La plaza estaba completamente desierta. Sólo un perro color café con leche se calentaba al sol.
Lentamente sonaron las doce del mediodía. A continuación salieron los obreros de la imprenta y montando en sus motocicletas se precipitaron hacia el bosque.
—¿Cómo va vestido?
—De negro. Es difícil precisarlo, a causa del estado en que...
La señora Maigret estaba muy afectada. No obstante, preguntó:
—¿Quieres que vuelva allá?
Se quedó solo. Vio llegar al dueño del Hotel, que le gritó desde la acera:
—¿Está usted enterado? ¡Y pensar que ahora tengo que venir a servir la comida!
Y luego el silencio, el cielo claro, la plaza amarillenta de sol, las casas vacías.
Sólo un poco más tarde se oyó jaleo en una calle próxima: el cadáver era conducido al Hospital, y todo el mundo lo escoltaba.
Después el Hotel se llenó. La plaza recobró su habitual animación.
Sonaron unos golpes en la puerta y entró Leduc, esbozando una sonrisa.
—¿Se puede?
Se sentó cerca de la cama y encendió su pipa.
—En fin... –suspiró.
Se quedó asombrado cuando Maigret se volvió hacia él para preguntarle con una sonrisa:
—¿Qué, ya estás contento?
—Pero...
—¡Todos están contentos, todos! ¡El doctor! ¡El procurador! ¡El comisario! ¡Están encantados de la mala pasada que le han jugado al travieso policía de París! ¡Porque el policía se ha equivocado con todas las de la ley! ¡Él, que se creía tan inteligente, y que se lo tomó tan en serio que algunos hasta llegaron a tener miedo!
—Tienes que reconocer que...
—¿Que me he equivocado?
—¡En fin, han encontrado al hombre! Y la descripción corresponde a la que tú hiciste del desconocido del tren. Yo lo vi. Un hombre de mediana edad, más bien mal vestido, aunque con ciertos detalles. Recibió una bala en la sien, casi a quemarropa, por lo que se puede deducir del estado en que...
—Sigue.
—El señor Duhourceau está de acuerdo con la Policía en que debió suicidarse hace unos ocho días, quizá inmediatamente después de haberte atacado.
—¿Encontraron el arma cerca de él?
—No exactamente. Encontraron un revólver en el bolsillo de su abrigo, y de él falta una bala.
—¡La mía, naturalmente!
—Eso es lo que van a intentar establecer. Si se averigua que se suicidó, el asunto se simplifica. Al sentirse perseguido debió de...
—¿Y si no se suicidó?
—Hay muchas hipótesis. Un campesino pudo haber tirado al ser atacado por la noche. Y luego haber tenido miedo de las complicaciones, cosa corriente en el campo.
—¿Y el atentado contra la cuñada del doctor?
—También se ha hablado de eso. Probablemente un bromista simuló la agresión y...
—¡Dicho de otro modo, se tiene ganas de acabar! –suspiró Maigret exhalando una bocanada de humo que se extendió en forma de aureola.
—¡Eso no es del todo cierto! Pero es evidente que sería inútil darle más vueltas a las cosas, y que de momento...
Maigret sonrió ante la confusión de su compañero.
—¡Pero queda todavía el billete de tren! –exclamó–. Será necesario explicar cómo ese billete pasó del bolsillo del desconocido al pasillo del Hotel de Inglaterra.
Leduc contemplaba obstinadamente la alfombra carmesí, y por fin se decidió a decir:
—¿Quieres que te dé un buen consejo?
—¡El de no meterme en este asunto! ¡El de reponerme lo antes posible y dejar Bergerac!
—¡Para venir a pasar unos días a La Ribaudière, como habíamos convenido! He hablado con el doctor, que me ha dicho que tomando algunas precauciones ya podrías ser transportado.
—Y el procurador, ¿qué es lo que ha dicho?
—No comprendo.
—También él ha debido intervenir. ¿Acaso no te ha recordado que yo no tengo ningún título, sólo el de víctima, para ocuparme de este asunto?
¡Pobre Leduc! ¡Él quería ser amable! ¡Él quería contentar a todo el mundo! ¡Pero Maigret era despiadado!
—Hay que reconocer que administrativamente...
Y entonces estalló, haciendo acopio de valor:
—¡Escucha, viejo, a mí me gusta ser franco! Y lo cierto es que, sobre todo después de tu comedia de esta mañana, tienes mala prensa en el país. El procurador cena cada jueves con el prefecto, y éste me ha dicho hace un momento que le hablaría de ti, a fin de que recibas órdenes de París. Lo que más te ha perjudicado es esa distribución de billetes de cien francos. Se dice que...
—Que empujo a la hez de la población a que vacíe su bolsa.
—¿Cómo lo sabes?
—Que presto atención a las peores insinuaciones, y, en suma, que excito los bajos instintos. ¡Uf!
Leduc se calló. No tenía nada que contestar. En el fondo, aquélla era también su opinión. Algunos minutos más tarde se arriesgó tímidamente:
—¡Si por lo menos tuvieses una pista! En ese caso te aseguro que cambiaría de opinión, y que...
—¡No tengo ninguna pista! O, mejor dicho, tengo cuatro o cinco. Esta mañana esperaba que por lo menos dos de ellas me llevarían a algún sitio. ¡Pero me fallaron las dos!
—¿Lo ves? ¡Y además has tenido un fallo muy grave, que te ha creado un enemigo feroz! ¡Esa idea de telefonear a la mujer del doctor! ¡Sabiendo que está tan celoso que poca gente puede presumir de haberla visto! ¡Si casi no la deja salir de casa!
—¡Y, no obstante, es el amante de Françoise! ¿Por qué iba a estar celoso de una, y no de la otra?
—Eso no es cosa mía. Françoise va y viene. En cuanto a la mujer legítima... En pocas palabras, oí cómo el doctor le decía al procurador que lo que habías hecho era una impertinencia, y que tenía muchas ganas de darte una lección.
—¡Eso promete!
—¿Qué quieres decir?
—¡Que es él el que me cura la herida tres veces al día!
Y Maigret soltó una carcajada, demasiado larga y sonora para ser sincera.
Rió como alguien que se ha metido en una situación ridícula y que se obstina en seguir en ella porque no sabe cómo salir.
—¿No bajas a comer? Creí que me habías dicho que hoy había buena comida.
¡Y siguió riendo! ¡Iba a jugar una partida apasionante! Tenía que investigar por todas partes, en el bosque, en el Hospital, en la granja del Molino Nuevo, en casa del doctor, en la del procurador, y en toda una ciudad que ni siquiera había visto.
¡Pero se hallaba atado a la cama, a una ventana, y sentía deseos de gritar cada vez que hacía un gesto un poco brusco! ¡Tenían que prepararle las pipas porque no podía utilizar el brazo izquierdo, y su mujer lo aprovechaba para tenerlo a régimen!
—¿Aceptas venir a mi casa?
—Cuando todo esto acabe. Te lo prometo.
—¡Pero si ya no hay loco!
—¿Quién sabe? ¡Vete a comer! Y si te preguntan cuáles son mis intenciones, contesta que no lo sabes. ¡Y ahora, al trabajo!
¡Y dijo aquello como si le aguardase una tarea materialmente impresionante, como la de amasar la pasta del pan o remover toneladas de tierra!
En efecto, tenía muchas cosas por remover: un amasijo confuso, inescrutable.
Pero era en el campo inmaterial: rostros más o menos vagos volvían a su retina. El rostro gruñón y altanero del procurador, el rostro inquieto del doctor, la triste figura arrugada de su mujer, que había sido asistida en el Hospital de Argel –¿asistida de qué?–, la silueta nerviosa y demasiado decidida de Françoise... y Rosalía, que soñaba todas las noches, con gran desesperación de su novio. De hecho, ¿es que se acostaban ya juntos?... Y aquella insinuación acerca del procurador. ¡Y aquel hombre, que había saltado del tren en marcha para tirar sobre Maigret y morir! ¡Y el dueño del Hotel, que había tenido ya tres mujeres, pero que tenía un temperamento como para matar a otras veinte!
¿Por qué Françoise había...?
¿Por qué el doctor había...?
¿Por qué aquel pesado de Leduc...?
¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué?
¿Y querían deshacerse de Maigret enviándolo a La Ribaudière?
Rió por última vez, con risa de hombre grueso. Y cuando su mujer regresó, un cuarto de hora más tarde, lo encontró beatíficamente dormido.
Maigret tuvo una pesadilla angustiosa. Estaba a la orilla del mar. Hacía mucho calor, y la arena, que la marea baja acababa de descubrir, era del color del trigo maduro. Había más arena que agua. El mar estaba en algún sitio, muy lejos, pero, hasta el horizonte, sólo se veían pequeños charcos de agua estancada.
¿Acaso Maigret era una foca? ¡No exactamente! ¡Pero tampoco era una ballena! Era un animal muy gordo, redondo, de un negro charolado.
Estaba solo en aquella inmensidad tórrida. Y se daba cuenta de que, costase lo que costase, tenía que salir de allí, marchar hacia el mar, donde por fin sería libre.
Lo malo era que no podía moverse. Tenía una especie de aletas, como las focas, pero no sabía servirse de ellas. Se sentía torpe. Cuando se levantaba no tardaba en volver a caer pesadamente sobre la arena.
¡Pero necesitaba llegar hasta el mar! ¡De lo contrario se hundiría en aquella arena que amenazaba devorarlo a cada minuto!
¿Por qué se sentía tan torpe? ¿Acaso había sido herido por un cazador? No podía acordarse. Y seguía dando vueltas sobre sí mismo. Era un gran bulto negro, sudoroso, digno de compasión.
Cuando abrió los ojos vio el rectángulo soleado de la ventana, y a su mujer que, sentada ante la mesa, tomaba el desayuno contemplándolo.
En cuanto sus miradas se cruzaron, él comprendió que le pasaba algo. En aquella mirada que conocía tan bien, demasiado grave, demasiado maternal, había un punto de inquietud.
—¿Te encuentras mal?
Entonces se dio cuenta de que le dolía la cabeza.
—¿Por qué me lo preguntas?
—¡Has estado agitándote toda la noche! ¡Y en varias ocasiones has gemido! Y tienes muy mala cara. Debes haber tenido pesadillas.
¡Fue entonces cuando se acordó de la foca, asaltándole un sordo malestar, al mismo tiempo que unas ganas locas de reír! Todo se encadenaba. La señora Maigret, sentada al borde de la cama, le dijo dulcemente, como si temiese irritarlo:
—Creo que tendremos que tomar una decisión.
—¿Una decisión?
—Ayer por la noche hablé con Leduc. Es evidente que estarías mucho mejor en su casa, para acabar de restablecerte y...
¡No se atrevía a mirarlo a la cara! Él se dio cuenta y murmuró:
—¿Tú también?
—¿Qué quieres decir?
—Crees que me equivoco, ¿verdad? Estás persuadida de que no tendré éxito y de que...
—¡Cálmate! El doctor va a venir y...
Era la hora, en efecto. Maigret no había vuelto a verlo desde las escenas de la víspera, y la idea de aquella entrevista le hizo olvidarse, por un instante, de sus preocupaciones.
—Déjame solo con él.
—¿Y nos iremos a casa de Leduc?
—No nos iremos. El doctor está aparcando el coche. Déjame solo.
De ordinario el doctor Rivaud subía los escalones de tres en tres, pero aquella mañana hizo una entrada más digna, le dirigió un saludo a la señora Maigret, que salía, y dejó su botiquín sobre la mesita de noche sin decir una palabra.
La visita de la mañana se desarrollaba siempre del mismo modo. Maigret se metía el termómetro en la boca mientras el cirujano le curaba la herida. Y en estas circunstancias tuvo lugar la conversación:
—Que quede bien claro –empezó el doctor– que cumpliré hasta el fin mi obligación para con el herido que es usted. Pero le pido que recuerde que, desde ahora, nuestras relaciones no pasarán de ahí. Y recuerde también que, puesto que no tiene ningún derecho a ello, le prohíbo que inquiete a los miembros de mi familia.
Aquello parecía una frase preparada. Maigret no hizo el menor comentario. Tenía la espalda desnuda. Le quitaron el termómetro de entre los labios y oyó murmurar:
—¡Todavía 38 grados!
Era mucho, lo sabía. El doctor, con el ceño fruncido y evitando mirarlo, prosiguió:
—Sin su actitud de ayer le aconsejaría, como médico, que lo mejor sería que fuese a pasar su convalecencia a un lugar tranquilo. Pero este consejo podría ser interpretado erróneamente y... ¿Acaso le hago daño?
Pues mientras hablaba le curaba la herida, en la que subsistían puntos de infección.
—No. Continúe.
Pero el doctor Rivaud ya no tenía nada que decir. El final de la visita se desarrolló en silencio. En el momento de salir, el cirujano miró de nuevo a Maigret, abiertamente.
¿Era aquélla una mirada de médico? ¿O era la mirada del cuñado de Françoise, del marido de la extraña señora Rivaud?
En todo caso, era una mirada en la que había inquietud. Antes de salir estuvo a punto de hablar. Prefirió callarse, y sólo en el rellano habló en voz baja con la señora Maigret.
Lo más grave era que el comisario, ahora recordaba todos los detalles de su pesadilla. Y notaba otros avisos. Hacía unos minutos, a pesar de que no había dicho nada, la cura había resultado mucho más dolorosa que la víspera, lo cual era mala señal. ¡Mala señal también aquella fiebre persistente!
Hasta el punto de que, después de haber tomado su pipa, volvió a dejarla sobre la mesita de noche.
Su mujer entró dejando escapar un suspiro. ¿Qué es lo que te ha dicho?
—¡No ha querido decirme nada! He sido yo la que le ha preguntado. Al parecer te ha aconsejado completo reposo.
—¿Cómo va la encuesta oficial?
La señora Maigret se sentó, resignada. Pero todo indicaba claramente que desaprobaba a su marido, que no compartía su tozudez, su confianza.
—¿La autopsia?
—El hombre debió morir después de haberte atacado, poco más o menos.
—¿Siguen sin encontrar el arma?
—¡Sí! La foto del cadáver ha aparecido esta mañana en todos los periódicos, pero al parecer nadie lo conoce. Incluso los diarios de París la publican.
—Enséñamela.
Y Maigret tomó el diario con cierta emoción. Al mirar la fotografía tuvo la impresión de que él era, en realidad, el único que conocía al muerto.
No lo había visto, pero habían vivido juntos, durante una noche. Recordaba el sueño agitado de su compañero de litera, sus suspiros, sus sollozos repentinos. También las dos piernas colgando, los zapatos de charol, los calcetines tejidos a mano.
La fotografía era horrible, como todas las fotografías de cadáveres a los que se intenta devolver las apariencias de la vida para facilitar la identificación. Un rostro confuso. Unos ojos vidriosos. Y Maigret no se sintió asombrado al ver las mejillas cubiertas por una barba gris.