Authors: Andrea Camilleri
—¿Por qué? ¿Acaso no descansaba en su hotel?
—¿Sabe que al pobrecillo siempre lo asaltaban los admiradores? No podía dar dos pasos tranquilo. Aquí por lo menos nadie le tocaba los cojones.
—Yo era uno de ésos.
—¿De quiénes?
—De los que, como usted dice, le tocaban los cojones.
—¿De veras? Pues no lo parece.
—Vaya si lo era. No me perdía ni un partido. Lo seguía incluso en mis viajes de trabajo. No se lo va a creer, pero en casa tengo un álbum de fotografías suyas. E incluso la camiseta que llevaba en aquel famoso partido... —No sabía cómo seguir, y se quedó a medias como pillado por una idea repentina—. Tengo una curiosidad: cuando venía aquí, ¿pedía siempre la misma habitación?
—Sí, pero no él. Era su... su acompañante, que siempre quería la misma por el cuarto de baño, por lo visto. Para estar segura, la reservaba.
Estaba actuando de maravilla; se felicitó a sí mismo. Era una capacidad que había ido cultivando en el banco con los clientes difíciles. Pero nunca había tenido la oportunidad de llegar tan lejos.
Sacó la cartera, cogió un billete de cincuenta euros y lo dejó en el mostrador.
—¿No tiene algo más pequeño? —preguntó el barman, interpretando erróneamente su gesto.
—Son para usted si me enseña la habitación de Geoffrey.
El hombre lo estudió un buen rato, pues la petición no lo convencía; temía que no fuera tan inocente como parecía. Después echó un rápido vistazo al casillero y dijo:
—Se podría hacer, veo que en este momento está libre. Pero primero tengo que decírselo a... Disculpe.
Salió de detrás del mostrador y fue a hablar con el conserje. Este se quedó mirándolo mientras el desaliñado le hablaba, y después le hizo señas de que se acercara.
—No he entendido bien lo que usted desea. ¿Quiere echar una ojeada a la habitación?
—Bueno, si es posible, quisiera permanecer en ella una horita para respirar el mismo aire que Geoffrey... —contestó, depositando delante de él otro billete de cincuenta.
Ambos empleados se miraron: habían encontrado a un primo, a un fan exaltado e imbécil.
—Aquí no alquilamos por horas —dijo el conserje.
—Pero es que yo estoy dispuesto a pagar la tarifa de toda una noche.
—Sí, de acuerdo, pero debo advertirle que es la habitación más cara del motel. Es una suite, tiene un saloncito, un...
—Me parece muy bien.
El conserje le entregó una de las dos llaves. Él a su vez tendió las de su coche al sujeto desaliñado, que las miró perplejo.
—¿Y qué hago con ellas?
—Es para que me lleve el coche al garaje.
—El garaje se reserva para los clientes habituales, señor —explicó el conserje—. Y hoy precisamente está lleno a rebosar.
O sea que Adele era una clienta habitual.
—A no ser que... —añadió el conserje.
—Dígame.
—A no ser que, para recrear la atmósfera de cuando estaba Geoffrey, usted tuviera compañía. Si son dos, según nuestro reglamento, se tiene derecho al garaje.
Eso no se lo esperaba.
—Pero ¿no me ha dicho que está lleno a rebosar?
—Con buena voluntad, siempre se encuentra un sitio.
—Pero es que yo no sé...
—Si lo desea, yo podría encargarme.
O sea que era un prostíbulo en toda regla.
—No, gracias. ¿Le dejo un documento?
—Si se queda sólo una hora... —No lo inscribiría en el registro y se repartiría el dinero de la habitación con el desaliñado—. La dos es la primera a la derecha —añadió, señalando el arco.
Una vez dentro, encontró una pequeña antesala con dos puertas.
La de la derecha daba a un saloncito decorado con muebles suecos de cierto gusto; tenía televisor, mueble bar y frigorífico. La de la izquierda daba al dormitorio. La cama de matrimonio era espaciosa; el armario tenía un espejo de gran tamaño situado de tal manera que quien se tumbara en la cama pudiera ver su reflejo, y allí también había televisor.
Pero la gran sorpresa se la llevó al entrar en el cuarto de baño, que era prácticamente tan grande como el saloncito: bañera, espejo de cuerpo entero incunable en la pared, doble lavabo. Por eso, tal como había dicho el conserje, era la habitación preferida de Adele. Un lugar digno de la ceremonia. La ceremonia de la reina del burdel.
En tiempos de Geoffrey, Adele lo había avisado varias veces de que iría a dormir a casa de Gianna... En cambio, acudía al Regina, y por la mañana, el negro, sentado en el pequeño taburete de plástico...
El arrebato de celos que lo asaltó fue tan grande que tuvo que tumbarse en la cama. Cerró los ojos.
Y en el silencio oyó unos ruidos sofocados pero reconocibles, procedentes de la habitación de al lado. Después todo terminó y, en medio del recuperado silencio, sonó una carcajada femenina exactamente igual que la de su mujer.
¿Sería posible que Adele...?
No, ni pensarlo. Sabía que él tenía que pasar por allí. ¿Y si hubiera ido a pesar de todo para provocarlo? Quita, ¿cómo iba a prever que se detendría en el motel?
La mujer seguía riendo. Como si supiera que él se encontraba en la habitación contigua y se estuviera burlando.
Metió la cabeza bajo la almohada y la apretó contra los oídos.
Pero ¿qué había ido a hacer allí?
Era la primera vez que se dejaba dominar por un impulso irracional.
* * *
¿Cómo es posible que no se diera cuenta de la señal?
A lo mejor tenía la cabeza demasiado ocupada, pensando en la conversación con Ardizzone y, sobre todo, en la inútil parada en el motel. El caso es que el coche que venía por la derecha y que lo alcanzó de lleno tenía toda la razón de su parte.
—Pero ¡¿qué coño le pasa?! ¿Conducía dormido o qué? —le espetó el distinguido cuarentón que iba al volante, bajando enfurecido de su reluciente y lujoso coche.
La chica no menos elegante y reluciente que lo acompañaba bajó también y se puso a examinar los daños. Después lo miró con una sonrisa impertinente que significaba que, en su opinión, él ya no estaba para conducir: demasiado viejo, mejor que condujera una silla de ruedas.
A su alrededor se estaba creando un ansioso concierto de cláxones, tocados con desesperación por personas irritadas por la repentina interferencia en el tráfico.
Por si fuera poco, él se había llevado un buen susto con el choque.
Bajó del coche con las piernas como un flan.
—¡Usted no ha respetado el stop! ¡Y menos mal que yo circulaba despacio! —exclamó el cuarentón, hecho un basilisco.
—Tiene usted toda la razón —admitió él en tono sumiso.
—¿Tiene seguro?
—Claro.
Intercambiaron los datos y las tarjetas de visita.
La puerta posterior del vehículo no se podía abrir, estaba hundida. Volvió a ponerse en marcha con las manos temblando. Jamás había sufrido el menor accidente de tráfico. En la compañía de seguros se sorprenderían.
En cambio, a Adele los accidentes le ocurrían a menudo. Claro que tenía un planchista de confianza. Le preguntaría adonde llevar el coche.
Llegó a casa un poco cansado. Fue al cuarto de baño y experimentó un suplicio peor que el de otras veces.
En resumidas cuentas, su segunda jornada de jubilado había sido de lo más complicada. Lo mejor era tumbarse un poco en la cama.
Llamada con los nudillos a la puerta.
—La cena está servida, señor.
Se había quedado dormido. Antes de bajar se lavó con abundante agua, pero la ligera sensación de embotamiento no disminuyó. Primero el mareo y después el accidente: dos sobresaltos en el mismo día eran decididamente demasiados para un hombre entrado en años.
Encontró a Adele esperándolo sentada. Le dijo que Daniele había salido a cenar con unos amigos, pero enseguida notó que algo no marchaba bien.
—Estás muy pálido. ¿Te encuentras mal? ¿Has discutido con Ardizzone?
—He tenido un accidente.
—¿Tú? —exclamó. Y de repente ansiosa—: ¿Te has hecho daño? —Solícita y sinceramente preocupada.
—No, pero el coche sí.
—El coche no importa. Ya se encargará mi planchista.
—Eso precisamente quería pedirte.
Pero la verdad es que no podía tragarse la sopa.
—¿No te la tomas? A mediodía tampoco has comido.
—Esta noche estoy un poco alterado.
—Por lo menos cómete la fruta. Te la pelo yo.
—De acuerdo.
—¿Qué tal con el viejo Ardizzone?
—He aceptado.
Ancha sonrisa.
—No sabes cuánto me alegro.
—¿Por qué?
—Cariño mío, acostumbrado como estás a trabajar, te volverías loco si te quedaras todo el día en casa sin hacer nada.
«Tú también te volverías loca teniéndome todo el día en casa —pensó él—. Y Daniele no lo soportaría.»
—Mejor así para todos.
—¿Qué dan esta noche en la tele?
—Una película antigua que promete bastante.
Una aventura romántica
; verás como a ti también te gusta.
* * *
A las ocho y media de la mañana siguiente llamó a un taxi para ir al laboratorio Gerratana, donde entregó el recipiente a una chica en bata blanca y le repitió lo que le había pedido Caruana.
—Para el análisis de sangre tendrá que aguardar unos diez minutos en la sala de espera. Ya lo llamarán.
—¿Cuándo podré recoger los resultados?
—Esta tarde a partir de las cinco y media.
Eran rápidos, desde luego.
A las diez en punto ya estaba en las oficinas ultramodernas del Grupo Ardizzone. La secretaria lo hizo pasar a un saloncito cuyos muebles parecían sacados directamente de una de las revistas de decoración que Adele compraba de vez en cuando.
—El
dottore
lo atenderá enseguida.
En las paredes colgaban cuadros abstractos de vivos colores; quizá los habían comprado junto con los muebles.
—Puede pasar.
En cuanto lo vio entrar, Mario Ardizzone se levantó, fue a su encuentro con una sonrisa y le tendió la mano.
—¡Bienvenido! ¡Sea usted bienvenido de todo corazón!
—Gracias.
Y viendo el entusiasmo del joven, se dejó abrazar y dar manotazos en la espalda.
El despacho era un poquito menos espacioso que una plaza de armas y causaba cierta impresión. Esa era precisamente su finalidad. Un televisor, dos ordenadores, tres teléfonos de colores distintos, mueble bar, una enorme mesa ovalada con diez sillas alrededor, un mueblecito con una máquina expendedora de café, un sofá y dos butacas de lujo en un rincón. Y cuadros grandísimos, intercambiables con los del saloncito.
—¿Le apetece tomar algo?
—No, gracias.
—Puede fumar si quiere.
—No fumo.
—Entonces, vamos a establecer las condiciones. ¿Le parece bien?
—Muy bien.
Se pasaron dos horas hablando. Ardizzone había ordenado a su secretaria que no lo molestara por ningún motivo.
Acerca de las condiciones estuvieron enseguida de acuerdo. La única resistencia con que tropezó fue cuando propuso el contrato de un año, pues Mario quería que fuera de tres, pero al final se salió con la suya.
A continuación Mario le informó que la víspera, tras enterarse por su padre de su aceptación, había dado una respuesta afirmativa a los de la Fides. Por consiguiente, el paso ya estaba dado y no era posible echarse atrás. Si aquello ocurriera, se correrían graves riesgos.
—Como máximo, podrían ponernos un pleito por incumplimiento de contrato —objetó él.
—Todavía no hay ningún contrato.
—Mejor.
—Eso lo dice usted —repuso Mario—. Yo di mi palabra de que el negocio se hacía.
—¿A Torricella?
—No. Pero sepa que Torricella, desde las cinco de la tarde de ayer, ya no tiene nada que ver con la Fides. ¿Está claro? —En cuanto a la Prontocontanti, en cambio, no había problemas—. Ahora le digo cómo veo la cosa.
El joven veía a lo grande. Quizá demasiado. Y él se lo dijo con toda claridad. Pero Mario no se dejó convencer. Cada cual a lo suyo.
Al final, le entregó dos abultadas carpetas que contenían los expedientes relacionados con el estado vigente de las dos sociedades financieras; quería que los examinara y le diera su opinión, indispensable para proceder a la adquisición definitiva.
—Puede empezar mañana. Venga cuando quiera. He puesto a su disposición un despacho situado a tres puertas del mío. Podrá servirse de mi secretaria. Se lo enseño, y si no le va bien, dígamelo.
La estancia le gustó. Los muebles eran soportablemente modernos y no había cuadros en las paredes.
No cabía duda de que Mario era un joven experto, capaz de comprender a cualquier hombre con quien tuviera que tratar.
—¿Le gusta? ¿Sí? Trabajará aquí de manera transitoria, pues, cuando se haga la fusión, tendrá su despacho definitivo en la nueva sede de la sociedad financiera. Por cierto, habrá que buscarle un nombre que transmita confianza.
Ninguna referencia a lo que él había discutido con su padre.
Era francamente experto.
Tardó casi una hora en regresar a casa en taxi. El tráfico era tan denso que en determinado momento sintió la tentación de bajar y hacer el trayecto a pie. Pero estaba demasiado cansado, no lo habría conseguido. El taxista se pasó el rato soltando reniegos.
—Su secretaria ha llamado dos veces desde el banco. Dice que la llame inmediatamente. La comida está lista.
—¿Está mi mujer?
—Sí.
—Dígale a la señora que empiece sin mí. Voy enseguida.
Fue al estudio y marcó el número directo que hasta hacía tres días era el suyo. Su ex secretaria contestó enseguida.
—
Dottore
, hay correspondencia para usted. ¿Qué hago?
—¿Son cartas a mi nombre?
—Tres sí. Una de la cooperativa agrícola Montagnella, una del Banco de Roma y una del Banco de Italia.
—Páseselas a Verdini.
—Muy bien. También hay una personal.
—Ábrala.
Un minuto después volvió a oír la voz de su ex secretaria, sorprendida.
—
Dottore
, sólo hay una fotografía.
—¿Qué representa?
—Una pareja joven. Ella está visiblemente embarazada.
—Mire el sello del franqueo, dígame de dónde viene.
—De Londres.
—¿Hay algo escrito?
—No.
—Métala en otro sobre y envíemela.
Su hijo. ¿Lo estaría cambiando la inminente paternidad? De todos modos, la fotografía se la había enviado al banco, no a casa. Para que no la viera Adele.