, tras los árboles.

Después, nada.

Nada más que Maigret, de pie, apretándose el hombro con la mano derecha. De hecho se trata del hombro izquierdo. Intenta mover el brazo, pero sólo consigue levantarlo ligeramente, y lo deja caer de nuevo.

En el bosque reina un silencio absoluto. Se diría que el hombre, en vez de huir, se ha refugiado en la maleza. ¿Acaso tirará contra Maigret, para acabar con él, si éste se dirige a la carretera?

—¡Idiota! ¡Idiota! ¡Idiota! –gruñe Maigret, que se siente infinitamente desgraciado.

¿Qué necesidad tenía de saltar del tren? Al amanecer su amigo lo esperará en la estación de Villefranche, y la sirvienta habrá preparado un salmón.

Maigret echa a andar pesadamente. Se detiene al cabo de tres metros, hace otro esfuerzo y se para de nuevo.

Sólo la claridad de la carretera destaca en la noche, una carretera blanca, tan polvorienta como en pleno verano. Pero sigue perdiendo sangre, aunque en menor cantidad. Intenta impedir su salida con la mano, pero ya tiene la mano empapada.

Nadie diría que ha sido herido otras tres veces. Está tan impresionado como al subir a la mesa de operación. Preferiría un dolor agudo antes que ese lento fluir de la sangre.

¡Porque sería francamente ridículo morir allí, completamente solo, aquella noche! ¡Sin saber siquiera dónde se hallaba! ¡Con su equipaje continuando el viaje sin él!

Si el hombre tira, mala suerte. Avanza tan aprisa como puede, inclinado hacia delante, en una especie de vértigo. Ve un poste indicador, pero sólo el lado de la derecha se halla iluminado por un halo de luna: 3,5 km.

¿Qué es lo que hay a 3,5 km? ¿Qué ciudad? ¿Qué pueblo?

Una vaca muge en aquella dirección. Y el cielo está un poco más pálido. ¡Es el este, sin duda! ¡Y va a despuntar el día!

El desconocido no debe estar allá. O bien ha renunciado a acabar con el herido. Maigret calcula que tiene aún energía para tres o cuatro minutos e intenta aprovecharla. Avanza a pasos regulares, como en el cuartel, contándolos y tratando de no pensar en nada.

La vaca que ha mugido debe pertenecer a una granja. Los granjeros se levantan temprano. Por tanto.

La sangre se desliza por el lado izquierdo, bajo la camisa, y ya le llega a la cintura.

¿Es una luz lo que está viendo? ¿O es ya el delirio?

«Si pierdo más de un litro de sangre», piensa.

Es una luz. Mas para llegar hasta ella hay que atravesar un campo labrado, y eso ya es más difícil. Sus pies se hunden en la tierra. Se apoya en un tractor abandonado.

—¡Eh! ¿Hay alguien? ¡Aprisa, aprisa!

Ese «aprisa» desesperado se le escapa mientras resbala cayendo al suelo. Oye el sonido de una puerta al abrirse y adivina una linterna balanceándose en el extremo de un brazo.

—¡Aprisa!

¡Con tal de que al hombre que se aproxima se le ocurra impedir la pérdida de sangre! La mano de Maigret abandona el hombro y cae, húmeda, a su lado.

—Un. Dos. Un. Dos.

Cada vez es un borbotón de sangre que quiere escapársele.

Imágenes confusas, con vacíos entre ellas. Y todas marcadas por esa nota de horror que provoca pesadillas.

Un ritmo. Los pasos de un caballo. Paja debajo de la cabeza y muchos árboles desfilando a la derecha.

Aquello Maigret pudo comprenderlo. Se hallaba tendido en un carro. Era de día. Avanzaban lentamente a lo largo de una carretera bordeada de plátanos.

Abrió los ojos y tratando de no hacer ruido pudo vislumbrar a un hombre que marchaba perezosamente, balanceando el látigo que tenía en la mano.

¿Pesadilla? Maigret no había podido ver el rostro del hombre del tren. Lo único que conocía de él eran sus zapatos de charol, sus calcetines grises, y, de un modo vago, su silueta.

Entonces, ¿por qué suponía que el campesino que le llevaba era el hombre del tren?

Veía un rostro de grandes bigotes grises y cejas muy pobladas. Y unos ojos claros que miraban al frente sin ocuparse del herido.

¿Dónde se encontraban? ¿Hacia dónde iban?

Al mover la mano, Maigret notó algo anormal alrededor de su pecho, algo parecido a un grueso vendaje.

Después las ideas se confundieron en su cabeza en el momento mismo en que un rayo de sol le taladraba brutalmente los ojos.

Después casas, fachadas blancas. Una calle larga y bañada de luz. Ruido tras el carro, ruido de gentío... y voces... pero no podía distinguir las palabras. Los travesaños del carro le hacían daño.

Ya no más travesaños. Sólo un balanceo hasta entonces desconocido para él.

Se hallaba sobre una camilla, delante de él avanzaba un hombre blanco. Estaban cerrando una gran verja tras la cual se amontonaba la muchedumbre. Alguien corría.

—Condúzcanlo inmediatamente al anfiteatro.

Maigret no se movía, ni pensaba. Pero seguía observando. Estaban atravesando un parque en el que se levantaban pequeños pabellones de ladrillo blanco. En los bancos había jóvenes que vestían un uniforme gris. Algunos tenían la cabeza vendada, otros la pierna. Las enfermeras se apresuraban de un lado a otro.

Y casi inconscientemente trataba de formular la palabra «hospital» sin conseguido.

¿Dónde estaba el campesino que se parecía al hombre del tren? ¡Ay! Estaban subiendo una escalera. El hombro le dolía mucho.

Y Maigret se despertó de nuevo para ver a un hombre que se lavaba las manos contemplándolo con gravedad.

Tuvo como un choque en el pecho. ¡Aquel hombre llevaba perilla, y sus cejas eran muy espesas!

¿Acaso se parecía al campesino? ¡En todo caso, se parecía al hombre del tren!

Maigret no podía hablar. Abrió la boca. El hombre de la perilla dijo tranquilamente:

—Llévenlo al número 3. Vale más que esté aislado, a causa de la policía.

¿A causa de la policía? ¿Qué era lo que querían decir?

Personas de blanco se lo llevaron, haciéndole atravesar el parque de nuevo. El comisario nunca había visto un sol como aquél. Era tan claro, tan alegre, que parecía llenar los más ocultos rincones.

Lo metieron en una cama. Las paredes eran blancas. Hacía casi tanto calor como en el tren.

En algún sitio, una voz dijo:

—Es el comisario, que pregunta cuándo podrá.

¿Acaso el comisario no era él? ¡Y él no había preguntado nada! ¡Todo aquello era ridículo!

¡Y sobre todo aquella historia del campesino que se parecía al médico y al hombre del tren!

De hecho, ¿es que el hombre del tren poseía una perilla gris? ¿Y bigotes? ¿Y cejas pobladas?

—Ábranle la boca. Bien. Es suficiente.

Era el doctor, que le vertía un líquido en la boca.

¡Para acabar con él, envenenándolo!

Cuando Maigret, al atardecer, recuperó el sentido, la enfermera que lo cuidaba se dirigió al pasillo del hospital, en el que aguardaban cinco hombres: el juez de instrucción de Bergerac, el procurador, el comisario de policía, un secretario y un médico jurisconsulto.

—¡Ya pueden entrar! Pero el doctor recomienda que no se lo fatigue demasiado. ¡Tiene un modo de mirar tan raro que no me extrañaría que estuviese loco!

Y los cinco hombres se miraron con una sonrisita de complicidad.

2. Cinco hombres decepcionados

Aquello parecía una escena de melodrama interpretada por malos actores: la enfermera sonrió al retirarse, echándole una última mirada a Maigret.

Una mirada que parecía decir: ¡Ahí se los dejo!

Y los cinco señores tomaron posesión de la habitación con sonrisas diversas, pero todas amenazadoras. ¡Parecía que no fuese cierto que estuviesen haciéndolo expresamente, que quisieran gastarle una broma a Maigret!

—Pase, señor procurador.

Era un hombre bajo, con el pelo cortado a cepillo y una mirada terrible que parecía estudiada para armonizar con su profesión. ¡Y un aire de frialdad, de maldad!

Pasó junto a la cama de Maigret echándole una breve ojeada, y después se situó ceremoniosamente junto a la pared, con el sombrero en la mano.

Y el juez de instrucción desfiló del mismo modo, contemplando al herido y plantándose junto a su superior.

Y después el secretario. ¡Eran ya tres los situados a lo largo de la pared, como tres conjurados! ¡Y ya el médico iba a reunirse con ellos!

No faltaba más que el comisario de policía, un gordo de ojos saltones que iba a representar el papel de ejecutor en aquellas altas maniobras.

Les echó una rápida mirada a los demás, y luego, dejando caer su mano sobre la espalda de Maigret, comentó:

—¡Atrapado, eh!

En otras circunstancias aquello hubiese podido resultar terriblemente divertido. Maigret ni siquiera sonrió, limitándose a fruncir el ceño con inquietud.

¡Inquietud por él mismo! Tenía todavía la impresión de que la línea de demarcación entre la realidad y el sueño era imprecisa, borrándose cada vez más.

¡Y he aquí que estaban representando ante él una verdadera parodia de interrogatorio! El comisario de policía, un hombre grotesco, le hablaba con aire socarrón:

—¡Confieso que no me disgusta ver por fin la pinta que tienes!

¡Y los otros cuatro, junto a la pared, lo contemplaban sin chistar!

Maigret soltó un hondo suspiro que le asombró a él mismo, y sacó la mano derecha de entre las sábanas.

—¿Contra quién pensabas actuar esta noche? ¿Otra vez contra una mujer, o contra una niña?

Sólo entonces se dio cuenta Maigret de la cantidad de palabras que tendría que pronunciar para deshacer el malentendido, y pensarlo lo horrorizó. Estaba agotado. Tenía sueño. Todo su cuerpo estaba dolorido.

—Tanto. –balbució maquinalmente, con un gesto lánguido.

Los otros no comprendieron. Un poco más bajo repitió:

—Tanto. Mañana.

Y cerró los ojos, confundiendo al poco rato al procurador, al juez, al médico, al comisario y al secretario en un mismo personaje que se parecía al cirujano, al campesino y al hombre del tren.

A la mañana siguiente se hallaba sentado en la cama, o más bien ligeramente incorporado, apoyado en dos almohadas, y contemplaba a la enfermera que se afanaba de un lado a otro poniendo en orden la habitación.

Era una chica guapa, alta, fuerte, de un rubio agresivo, y a cada momento le dirigía al herido una mirada provocativa y temerosa a la vez.

—Dígame, ¿vinieron ayer cinco señores a verme?

—¿Y eso qué puede importarle?

—Si usted lo dice. Entonces dígame qué es lo que vinieron a hacer aquí.

—No tengo autorización para dirigirle la palabra, y prefiero advertirle que repetiré todo lo que me diga.

Lo más curioso era que Maigret disfrutaba en cierto modo de aquella situación, igual que se disfruta, al amanecer, de esos sueños que uno se empeña en terminar antes de despertar.

El sol era tan brillante como en los cuentos de hadas ilustrados. En alguna parte, fuera, los soldados pasaban a caballo, y al entrar en la calle el sonido de las trompetas retumbó triunfalmente.

En aquel mismo momento la enfermera pasaba cerca de la cama, y Maigret, que quería retener su atención para interrogarla de nuevo, atrapó el borde de la falda con los dedos.

Ella se volvió, y dando un grito terrible salió huyendo de la habitación.

Las cosas no se aclararon hasta el mediodía. El cirujano estaba quitándole la venda a Maigret cuando llegó el comisario de policía. Llevaba un sombrero de paja nuevo y una corbata azul chillón.

—¿Ni siquiera ha tenido usted la curiosidad de registrar mi cartera? –le preguntó Maigret amablemente.

—¡Sabe usted muy bien que no llevaba ninguna cartera!

—Bien. Todo se explicará. Telefonee a la Policía. Allí le dirán que soy el comisario divisionario Maigret. Si quiere asegurarse con más rapidez, avise a mi compañero Leduc, que tiene una casa de campo en Villefranche. ¡Pero, antes que nada, dígame dónde estoy, por favor!

El otro se resistía todavía. Le dirigió sonrisas llenas de comprensión. Incluso le dio discretos codazos al cirujano.

Y hasta la llegada de Leduc, que compareció en un viejo Ford, todo el mundo estuvo a la expectativa.

¡Por fin tuvieron que convenir en que Maigret era Maigret, y no el loco de Bergerac!

Leduc tenía el rostro rosado y plácido de un pequeño rentista, y desde que había dejado la policía se preciaba de no fumar más que en una pipa cuyo borde sobresalía de su bolsillo.

—He aquí la historia en pocas palabras: yo no soy de Bergerac, pero vengo cada sábado de compras con el coche. Y aprovecho también para zamparme una buena comida en el Hotel de Inglaterra. Bueno, pues hace cosa de un mes descubrieron cerca de la carretera a una mujer muerta. ¡Estrangulada, para ser exactos! ¡Y no sólo estrangulada! Una vez el cuerpo estuvo inerte, el asesino había llevado su sadismo hasta el extremo de hundir una gruesa aguja en su corazón.

—¿Quién era esa mujer?

—Leontina Moreau, de la granja Molino Nuevo. No le robó nada.

—¿Y tampoco la...?

—Tampoco la ultrajó, a pesar de que se trataba de una chica estupenda, de unos treinta años. El crimen tuvo lugar a la caída de la tarde, cuando ella volvía de casa de su cuñada. El otro crimen.

—¿Pero son dos?

—Dos y medio. La otra víctima es una chiquilla de dieciséis años, hija del jefe de estación, que había ido a dar una vuelta en bicicleta. La encontraron en el mismo estado.

—¿Por la noche?

—A la mañana siguiente. Pero el crimen fue cometido por la noche. Y la tercera es una criada del Hotel que había ido a ver a su hermano, que es peón y trabaja en la carretera, a unos cinco o seis kilómetros. La chica iba a pie, y de pronto alguien la asaltó por detrás, derribándola. Pero como ella es muy fuerte, se defendió y consiguió morder al hombre en la muñeca. Éste soltó un juramento y huyó. Ella no pudo verlo más que por la espalda, vagamente, mientras corría a refugiarse en el bosque.

—¿Eso es todo?

—¡Eso es todo! La gente está convencida de que se trata de un loco refugiado en los bosques de los alrededores. A ningún precio se puede admitir que se trate de alguno de la ciudad. Cuando el campesino dijo que te había encontrado junto a la carretera, creyeron que eras el asesino y que habías sido herido al intentar un nuevo crimen.

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