El traje gris (11 page)

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Authors: Andrea Camilleri

BOOK: El traje gris
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Despertó empapado de sudor.

A las diez en punto de la mañana siguiente estaba sentado en la sala de espera del consultorio de Caruana. Se sentía un poco incómodo a causa del examen al que en cuestión de nada iba a someterlo su amigo médico. ¿Cómo hacían las mujeres para ir al ginecólogo con tanto desparpajo?

—Pero ¡yo estaba primero! —protestó un septuagenario extremadamente delgado.

—El profesor ha ordenado que lo haga así —contestó la enfermera en un tono que no admitía réplica.

Caruana y él se abrazaron.

—¿Sabes que has adelgazado mucho desde la última vez que nos vimos? ¿Te has puesto a régimen?

—No.

—¿Sufres inapetencia?

—Últimamente sí.

—Dame los análisis. Perdona que vaya tan rápido, pero... —Los examinó con detenimiento—. ¿Anoche y esta mañana has tomado el antibiótico?

—Sí.

—¿Te has tomado la temperatura?

—Sí. Treinta y siete con ocho.

—¿Y en los días anteriores?

—No me la tomé porque no notaba nada. Como anoche, por otra parte.

—No notabas nada, pero la tenías. Bájate los pantalones y los calzoncillos y apoya allí las manos.

Fue una situación embarazosa. Y duró más de lo que él había pensado.

—Muy bien, vuelve a vestirte.

Caruana fue a sentarse al escritorio y le indicó que se sentara en una silla que había delante.

—Por lo que respecta a las molestias que sufres desde hace algún tiempo, no es nada grave, una vulgar infección.

—¿Debida a qué?

—No es de origen sexual, tranquilo. —Y esbozó una sonrisita, pero se veía que era falsa—. Sigue con el antibiótico, verás que en una semana se te pasa. Pero...

—¿Pero?

—No me gustan los resultados del PSA. Tienes unos valores muy desequilibrados. Y todavía me gusta menos lo que he percibido en la palpación.

—¿Qué tengo que hacer?

—Te has jubilado, creo.

—Sí.

—Por consiguiente, estás libre de compromisos de despacho.

—La verdad es que me han ofrecido un trabajo que...

—Aplázalo unos días.

—¿Por qué?

—Porque quiero que te vea un amigo mío. Se trata de unos exámenes bastante largos, y tendrás que permanecer ingresado en su clínica al menos un par de días.

—¿Podemos dejarlo para la semana que viene? —Necesitaba un poco de tiempo para hacerse a la idea.

—En mi opinión, es mejor que te los hagas sin pérdida de tiempo.

—De acuerdo.

—Ahora llamo a mi amigo, que seguramente te encontrará sitio en su clínica. Es el profesor De Caro.

—¡¿El oncólogo?!

—Sí.

9

A
sí las cosas, ya no era posible ocultarle la situación a Adele.

Decidió decírselo en la mesa, para que ella no tuviera mucho tiempo de hacer preguntas demasiado detalladas. Pero ¿por qué le costaba tanto contarle lo que le estaba ocurriendo? Quizá las razones eran muchas y no conseguía enfocarlas bien. Desde luego, la principal no era que no quisiese preocuparla; sabía que la preocupación de Adele duraría como máximo media jornada y después sería arrollada por sus compromisos públicos y, sobre todo, personales.

Adele era como uno de esos gorriones que, después de que la tormenta los deja empapados por haber permanecido posados en una rama, se sacuden batiendo las alas y quedan más secos que antes.

No; tal vez la verdadera razón era que no quería mostrarse disminuido, debilitado, a los ojos de Adele.

¿A los ojos de Adele o más bien a los de Daniele?

Desde que había instalado al amante bajo el mismo techo, su mujer había puesto en práctica una estrategia encaminada a excluirlo del centro neurálgico de la casa, constituido por las habitaciones que eran suyas. Pero si ahora él le dijera que ya no gozaba de buena salud, para los amantes podría representar una especie de abandono del territorio. ¿Acaso no ocurre entre los animales? Cuando el líder de la manada es viejo y está enfermo, lo excluyen en favor del macho más joven. Al bajar, descubrió que, ni hecho a propósito, aquel día Daniele no había ido a la universidad y, por consiguiente, comería con ellos. Adele ya había terminado el primer plato.

Él se lo jugó a pares y nones: ¿hablar con su mujer en presencia del muchacho o hacerlo cuando éste no estuviera? Decidió no decírselo en privado. Si era cierto —y lo era— que Adele había armado todo aquel jaleo con Ardizzone para mantenerlo lejos de casa, la noticia que estaba a punto de darle le encantaría, y él no quería perderse el cómplice juego de miradas entre ella y Daniele. Era una representación teatral que le gustaba presenciar pese a la banalidad y previsibilidad del guión.

—Perdona que no te haya esperado —le dijo Adele en cuanto lo vio entrar—. He de darme prisa porque tengo una reunión importante inmediatamente después de comer.

Daniele, en cambio, lo había esperado para empezar.

—¿Tienes cinco minutos? Debo decirte algo.

—¿Y no puedes decírmelo durante la cena? Acabo de explicarte que tengo una reunión.

—Esta noche no estaré.

—¿Cenas fuera? —preguntó, sorprendida por la novedad.

—No. Es que a las cinco ingreso en una clínica.

Daniele levantó los ojos hacia Adele, pero ella miraba a su marido.

—¿Clínica? ¿Qué clínica?

—Como sentía ciertas molestias, he ido a que me examinara Caruana, el urólogo.

—¿Y qué te ha dicho? —No parecía muerta de preocupación.

—Me ha mandado a un especialista.

—¿Caruana no lo es?

—Sí, claro, pero necesita que...

—¿Quiere la opinión de otro médico?

—Aja.

—¿Y quién es?

—No lo conoces.

Adele hizo una pausa antes de inquirir:

—¿Por qué no me habías dicho nada?

—¿Y para qué?

Por el tono, ella percibió el sentido ofensivo de la pregunta, y por sus ojos cruzó un relámpago. Pero él no se sentía con ánimos para afrontar una discusión y consiguió abortarla.

—Creía que no sería nada.

—¿Y no lo es?

—No es eso lo que quiero decir.

—Pero ¿cuánto tiempo debes estar ingresado?

—Cuatro días. Tienen que hacerme exámenes, análisis, chequeos, lo habitual.

—¡Justo los días en que yo no sabré cómo repartir el tiempo!

Él soltó una breve carcajada.

—¿Es que acaso piensas ir a verme? ¡Anda ya!

—Mira... —Ella consultó el reloj levantándose de la mesa—. ¿Quieres que haga algo?

—¿Qué quieres hacer? Giovanni ya lo ha preparado todo. Te llamaré y te tendré al corriente.

—Eso espero —espetó ella mientras se retiraba.

Poco después, Daniele le hizo la pregunta que Ade–le no le había hecho.

—¿Qué clínica, tío?

—La de De Caro.

Vio cómo el joven se sobresaltaba. Era estudiante de medicina y, por consiguiente, conocía la especialidad de De Caro. Él le diría a Adele qué enfermedad podía tener alguien que fuera a aquella clínica.

Ese día, aprovechando que su mujer se había ido precipitadamente, no probó bocado.

—¿Quieres que te acompañe a la clínica tío?

—No, gracias.

Se dirigió al estudio y comunicó a Mario Ardizzone que, antes de una semana y debido a ciertos chequeos ordenados por el médico, no aparecería por el despacho.

—O sea, que no tendrá tiempo para echar un vistazo a los papeles —dijo Ardizzone, sin siquiera preguntarle qué dolencia padecía.

—Al contrario, tendré todo el tiempo que quiera. He conseguido una habitación individual y podré trabajar tranquilamente...

—Se lo ruego: tenga cuidado, no deje las carpetas por ahí. No quisiera que ojos indiscretos...

—Tranquilo. Seguramente dentro de una semana esté en condiciones de decírselo todo acerca de la fusión.

* * *

Desde luego, no podía decirse que la habitación de la clínica fuera pequeña. Tenía una bonita ventana que daba a un parque, había una mesita, un pequeño armario y un televisor, y disponía de cuarto de baño privado. De no haber sido por la decoración, con muebles de plástico y metal cromado típicos de hospital, habría parecido la habitación de un hotel de categoría media. Había dejado las dos carpetas con los papeles de las sociedades financieras encima de la mesita, pero tuvo que retirarlas para que le sirviesen la cena; eran las siete. Se notaba el estómago cerrado, y le entraron náuseas ante la idea de cenar tan temprano. A duras penas consiguió comerse una pera. Cuando retiraron los platos, volvió a poner las dos carpetas en la mesita, las abrió y empezó a estudiar los documentos.

Fue la primera y la última vez que pudo examinarlos durante los días que estuvo ingresado en la clínica.

Porque los maltratos empezaron a las seis de la mañana del día siguiente, cuando entró la enfermera para abrir la ventana.

Estaba despierto desde hacía media hora, pero había preferido quedarse tumbado, pues había despertado muy cansado, como si se hubiera pasado toda la noche caminando cuesta arriba.

—¿Podrían traerme un café?

—¡¿Un café?! ¿El señor quiere un café o el desayuno completo en la cama? —se burló la enfermera—. Pero ¿usted sabe que tienen que hacerle un montón de análisis o no lo sabe?

Y después de los análisis vinieron las radiografías; y después de las radiografías, las resonancias magnéticas; y después de las resonancias magnéticas, los TAC. Y constantes visitas, no sólo embarazosas sino también dolorosas.

No tuvo la posibilidad de pensar en nada. Su vida anterior se había borrado de golpe; ahora era sólo una especie de marioneta de carne y hueso que pasaba de mano en mano.

A la mañana del cuarto día lo dejaron dormir en paz. Pero a las nueve se presentó De Caro.

—Ya he telefoneado al amigo Caruana, que le envía saludos.

—Gracias. —No dijo nada más; se limitó a mirar al doctor con expresión inquisitiva.

—Estoy acostumbrado a hablar claro con mis pacientes.

—Dígame.

—No cabe ninguna duda de que hay un tumor en la próstata.

Él se sorprendió. ¿Qué estaba diciéndole? ¿Un tumor?

Estaba a punto de sucumbir al miedo cuando recordó que Tumminello, el vicedirector general cuyo lugar había ocupado él, también había tenido un tumor de próstata; había estado en el hospital, pero después volvió a trabajar tranquilamente hasta que se jubiló tres años después.

—¿Qué hay que hacer?

—A mi juicio, operar sin pérdida de tiempo. Siempre y cuando usted esté de acuerdo.

¿Qué podía contestar? Estaba más confuso que convencido. Aún no había asimilado las palabras de De Caro.

—Si usted lo dice, profesor...

—Pues entonces pasado mañana. No se preocupe, no es una operación difícil. Hacemos muchísimas, pura rutina. Dentro de una semana como máximo estará de nuevo en casa.

En casa.

Al oír esas palabras recordó que no había llamado a Adele en ningún momento. Y ella tampoco lo había llamado a él.

Cogió el móvil y marcó el número de casa. Contestó Giovanni.

—La señora no está, señor. Se fue ayer por la mañana.

—¿Adonde?

—A Taormina, para una convención.

¿Por qué no le había hablado de eso? Una convención se prepara con meses de antelación. Seguro que ella ya estaba decidida a ir la última vez que se habían visto. A lo mejor había una explicación.

—Páseme a Daniele.

—El señorito ha acompañado a la señora.

He ahí la explicación, la que él imaginaba.

—¿Cuándo regresan?

—Esta tarde.

A tiempo para su salida de la clínica, que, sin embargo, ignoraban que se había aplazado. Si no hubiera llamado al criado, no habría sabido nada de aquella excursión porque con toda seguridad ellos no se la habrían comentado.

—Giovanni, como todavía voy a quedarme aquí unos cuantos días, necesitaría que me trajera ropa limpia. Tome nota.

Así que Adele y Daniele no habían perdido tiempo en aprovechar su ausencia. ¿Por qué le dolía? ¿Por qué se indignaba? ¿Acaso no lo había sabido siempre?

Se quedó toda la mañana tumbado.

Hacia las tres sonó el móvil, que tenía en la mesita de noche. Se sobresaltó, pues no se lo esperaba. Le pareció que el aparato hacía más ruido que una charanga.

—Esperaba encontrarte en casa, pero Giovanni me ha dicho...

—Pues sí, tengo que quedarme unos días más.

—Pero ¿por qué?

—Pasado mañana me operan.

—¿Te operan? ¿De qué?

—Me han encontrado un tumor.

—¡Oh, Dios mío! Pero ¡qué dices! —La voz le cambió totalmente.

—Mira, no te alteres. De Caro me ha dicho que...

—¿Hasta qué hora están autorizadas las visitas?

—No lo sé.

—Voy enseguida.

—No.

El «no» le salió impulsivamente. Oyó con toda claridad que ella, a causa del asombro, respiraba afanosamente, emitiendo una especie de sollozo.

—¿Por qué?

—No vengas.

—¿Te has vuelto loco? ¿Por qué no...?

—No me gustaría verte aquí.

—Pero es que yo tengo muchas ganas de...

—Pues yo no.

—Estaré sólo cinco minutos.

—No. Prefiero disfrutar pensando que te encontraré en casa cuando vuelva. ¿Me comprendes?

—En absoluto. Pero si no quieres...

—Así me gusta. Después de la operación, en cuanto esté en condiciones de hacerlo, te llamo. ¿De acuerdo?

—Si a ti te parece bien...

Desconectó el móvil, temiendo que ella volviera a llamar para insistir. No lo había hecho despechado por su breve escapada con Daniele. Pero es que la contemplación de Adele en aquel ambiente aséptico, ajeno, carente de intimidad, lo habría molestado mucho. De ella tenía una imagen que deseaba conservar intacta; no quería que se le superpusiera otra, la de la esposa que visita al marido enfermo con cara de circunstancias y aspecto insignificante... Además, ¿para qué iba a ir? Se sentaría en la silla de metal, quizá conseguiría derramar unas lágrimas y... ¿de qué hablarían? Por supuesto, él no podría preguntarle los detalles de su excursión a Taormina.

Paradójicamente, más que en la clínica, habría preferido verla en el motel Regina. Seguro que allí habría estado menos incómoda.

Dos días después, a las siete de la mañana se presentó un enfermero para prepararlo para la operación. Esa vez no sintió la menor vergüenza.

El profesor le dijo que la operación había ido muy bien. Estaba el latazo del catéter, pero uno se acostumbraba.

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