El tiempo escondido (53 page)

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Authors: Joaquín M. Barrero

Tags: #Intriga, Policíaco, Histórico,

BOOK: El tiempo escondido
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—¿César? —barbotó el gigante—. ¿Ese rojo desagradecido que abandonó a quien le daba de comer por irse con el puño en alto? ¡Que se joda! Para mí es como si hubiera muerto. ¡Que revienten él y los otros!

—Ese rojo no es desagradecido. Trabaja para vosotros como un esclavo, sin sueldo, sólo por la comida y algo de ropa, ¿crees que no sé cómo tratáis a los criados? Pero, además, es fiel a tu hijo, al que parece querer mucho. El que esté en la guerra del lado del gobierno legal no debería hacerte olvidar lo mucho que ha hecho por vosotros.

—¿Hacer? Se le contrató para trabajar y eso es lo que hace. Y ya puede querer a José. Nadie, salvo él, hubiera contratado a un ser tan deforme.

—No era tan deforme cuando pagaste a su padre para cambiarlo por tu hijo y evitar que José fuera a la guerra de los moros.

—Bueno, ¿y qué? Todo el que podía lo hacía. No era un delito. Eso es una cosa y otra meterlo en casa.

Rosa miró a María. Sacó un pañuelo y le secó las silenciosas lágrimas. La abrazó fuerte un momento. Luego abrió la puerta y salió. Cerró tras de sí con tiempo de oír el vozarrón del hombre.

—¡Deja de gimotear y ponte a hacer cosas! Te quedas atontada cada vez que viene esa advenediza.

7, 8, 9 y 10 de abril de 1998

El hotel está a la entrada de Llanes, a la izquierda desde la carretera de Oviedo a Santander, a unos cuatro kilómetros de la población. Es de reciente construcción y desde las terrazas de las habitaciones se ven los cercanos montes del Cuera.

La joven de recepción tenía grandes ojos en su agraciado rostro. Al darle el carnet para los datos, surgió el inevitable comentario.

—¡Corazón! Qué nombre tan original.

Me preguntó si llegaba como turista, porque podría aconsejarme lugares de interés. Le dije que buscaba a antiguos familiares llegados de Argentina. Quizás ella podría darme alguna pista.

—Hay argentinos por todas partes —dijo, sin rendir su sonrisa.

—La matriarca es prima lejana y me dijeron que se hace llamar Rosa Muniellos.

Me pareció que su sonrisa se enfriaba. Dijo no conocerla.

—¿Cuánto tiempo estará con nosotros, señor Corazón?

—Unos días, hasta terminar mis averiguaciones. ¿Tu nombre?

—Rosa.

Subí a la habitación y dejé el equipaje. Eran las nueve de la mañana y el
urbayu
se había instalado en el paisaje. Miré las montañas. Una cortina de niebla impedía su completa visión. Tiempo después, tras redactar notas y mirar el mapa del concejo, salí. Cuando bajaba las escaleras hacia recepción, miré al mostrador. Por detrás de Rosa se cerraba una puerta y, entre varias personas, vislumbré el rostro en escorzo de una mujer joven. Me detuve en seco. Ella ladeó la cabeza levemente, justo antes de que la puerta se cerrara, y quedé enganchado en unos ojos que creía conocer, aunque en espíritu y en otro rostro. Quedé hipnotizado durante unos instantes intemporales. No podía ser. Su hechizo quedó flotando como el humo del tabaco en el vagón restaurante de un tren. Me acerqué.

—¿Quién es esa mujer?

—¿Qué mujer? —La sonrisa seguía en la boca de la recepcionista.

—La que ha entrado en ese despacho.

—Ah, es la directora.

—Quiero verla.

—Lo siento. Está en una reunión importante. Le dejaré una nota.

—Ni modo. Quiero verla ahora.

—Ahora no es posible —dijo la chica con gesto de confusión.

Puse las manos sobre el mostrador y salté sobre él limpiamente.

—¡Señor! —exclamó, mientras yo llegaba a la puerta y asía el pomo. Estaba cerrada con llave. Di la vuelta al mostrador y la encaré.

—Haz la buena acción de hoy. Dile a tu jefa que necesito hablar con ella.

—¿De qué?

—Es sólo para sus oídos. Díselo.

—No puedo interrumpirla —intentaba recuperar su sonrisa perdida.

La miré fijamente.

—¿Tendrá para mucho?

—No lo sé. Supongo que sí.

—Esperaré.

Tomé un periódico y me senté en un sillón, vigilando la puerta. Dos horas después la puerta seguía sin abrirse. Algo no marchaba. Me acerqué a Rosa y la miré sin decir nada.

—Iba a avisarle. Me temo que la directora tendrá que atenderle en otro momento. Tuvo que salir con prisas.

Debí de poner la misma cara que la del marido que sorprende en la cama a su mujer… con otra mujer.

—El despacho tiene dos puertas —adiviné.

—Sí —dijo ella, abriendo la visible. Dentro no había nadie.

—Tocado. Eres una secretaria muy eficiente.

—Intento hacer mi trabajo.

—Voy al pueblo. Déjale el recado.

—Pierda cuidado. Si viene le daré aviso —noté su alivio.

El BMW 320 me llevó a Llanes. A la izquierda, vi mansiones nuevas y antiguas, restauradas, con el estilo característico de las construcciones de indianos, todas vigiladas por las inevitables parejas de palmeras. Unas con pequeños jardines y otras con amplias zonas de plantas y árboles. Seguí hasta el casco urbano, conduciendo lentamente y apreciando que la mayoría de las casas, de estilo modernista y bien construidas, estaban limpias y restauradas. Giré varias veces para apreciar el pulso de la población. A pesar de que la época del año no parecía propicia, observé que había bastantes turistas extranjeros. Finalmente, dejé el coche estacionado en un hueco que encontré en la parte derecha de la bocana donde el río Carrocedo se une con el mar, junto a la Lonja de pescado. Fui a una cafetería bien decorada, con mesas en la acera y un nombre evocador: Xana. Había una camarera joven y morena, con dientes blancos retadores que se le escapaban de unos labios negros. Ecuatoriana o colombiana.

—Una tónica y unas preguntas. ¿Qué hay por allá? —Señalé hacia donde el río pierde su forma.

—Restaurantes, chiringuitos, playas.

—¿Viviendas?

—Algunas de los dueños de los comederos. Y varios chales nuevos frente al mar.

De vuelta al hotel torcí a la derecha por la zona de mansiones. Recorrí las calles espaciosas sombreadas de árboles con casonas desperdigadas y me fijé bien en ellas. Mi olfato me decía que Rosa viviría en una de esas mansiones. A Gracia Guillen se le había escapado decir que Rosa profesaba gran admiración por estos palacios de indianos. De hecho, el edificio para invitados y turistas en la estancia argentina era arquetipo de esas construcciones y creí recordar que ella había indicado cómo tenía que ser. Así que mi búsqueda paciente, a falta de datos, debía comenzar por estos palacios. Hubiera podido iniciar el rastreo por el occidente, la parte de Asturias donde Rosa nació. Pero desde Castropol a Salinas toda la costa era tan lejana y diferente a Cangas del Narcea como la zona oriental. Por eso decidí, una semana antes, probar desde Ribadedeva, el extremo más oriental de la costa asturiana ya que Colombres, la capital del concejo, alberga desde hace años el Archivo de Indianos, concretamente en la Quinta Guadalupe, una finca con gran jardín vigilada por variedad de árboles de imponente presencia. El edificio es hermoso y el color azul de las fachadas, cuando no hay nubes, se diluye en un cielo del mismo tono. Para mi sorpresa, no tenían un censo de todos los palacios de indianos del Principado. Así que empecé la búsqueda visitando cuantas casonas pudiera encontrar desde esa población siguiendo el litoral hasta el oeste, aunque me llevara meses. No encontré en Colombres indicios de la familia buscada ni tampoco en Borbolla ni en Purón. Ahora estaba en la segunda concentración de palacetes.

Dejé el coche frente a una reja y llamé al timbre. Rosita decía el rótulo. Tuve que repetir la llamada un par de veces antes de que la puerta de la casa, a unos cincuenta metros de la verja, se abriera. Una mujer de buen porte, sobre los cincuenta, se acercó y se paró al otro lado del hierro. Le hice la pregunta. Negó. No conocía a nadie con ese nombre y con esos datos. Fui a las otras mansiones. Nadie conocía a esa familia. Miré la hora. Las dos. Decidí dar por terminada la indagación. Volví al hotel y me dirigí a recepción. No estaba Rosa. En su lugar un hombre joven y delgado de aspecto relamido, impecable en un traje gris, me dijo que la chica tenía turno de mañana. Al fondo, en la otra esquina del mostrador, un hombre grueso de estatura media con aspecto de cajero tecleaba en un ordenador. Pregunté por la directora. No estaba.

—¿Cómo se llama?

—Quién.

—La directora.

—Ah, Rosa —dijo, algo zumbón.

—Rosa qué.

—Rosa Arias. —¡Arias! La luz rompiendo las sombras.

—Rosa Arias qué.

—No lo sé —contestó, mirándome con demasiada suficiencia.

—Almorzaré en el restaurante. Por favor, si viene dile que deseo hablar con ella.

—Dígame su habitación. —Se la di. Me miró—. Señor… ¿Corazón?

—Sí.

—Pensé que estaba mal escrito. La primera vez que oigo ese nombre. —Se echó a reír sin recato—. Le dejaré una nota.

Pero no vino en el resto del día. Por la tarde volví a las averiguaciones. Acudí a todos los palacetes y casas con apariencia similar, sin olvidar los chalés de lujo frente al mar. Ninguna pista. Podría ir al Ayuntamiento para ver los empadronamientos, pero no quería dar sensación oficial al caso. Actuaría con mi sistema deductivo y pacienzudo, salvo en las actuaciones de dominio público. Además, existía la posibilidad de que la familia hubiera cambiado de identidad.

A la mañana siguiente encontré a Rosa en su sitio. Era relajante contemplar su sonrisa.

—¿Qué tal día tuvo ayer, señor Corazón?

—Bien, ¿y tú?

—Oh, como siempre. Nada de particular.

—¿Algún problema con la directora?

—¿Por qué lo pregunta?

—Desapareció. ¿La raptaron quizá?

—¡Oh, no, señor! —Su sonrisa no variaba, como si fuera una fotografía grabada—. ¿Por qué tanto interés?

—Estoy enamorado de ella.

Lanzó una pequeña carcajada, que no secundé.

—Vendrá y podrán hablar. No se preocupe.

—No estará ahí dentro, ¿verdad?

Ella fue a la puerta y la abrió. El despacho estaba vacío.

—¿Satisfecho?

Preferí desayunar en el pueblo. El encapotado cielo se iba abriendo con renuencia. Dejé el coche donde el día anterior y entré en la misma cafetería. Me atendió la chica de los dientes formidables. Pedí el zumo y la leche cafeada.

—¿Está tu jefe?

—Jefa. ¿Quién pregunta?

—¿No me recuerdas de ayer?

—Sí, pero he de dar un nombre.

—Dile que un forastero preguntón.

Mostró al completo su dentadura y concluí que debería dedicarse a hacer anuncios de dentífricos. Estaba mojando un churro en la leche amarronada cuando vi acercarse a una mujer de agradable aspecto con una sonrisa puesta, más o menos de mi edad. Le di la mano y me presenté.

—¿Llevas mucho en el pueblo?

—Unos tres años.

—Necesito encontrar a una familia. Un asunto de herencia.

—¿Buena o mala, esa herencia? —Me miró irónicamente. Tenía la boca bonita y una sonrisa estimulante.

—A decir verdad, no lo sé. Sólo soy el buscador.

—Veamos.

Tras escuchar mis datos y mantener unos segundos de concentración, negó. Luego dijo:

—¿Por qué no preguntas en la joyería? Ya sabes que las mujeres tenemos pasión por esas cosas.

La joyería se llamaba Monje. Me pareció un comercio grande para el pueblo, con dos escaparates, uno haciendo esquina a dos calles. Debía de existir una prosperidad que justificara el nivel de esa tienda. El dueño, bajito y grueso, con risa de profesional del ramo. Eran las 9.40 y acababa de abrir. Le expuse el motivo de mi visita. Negó con la cabeza.

—Pienso que debe de vivir en uno de estos palacios. Pero los he visitado todos y nadie los conoce.

—¿Todos? —se extrañó el hombre.

—Sí, los que hay a la salida, a la derecha, antes de tomar la carretera nacional.

—¡Ah!, pero hay más.

Acentué la mirada sobre él.

—Ésta es zona de playas. Y hay muchas casonas antiguas y modernas junto a ellas. Pruebe en la playa de Barros, en Porrúa o en Parres, incluso en Posada. En todos esos sitios hay hermosos palacios.

Conduje en la dirección indicada por una serpenteante carretera y empecé a ver los palacetes. Eran del mismo estilo que los otros, pero más grandes y con profusa masa forestal. Había también modernos chalés. Conté hasta veinte mientras movía el coche a velocidad lenta, hechizado por el paisaje circundante. Me subyugó ver cómo el sol se filtraba por entre las copas de los árboles y se inventaba charcos de luz.

En la primera de las mansiones me dijeron que con esas simples señas no sería fácil encontrar a quien buscaba. En casi todas había señoras de esa edad y familias de esa índole. «Y no es como antes, que la gente se conocía y hablaba; ahora la gente se guarda y casi nadie conoce a nadie». Visité seis más, algunas no habitadas. Resultado nulo. En la séptima, una mujer madura me atendió a través de la verja.

—¿Una familia argentina? Hay varias de aquí a Ribadesella. Cerca de Porrúa hay gente de allá. Son varios hermanos con los niños. Hay una señora a la que se ve poco, a pesar de que llevan varios años residiendo. Tienen un palacio magnífico. No sé si serán los que usted busca.

Siguiendo sus indicaciones avancé por una estrecha pista curva y asfaltada. Subí una corta pendiente y giré la vista. Un tejado sobresalía apenas de unos espesos ramajes, algo alejado. La forma me pareció familiar. Estacioné el coche en una pequeña zona despejada y descendí hacia la espesura. El tejado se escondió. Avancé por entre los árboles pisando húmedos vegetales. Unos doscientos metros más allá, salí a un claro. Allí estaba. Una casa muy parecida a la dedicada a los turistas en la estancia de los Guillen en Argentina. La diferencia estaba en el paisaje, aquí húmedo y boscoso. La finca está rodeada por una verja sobre basamento de piedra. Dentro, zonas amplias de césped que rodean la casa, con tandas de árboles repartidas formando pequeños bosques, algunos, verja por medio, enmarañando sus hojas con las del bosque libre que por algunos lados acecha la propiedad. Paciendo parsimoniosamente y en plena libertad divisé una pareja de asnos y un pollino adolescente.

Protegiéndome por la umbría cortina vegetal, me desplacé hacia la puerta del cercado. Vi un coche doblar la casa y rodar por el camino interior de gravilla. Forcé el paso. La cancela se abrió eléctricamente. Era un Ford Mondeo azul. Miré a través de los helechos y moreras. El coche pasó por delante. Un rayo furtivo de sol se filtró e iluminó brevemente el asiento trasero. El rayo ascendió y se enganchó fugazmente en unos ojos azules. Un destello. Quedé paralizado. Era ella, la Rosa de la fotografía. Salí al camino cuando ya el coche mostraba su trasera antes de desaparecer en una curva.

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