Los dos hermanos se miraron sin decir nada.
—Vamos por partes —seguí—. Primero el dinero. Cuando Gracia se confesó a Rosa, su madre debió de quedarse boquiabierta. Como yo, sospechó siempre que el hombre misterioso había sido su primo o Pedrín. Ambos eran hombres hábiles y de recursos para poder reunir tal cantidad, por lo que el disfrute de la fortuna recibida no le sería ingrato. Si acaso, estaría el remordimiento derivado de la imposibilidad de compartirla con ellos por la barrera del juramento. Pero cuando César fue revelado, la cosa cambió. Rosa le llamó al asilo. Él dijo haber sido premiado por la lotería. Ella pensaría, como yo ahora, lo inverosímil de que un criado tan humilde como él pudiese reunir suficiente dinero para comprar boletos que permitieran tan sabroso premio. Por tanto, no se lo creería. Era una
Xana
pero estaba en este mundo.
—Siga.
—La lógica le haría creer que César habría tenido la complicidad de sus amigos. Así que cuando los hizo ir a los tres a Argentina no sólo fue para darles cuido, sino también para que hablaran claro.
—No va mal.
—Hasta aquí llego. No sé si los Pedrín y Manín eran sabedores del protagonismo de César y me agradaría conocer el posicionamiento de Rosa respecto a las respuestas obtenidas.
—Es usted un tipo de cuidado. Me alegro de que abandonara. Si no, nos hubiéramos producido dificultades mutuas. —Sorbió de su café y continuó con voz que pretendía ser desganada—: Cuando se reunió con los tres, mi hermano y yo fuimos testigos. Los largos se quedaron de piedra. Ni por asomo tenían sospechas de César. Como todos, imaginaban que era incapaz de raciocinio unilateral. Lo miramos con la distante expresión que dan las sorpresas incomprensibles y él cayó en un amedrentamiento doloroso. Parecía un chucho vapuleado por su dueño. Ella lo abrazó y lo calmó con besos poniendo fin a la situación. Más tarde volvimos a reunimos, sin él. Rosa reiteró su deseo de saber el origen del dinero y, dada la sinceridad que expresaban sus amigos al insistir en la ignorancia de los hechos, les pidió aportaran alguna idea. Ellos no soltaron prenda. Y mamá y nosotros permanecimos en la ignorancia. «¿Por qué quieres saber de dónde salió?», dijo Manín, afierando el semblante. «Déjalo estar. ¿No has vivido feliz gracias a él?» «Sería infeliz si hubiera gozado de un dinero proveniente de algo delictivo. Y malo debió de haber sido para haberme atado a un juramento tan estricto», respondió ella. Acosada por las dudas, cuando nos mandó a mi hermano y a mí a Asturias en busca de un hotel digno para sus amigos nos encomendó un segundo trabajo: averiguaciones en el concejo de Cangas sobre sucesos extraños acaecidos en los primeros años cuarenta. Lo hicimos, discretamente en varios pueblos, sin visitar Prados. Y supimos lo de las desapariciones y todo lo que la Guardia Civil realizó con posterioridad porque todavía en el 69 vivía gente que oyó de esos hechos nunca publicados por la prensa. Pero ¿por qué de esas ausencias misteriosas? Manín nos contó entonces la historia del prado, de los viejos odios, de la guerrilla, de los tiempos de silencio. Y coincidimos en que el dinero de César sólo podía haber salido de esos hombres nunca aparecidos. Lo cogimos por banda, lo acoquinamos y lo confesó todo. La noticia de que los había matado y enterrado en la iglesia nos espantó. Tardamos en reaccionar y asumir los hechos.
—¿Mostró arrepentimiento?
—Era un ser primario, inmune a emociones. No actuaba por odio, interés o venganza, impulsos racionales ausentes en su persona. Sólo tenía un rasgo de luz identificable: su fidelidad a sus amigos. Por ellos lo hizo, adivinando la incapacidad que tenían para esa acción y sabiendo que no serían felices si los culpables quedaban sin castigo y la
Xana
no era compensada. Como un trabajo más, sin agobio de culpa, como el león que mata a la gacela. ¿Por qué no se lo confesó a sus amigos? Dijo que temía no le hubieran comprendido. Mantuvo el silencio y se olvidó de ello.
—Sin embargo, la misión que se auto impuso fue de impecable factura. Contradice la falta de raciocinio que usted expresa.
—Instinto de cazador —dijo, forcejeando con la mirada—. Un chispazo intelectual. Una excepción en su primitivismo. ¿Es momento de psicoanálisis?
—¿Se lo participaron a Gracia?
—No. Los Guillen nunca supieron nada de las muertes hasta que usted lo vomitó allá. Y luego tuvieron el acierto de no remover el polvo. —Terminó su café—. Sabíamos que debíamos mantener el secreto ante Rosa. No hubiera soportado el haber vivido en la abundancia económica basada en asesinatos, y más si uno de los matados era su hermano. Pero algo deberíamos decirle para que cesara en su insistencia. ¿Qué podía ser? Gracia nunca habló a su hijo Luis sobre la aventura del dinero. Pero Rosa sí nos lo confesó a sus hijos, hace años, sin saber quién lo donó. Hurgamos en nuestra memoria e imaginación para encontrar razones convincentes que no hicieran odioso el disfrute del dinero y, al mismo tiempo, que tuvieran el soporte suficiente para justificar tan rígido juramento. Y nos llegó la luz. Inventamos que César había encontrado el dinero escondido en el sótano de la iglesia. ¿Quién lo puso allí? Por ser el más seguro templo del contorno, alguien del mando local de la
brigadilla
antiguerrillera para pagos a chivatos y delatores. Dijimos que César decidió darle el destino que sabemos en vez de entregarlo a aquellas autoridades tan poco recomendables. Al no ser encontrado el dinero, hubo la natural conmoción en aquellas fuerzas represivas. Sometieron a interrogatorio y vigilancia durante años al pueblo y a los de los alrededores, atentos al cambio de posición de cada vecino. La promesa de silencio y prohibición que César pidiera a Gracia quedaba así comprendida. Eso es lo que finalmente contamos a Rosa.
—¿Se lo creyó?
—¿Por qué no? Era totalmente verosímil porque esas cosas ocurrieron en Asturias y Cantabria en aquel período. Aplicamos a nuestro problema una verdad que existía. Lo que la Guardia Civil hizo para averiguar las desapariciones y los dudosos robos es lo que habrían hecho si lo que inventamos hubiera acontecido. Y, además de tener sentido, tenía otra cosa, algo que vibró en lo más profundo de la herencia genética recibida por Rosa y que enlazaba con los recuerdos de su amado abuelo: sugería una intervención divina. Fue definitivo. Ella había mandado construir la iglesia en la estancia argentina. Pero a partir de nuestra bola no cesó de colmar a san Belisario, anónimamente a través de una de nuestras empresas, con restauraciones del edificio y del mobiliario, la ornamentación y limpieza… Usted vio la iglesia.
Entendí entonces el mutismo de Rosa Regalado cuando, al visitar Prados, le expresé mi extrañeza ante el anormal cuidado que mostraba el templo. Hubo un consensuado silencio. Empezó a levantarse un ligero viento.
—Los que estábamos en el secreto llegamos a olvidarlo. Hasta que aparecieron esos cuerpos y luego se presentó usted para atosigamos. Ahora, debemos volver a olvidar para seguir en la senda que claudica.
—¿Qué sabe su hija Rosa? —Miré al hermano de Miguel, que puso la incertidumbre de una pausa prolongada.
—Lo que dijeron los periódicos desde que aparecieron los cuerpos. Lo que comentamos por encima y lo que inventamos sobre el dinero. Fue consciente de la incomodidad que su acoso nos producía. Por eso le contactó en nuestro hotel de Llanes, a iniciativa propia. Pero ahí ha de quedar. Rosa no deberá saber nada más. Nunca. El asunto queda zanjado. —Hizo un pulso aguerrido con la mirada y luego definió con voz convincente—: Y respecto a ella, le sugiero que la olvide. Déjenos en paz a todos.
No quise batallar con su advertencia. Contemplé a Miguel. Mantenía un silencio que enmascaraba una honda melancolía. Estaba de perfil a mí y su atezado rostro destacaba del verdor. Intenté reconocer en él al niño que caminaba a la Ciudad Universitaria en busca de remedio para sus dientes agredidos.
—No tuve oportunidad de darles el pésame —dije—. Siento lo de su madre. De verdad. Lo siento.
Miguel se volvió y miré en sus ojos sufrientes océanos como los que él veía en el mirar de su madre, pero éstos suyos, sus propios océanos de imágenes detenidas pugnando por salir. Vi, brotando desde el tiempo escondido, al niño de rizos dorados cogido de la mano de aquella mujer de cabello de plata en un paisaje inacabable de flores silvestres mientras a su alrededor miles de molinillos danzaban haciendo guiños en la luz capturada, disociándola en un arco iris infinito. Los sentí reír saturándose de esperanza, llenando el espacio como si estuvieran en un mundo habitado por ellos solos.
Miguel apartó sus ojos, se levantó y sin decir palabra se alejó junto a los otros hacia el coche mientras yo intentaba violentar mis sentimientos para salir de esa plenitud que no me correspondía.
¿O sí?
Los vi marchar en su flamante Mercedes hacia la Reserva Biológica. Entré en el coche y lo paré en el mismo cruce. Medí mis alternativas. A la derecha escalaría el puerto de Rañadoiro, bajaría a Degaña y por la autovía del Noroeste llegaría a Madrid, a mi vida, a mi trabajo, a lo conocido. A la izquierda, a oriente, alcanzaría Cangas, Oviedo y Llanes, donde no tenía nada salvo la esperanza de un destino anhelado. Si giraba hacia la derecha renunciaría a luchar por esa esperanza. Si decidía el camino de la izquierda, a despecho de la advertencia del padre de Rosa, ambas metas podían ser compatibles en un futuro porque el amor y el trabajo, bien administrados, no se estorban y llegan a ser imprescindibles. Pero había un hecho tremendo que frenaba mi decisión. Luis Guillen había dicho: «Usted trajo la muerte». Racionalmente sabía que no era cierto. Creo que las cosas suceden porque suceden, que nada está escrito de antemano. Acepto que los destinos de las personas se ven influidos por otras personas o por sucesos, pero no por cuestiones sobrenaturales. Y, en la mayoría de los casos, esos destinos los escribimos nosotros cada día al elegir, libremente o no, de entre las diversas opciones que nos plantea el vivir. Pero no podía sustraerme a una realidad insobornable: la desaparición súbita de personas desconocidas para mí, vinculadas entre sí, y con las que traté, cabría decir que molesté, en el solo espacio de unos meses.
Semanas atrás había llamado a la señora María. Traslució la alegría que yo esperaba, y más cuando le dije que la llevaría a ver a Agapito Ortiz, a la semana siguiente.
—¿De verdad me llevará usted?
—Se lo prometí. Será un placer ver a dos viejos amigos volver a encontrarse.
—Ha pasado tanto tiempo… —Hubo un largo silencio preñado de ensueños—. ¿Cree que me recordará? Físicamente, quiero decir.
—No me cabe duda. Tiene usted un aspecto donde la juventud dejó huellas, que él reconocerá.
—Esperaré con impaciencia a que usted llegue.
El día fijado para la cita, pulsé el timbre del portal. No hubo contestación. Volví a llamar. Silencio. Lo intenté de nuevo. En ese momento el portal se abrió para dar paso a un hombre que salía. Aproveché para entrar. Caminé por el largo pasillo y toqué el timbre de la casa varias veces. Se abrió una ventana en el otro lado del patio, enfrente. Una mujer de edad asomó la cabeza y sus ojos inquisitorios.
—Perdone, ¿la señora María? ¿Sabe dónde está?
Su mirada se acentuó. Habló con voz aguardentosa, dejando caer lentamente las palabras.
—Murió hace cuatro días. La casa está cerrada.
Tuve la impresión de que algo inaprensible impedía que mis deseos forjaran realidades. Fue tanto el desconcierto que miré a la mujer y seguí mirándola sin verla aun después de que ella hubiera cerrado la ventana. Me volví a la puerta y, con una pena infinita, acaricié la pulida superficie imaginando que tocaba aquel rostro sereno y dulce. Musité una vieja oración rescatada de los pliegues de mi memoria y le pedí perdón por no haber cumplido mi promesa.
Y ahora estaba allí, en la encrucijada, tras haber visto a César huir hacia la nada aunque él imaginaba que volvería con sus amigos a las praderas y a las aventuras que nutrieron sus mundos. ¿Era yo realmente un cenizo, como anatemizó Guillen? Allí parado, mecido por la música eterna del Narcea, tuve miedo por segunda vez en mi vida. ¿Qué camino debía tomar? Debía comprobar si fatalmente había devenido en Némesis ajena por imperativo ignoto, lo que supondría un horror que gravitara sobre mi futuro, o si tantas muertes repentinas habían sido sólo un cúmulo de coincidencias sin connotaciones prodigiosas. Una saga de hermosa amistad había desaparecido. ¿Por mi culpa? Pero el hecho de que César hubiera muerto en mis brazos podría ser una señal de que en mí se depositaba la esperanza de continuar la saga. ¿Quién curaría esa duda?
La radio había dicho que las Azores enviaban Armadas de lluvia. Miré el cielo. Por el oeste aparecían nubes negras enganchándose en los árboles cimeros mientras que por oriente el inmenso lienzo azul permanecía sin mácula.
Puse el motor en marcha e hice girar el coche hacia la izquierda.
Sólo una persona podría calmar la indefensión de mi espíritu.
Y puede que hubieran llegado los colores blancos.
JOAQUÍN M. BARRERO, de familia asturiana, nace en Madrid ya iniciada la Guerra Civil. Analista químico, fue emigrante en Venezuela antes de sentirse captado por el mundo del comercio internacional, lo que le llevó a viajar por gran parte de Europa, América del Norte, África, Oriente Medio y toda Iberoamérica, impregnándose del horizonte cultural que ve en esos periplos. Desde temprana edad ha cultivado todo tipo de lecturas con incidencia en la literatura de viajes, el thriller, la Historia, en especial el estudio de la de España. De su voracidad por el conocimiento representa una prueba su biblioteca, de más de seis mil títulos. El tiempo escondido es su primera novela publicada, para cuya finalización ha necesitado cuatro años.