El loco de Bergerac (13 page)

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Authors: Georges Simenon

Tags: #Policial

BOOK: El loco de Bergerac
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—¿Y bien? –preguntó el procurador, casi sollozando.

—Me sonrió. Hice poner un biombo delante de la puerta. No tocarán nada. He telefoneado al Hospital.

Josephine Beausoleil no acababa de comprender. Miraba a Leduc petrificada. Luego se volvió hacia Maigret y le preguntó:

—Todo eso no es posible, ¿verdad?

Todo se desarrollaba alrededor de Maigret, inmóvil sobre su cama. Se abrió la puerta y apareció el dueño del Hotel con el rostro congestionado y con el aliento oliéndole a alcohol. Debía haber vaciado un gran vaso para reponerse.

—Es el doctor. ¿Es que...?

—¡Ya voy! –dijo Leduc, a regañadientes.

—¿Está usted aquí, señor procurador? ¿Está usted al corriente? ¡Si los viese usted! ¡Es como para llorar a mares! Se diría que...

—¡Déjenos! –le gritó Maigret.

—¿Debo cerrar la puerta del Hotel? La gente empieza a congregarse en la plaza.

Cuando Maigret buscó con los ojos a Germaine Rivaud, la encontró tendida en la cama de la señora Maigret, con la cabeza apoyada en la almohada. No lloraba ni sollozaba. Dejaba escapar largos gemidos, tan lúgubres como la queja de una bestia herida.

—¿Puedo ir a verlos?

—Dentro de un poco. Cuando el médico haya terminado.

La señora Maigret daba vueltas alrededor de Germaine sin saber qué hacer para aliviarla. Y el procurador suspiraba:

—Ya se lo decía yo.

Los ruidos de la ciudad llegaban hasta la habitación. Dos agentes forzaban a la gente a dispersarse. Algunos protestaban.

Maigret preparó su pipa y empezó:

—Ha dejado al pequeño en Burdeos, ¿verdad, señora Beausoleil?

—Yo. Sí.

—Debe tener unos tres años.

—Dos.

—¿Es niño o niña?

—Una niña. Pero...

—Hija de Françoise, ¿verdad?

El procurador se puso en pie con aire decidido:

—Comisario, le suplico que...

—Tiene usted razón. Dentro de un rato... O, mejor dicho, en cuanto pueda salir me permitiré hacerle una visita.

Le pareció que su interlocutor parecía tranquilizado.

—Dentro de poco, todo habrá acabado. ¿Pero qué estoy diciendo? En realidad, ha acabado ya. ¿No cree usted que su puesto está ahí arriba?

El procurador, en su precipitación, olvidó despedirse. Huyó como un colegial al que de repente se le levanta el castigo.

Y una vez la puerta cerrada se creó una nueva intimidad. Germaine seguía gimiendo, sorda a las observaciones de la señora Maigret, que le ponía compresas de agua fría sobre la frente. Josephine Beausoleil volvió a sentarse exhalando un suspiro.

—¡Quién me lo iba a decir!

¡Una mujer valiente, en el fondo! ¡Y de una profunda moralidad! ¡La vida que había llevado la encontraba normal, natural! ¿Acaso era posible reprochárselo?

Abundantes lágrimas empezaron a hinchar sus arrugadas pupilas de mujer madura, y pronto rodaron por sus mejillas diluyendo el maquillaje.

—Era sin duda su preferida.

—¡Naturalmente! –repuso ella haciendo caso omiso de Germaine, que realmente no parecía enterarse de nada–.

¡Era tan guapa, tan fina! ¡Y mucho más inteligente que la otra! Claro que eso no era culpa de Germaine. Germaine siempre estaba enferma y no pudo desarrollarse mucho. Cuando el doctor quiso casarse con Germaine, Françoise era demasiado joven. ¡Apenas trece años! ¡Y bien! ¡No me crea si no quiere, pero yo me di cuenta de que aquello traería complicaciones algún día! Y eso fue lo que pasó.

—¿Cómo se llamaba Rivaud, en Argel?

—Se llamaba Meyer. Supongo que no vale la pena mentir. Por otra parte, si usted ha hecho todo esto, es que ya lo sabía.

—¿Fue él quien sacó a su padre del hospital, a Samuel Meyer?

—Sí, y fue entonces cuando empezó a fijarse en Germaine. No había más que tres enfermas en la sala. Mi hija, Samuel y otro. Entonces, una noche, el doctor se las arregló para provocar un incendio. Siempre juró que el otro, el que dejó entre las llamas para hacerlo pasar por Samuel, estaba ya muerto. Yo no puedo dudarlo, pues el doctor era un buen chico. Hizo bien en ocuparse de su padre, a pesar de que éste había hecho tonterías.

—¡Comprendo! El otro fue entonces inscrito en los registros de defunción como Samuel Meyer. El doctor se casó con Germaine. Las trajo a las tres a Francia.

—Tardamos un poco en venir. Residimos durante una temporada en España. Él esperaba unos papeles que no llegaban.

—¿Y Samuel?

—Lo envió a América recomendándole que no volviese a poner los pies en Europa. Entonces ya parecía no estar en sus cabales.

—Y por fin su yerno recibió los papeles a nombre de Rivaud. Vino a instalarse aquí con su mujer y su cuñada. ¿Y usted?

—Me pasaba una pequeña pensión para que me quedase en Burdeos. Hubiese preferido Marsella, por ejemplo, o Niza. ¡Niza sobre todo! Pero él quería tenerme al alcance de la mano. Trabajaba mucho. A pesar de todo lo que se diga de él, era un buen médico, que no hubiese hecho daño a un enfermo para...

A fin de evitar los ruidos del exterior, Maigret había cerrado la ventana, y el olor de su pipa llenaba la habitación.

Germaine seguía gimiendo como una niña, y su madre explicaba:

—Desde que tuvo la meningitis fue todavía peor que antes. En realidad, nunca fue alegre. ¡Imagínese, una niña que pasa toda su juventud en la cama! Lloraba por nada, y todo le daba miedo.

¡Y Bergerac no había adivinado nada! Todas aquellas vidas dramáticas se habían desarrollado allí sin que nadie se diese cuenta de ello.

La gente decía: «la casa del doctor...» «el auto del doctor...» «la mujer del doctor...» «la cuñada del doctor...».

Y no veía más que la casa bonita y limpia, el auto de buena marca, la chica joven, moderna, la mujer de aspecto agotado.

En Burdeos la señora Beausoleil acababa penosamente una vida agitada en un apartamento burgués. ¡Ella, que se había preocupado tanto del mañana, ella, que había dependido del capricho de tantos hombres, podía al fin darse aires de rentista!

En el barrio debían tratarla con consideración. Incluso debía pagar regularmente a sus proveedores.

Y cuando sus hijas iban a verla, lo hacían en un coche lujoso.

He aquí que lloraba de nuevo. Y se sonaba con un pañuelito de encaje.

—¡Si hubiese usted conocido a Françoise! Cuando vino a dar a luz a mi casa. Porque fue en mi casa donde ocurrió todo. Podemos hablar delante de Germaine, pues está al corriente.

La señora Maigret la escuchaba horrorizada. Para ella aquello representaba el descubrimiento de un mundo enloquecedor.

Bajo las ventanas había varios coches aparcados. Había llegado el médico forense, así como el juez de Instrucción, el secretario y el comisario de Policía, al que había encontrado en una feria vecina, donde quería comprar conejos.

Llamaron a la puerta. Era Leduc, que miró tímidamente a Maigret para saber si podía entrar.

—Déjanos solos, viejo.

Era mejor conservar aquella atmósfera de intimidad. No obstante, Leduc se aproximó y preguntó en voz baja:

—Si todavía quieren verlos, antes de que se los lleven.

—¡No, claro que no!

¿Para qué? La señora Beausoleil esperaba que saliese el intruso. Tenía prisa por continuar sus confidencias. Se sentía a sus anchas ante aquel hombre que la contemplaba amablemente desde la cama.

Él la comprendía. No se sentía asombrado. No hacía preguntas ridículas.

—Estaba usted hablando de Françoise.

—Sí. Pues bien, cuando la niña nació. Pero... Sin duda usted todavía no lo sabe todo.

—Lo sé.

—¿Se lo dijo ella?

—El señor Duhourceau estaba allá, ¿verdad?

—¡Sí! ¡Yo nunca había visto a un hombre tan nervioso, tan preocupado. Decía que era un crimen tener hijos, porque siempre se corre el riesgo de matar a la madre. Escuchaba los gritos. Yo le ofrecía copitas, pero...

—¿Su apartamento es grande?

—Tres habitaciones.

—¿La asistió una comadrona?

—Sí. Rivaud no quería cargar él solo con toda la responsabilidad y...

—¿Vivía usted cerca del puerto?

—Muy cerca del puente, en una calleja que...

Aún otra escena que Maigret veía como si hubiese estado allá. Pero, al mismo tiempo, veía otra: la que se desarrollaba en el mismo instante justo sobre su cabeza.

Rivaud y Françoise separados a la fuerza por el forense, ayudado del agente de pompas fúnebres.

El procurador debía estar más blanco que los formularios que el secretario rellenaba con mano temblona.

¡Y el comisario de policía, que una hora antes no se ocupaba más que de sus conejos!

—Cuando el señor Duhourceau supo que era una niña se echó a llorar, y, tan cierto como que estoy aquí, apoyó la cabeza en mi pecho. Incluso creí que se encontraba mal. Yo traté de no dejarlo entrar, porque...

Y se detuvo de nuevo, desconfiada, mirando a Maigret de reojo.

—No soy más que una pobre mujer que ha hecho siempre lo que ha podido. No estaría bien abusar para...

Germaine Rivaud había cesado de gemir. Sentada al borde de la cama, miraba de frente con aire extraviado.

Aquél era el momento más duro. Estaban transportando los cuerpos, tendidos sobre camillas, y se oía el ruido de éstas por el pasillo.

Y luego los pasos pesados, prudentes, de los camilleros bajando la escalera.

—¡Cuidado con el escalón!

Un poco más tarde llamaban a la puerta. Era Leduc, que también olía a alcohol.

—¡Ha terminado! –murmuró.

En efecto, en la plaza un coche se ponía en marcha.

11. El padre

—¡Anuncie usted al comisario Maigret!

Sonreía a pesar suyo, porque era su primera salida y se sentía feliz de andar como todo el mundo. ¡Incluso se sentía orgulloso, como un niño que diese los primeros pasos!

Y, no obstante, su paso era pesado, vacilante. Tuvo que sentarse porque notó que un sudor inquietante le perlaba la frente.

¡Un ayuda de cámara de chaleco a rayas! ¡Con cabeza de campesino elevado a un grado más alto, por lo que experimentaba un orgullo insensato!

—Si el señor quiere tener la amabilidad de seguirme. El señor procurador recibirá al señor dentro de unos minutos.

El criado no parecía darse cuenta de lo penoso que puede resultar a veces el subir una escalera. Maigret se aferró a la barandilla. Contaba los escalones.

Todavía quedaban ocho.

—Por aquí. Un momento.

¡La casa era exactamente tal como Maigret la había imaginado! ¡Y se encontraba en el famoso despacho del primer piso, que había evocado tantas veces!

Era una habitación grande, rodeada de estanterías de libros. No había nadie y no se oían pasos, pues las paredes estaban cubiertas por espesos tapices.

Entonces Maigret, a pesar de sus deseos de sentarse, se aproximó a una estantería oculta por una cortina verde, por lo visto para defender los libros contra las miradas.

¡Corrió la cortina y vio que detrás no había nada, sólo estantes vacíos!

Y cuando se volvió vio al señor Duhourceau, que estaba observándolo.

—Hace dos días que lo espero. Confieso que...

—¡Se diría que había adelgazado diez kilos! Tenía las mejillas hundidas y los pliegues de su boca eran dos veces más profundos.

—Siéntese, se lo ruego.

El señor Duhourceau estaba violento. No se atrevía a mirar a su interlocutor a la cara. Se sentó en su lugar habitual, ante una mesa llena de papeles.

Entonces Maigret juzgó que sería más caritativo acabar de un modo rápido, con pocas palabras.

Un hombre de sesenta y cinco años, solo en aquella gran casa, solo en la ciudad, donde era el más alto magistrado, solo en la vida.

—Veo que ha quemado usted sus libros.

No hubo respuesta. Sólo un ligero tinte rosáceo en las mejillas de su interlocutor.

—Permítame que acabe primero con la parte judicial del asunto. Creo, por otra parte, que a estas horas todo el mundo está de acuerdo sobre ello.

«Samuel Meyer, que fue lo que podríamos llamar “un aventurero burgués”, es decir, un comerciante nato navegando en aguas prohibidas, tuvo la ambición de hacer de su hijo un hombre importante.

»Estudios de Medicina. El doctor Meyer se convierte en el ayudante del doctor Martel. Toda clase de sueños sobre el porvenir le están permitidos.

»Primer acto: en Argel. El viejo Meyer recibe a cómplices que lo amenazan. Y los manda al otro mundo.

»Segundo acto: también en Argel. Samuel es condenado a muerte. Siguiendo los consejos de su hijo, simula una meningitis. Y su hijo lo salva.

»¿El hombre que fue enterrado con su nombre estaba ya muerto en aquel momento? ¡No lo sabremos jamás!

»El hijo de Meyer, que toma desde entonces el nombre de Rivaud, no es hombre amigo de esconderse. Es fuerte. Se basta a sí mismo.

»¡Es ambicioso! Un ser de inteligencia aguda, que conoce su valía y que quiere aprovecharla cueste lo que cueste.

»Una única debilidad: se enamora de una de sus enfermas y se casa con ella, para darse cuenta un poco más tarde de que carece de interés.»

El procurador escuchaba sin alterarse. Para él aquella parte del relato carecía de interés. Pero aguardaba el resto con angustia.

—El nuevo Rivaud hizo que su padre se marchase a América. Luego se instaló aquí con su mujer y su cuñada.

«Y, naturalmente, lo que tenía que llegar llegó. Aquella joven que vive bajo su techo lo provoca, lo intriga, y acaba por seducirlo.

»Y empieza el tercer acto. En ese momento el procurador de la República, por medios que no conozco todavía, está a punto de conocer la verdad sobre el cirujano de Bergerac. ¿No es así?»

Claramente, sin la menor vacilación, el señor Duhourceau replicó.

—Es así.

—De modo que había que hacerlo callar. Rivaud sabía que el procurador tenía una manía relativamente inofensiva. Los libros eróticos, llamados, por eufemismo, «ediciones para bibliófilos».

«Es la manía de los solterones que tienen demasiado dinero y que encuentran demasiado monótono coleccionar sellos.

»Rivaud se aprovechó de esa manía. Le presentó a su cuñada como a la perfecta secretaria. Ella vino a ayudarlo en el archivo, y poco a poco le forzó a que le hiciese la corte.

»Excúseme, señor procurador. Hasta ahora no ha sido difícil. Lo más difícil es esto: Françoise está embarazada. Necesitan que usted crea que el hijo es suyo, para así tenerlo a su disposición.

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