Escribió a su sobrino nieto David West, combinando la felicitación de Navidad con el apremiante ruego de que le proporcionase información.
Por fortuna, como en otros años, había sido invitada a la cena de Navidad en la vicaría, y allí tuvo ocasión de hablar sobre los mapas con Leonard, que pasaba allí las Fiestas.
Leonard era un apasionado de toda clase de mapas. La razón que pudiera tener aquella vieja dama para buscar un mapa a gran escala de una determinada región no despertó su curiosidad. Habló de los mapas en general con entusiasmo, y le indicó cuál era el que más se adecuaba a sus necesidades. Es más, recordó que ese mapa figuraba en su colección y se lo prestó. Miss Marple le prometió que lo trataría con el mayor cuidado y se o devolvería pronto.
—Mapas —dijo Griselda, su madre, que, a pesar de tener un hijo ya mayor, se veía curiosamente joven y vivaz como para habitar en la vieja y destartalada vicaría—. ¿Qué tendrá ella que hacer con esos mapas? ¿Para qué los querrá?
—No lo sé —contestó Leonard—. No recuerdo que lo mencionara.
—Todo esto —dijo Griselda— me resulta sospechoso. A su edad, tendría que haberse despedido de ese tipo de cosas.
Leonard quiso saber a qué tipo de cosas se refería.
—Oh, a eso de andar husmeando por ahí —respondió su madre vagamente—. ¿Por qué mapas?
Oportunamente, miss Marple recibió una carta del hijo de su sobrino nieto David West, que le decía afectuosamente:
Querida tía Jane:
¿En qué andas metida? Tengo la información que deseabas. Sólo hay dos trenes que puedan corresponder a tu petición: el de las 4.33 y el de las 5. El primero es un tren lechero que se detiene en Haling Broadway, Barwell Heath, Brackhampton y otras estaciones hasta Market Basing. El de las 5.00 es el expreso de Gales, que va a Cardiff, Newport y Swansea. Es posible que el primero coincida alguna vez con el de las 4.50, aunque en teoría tiene que llegar a Brackhampton cinco minutos antes; el otro adelanta al tren de las 4.50 justo antes de llegar a Brackhampton.
¿Me equivoco si me huelo que detrás de todo esto se esconde algún picante escándalo pueblerino? Al volver de tus compras en la ciudad, ¿viste tal vez en el otro tren, desde tu tren de las 4.50, cómo el inspector de Sanidad abrazaba a la esposa del alcalde? Pero, ¿qué importa el tren en que esto ocurrió? ¿Un fin de semana, quizás, en Porthcawl? Gracias por el jersey. Es precisamente lo que estaba buscando.
¿Cómo va el jardín? Supongo que no muy florido en esta época del año.
Con todo su afecto,
DAVID
Miss Marple esbozó una ligera sonrisa,, luego estudió la información recibida. Elspeth había declarado de un modo definitivo que el vagón no tenía pasillo. Por lo tanto, no era el expreso de Swansea. Quedaba sólo el tren de las 4.33.
Parecía inevitable efectuar otro viaje. Miss Marple suspiró e hizo sus planes.
Se fue a Londres como antes en el tren de las 12.15, pero esta vez no volvió con el de las 4.50, sino con el de las 4.33 hasta Brackhampton. El viaje transcurrió sin incidentes, pero ella tomó nota de ciertos detalles. El tren no estaba concurrido (salía antes de la hora punta). En los compartimientos de primera clase sólo había un pasajero, un caballero muy anciano que leía el New Statesman. Miss Marple viajó en un compartimiento vacío y, en las dos paradas, Haling Broadway y Barwell Heath, se asomó a la ventanilla para observar a los viajeros que subían y bajaban del tren. En la primera comprobó que subió un pequeño grupo de pasajeros de tercera clase. En la segunda se apearon varios pasajeros de tercera clase también. Nadie subió o bajó de los compartimientos de primera clase, salvo el anciano del New Statesman.
Al acercarse el tren a Brackhampton, siguiendo la curva que describía la vía, miss Marple se puso en pie e hizo el experimento de colocarse de espaldas a la ventanilla, con la cortinilla bajada.
Sí, pensó, el impulso debido a la repentina curva y al cambio de velocidad bastaban para hacer perder el equilibrio a una persona, lanzándola contra la ventanilla y, en consecuencia, era muy fácil que la cortinilla se levantara.
Miró al exterior. Estaba menos oscuro que la tarde en que hizo su viaje Mrs. McGillicuddy, pero aún así, poco podía verse. Si quería ver algo, debería hacer el viaje de día.
A la mañana siguiente salió en tren muy temprano, compró cuatro fundas de almohada (¡quejándose del precio!) a fin de combinar la investigación con la necesaria compra de artículos domésticos y volvió con un tren que salía de la estación de Paddington a las 12.15. También en esta ocasión se encontró sola en un compartimiento de primera clase.
"Es por culpa de estos impuestos —pensó miss Marple—, eso es. Nadie puede permitirse viajar en primera clase en horas punta, excepto los hombres de negocios. Supongo que lo cargan a la cuenta de gastos."
Alrededor de un cuarto de hora antes de la llegada del tren a Brackhampton, miss Marple sacó el mapa de Leonard y observó el campo. Había hecho de antemano un cuidadoso estudio del mapa y, después de fijarse en el nombre de la estación por la que acababan de pasar, no tardó en identificar el punto en que se encontraba en el momento en que el tren aminoró la marcha para tomar una curva muy cerrada. Con la nariz pegada a la ventanilla, miss Marple estudió con gran atención el terreno que tenía debajo (el tren corría ahora sobre un terraplén bastante elevado). Continuó dividiendo su atención entre el terreno que veía y el mapa, hasta que el tren entró por fin en Brackhampton.
Aquella noche escribió y echó al correo una carta dirigida a miss Florence Hill, 4 Madison Road, Brackhampton. A la mañana siguiente se fue a la biblioteca del condado, en la que consultó cuidadosamente una guía de la zona, y leyó algunas cosas sobre la historia del condado.
Nada, hasta entonces, había venido a desmentir la vaga y fragmentaria idea que se le había ocurrido. Lo que había imaginado era posible. No pasaría de aquí.
Porque el paso siguiente suponía mucha acción, un tipo de acción para el que ella se sentía físicamente incapacitada. Para que su hipótesis pudiese definitivamente quedar probada o desmentida, necesitaba desde aquel momento la ayuda de alguna otra persona. El problema era: ¿quién? Miss Marple pasó revista a varios posibles nombres, descartándolos todos con un impaciente movimiento de cabeza. Las personas inteligentes en cuya capacidad hubiera podido confiar estaban todas demasiado atareadas. No sólo tenían empleos de variada importancia, sino que sus horas de ocio solían estar comprometidas con mucha antelación. Y miss Marple decidió que las personas poco inteligentes, que tenían tiempo de sobra, sencillamente no le servían.
Siguió pensando con impaciencia e indecisión crecientes.
Luego, de repente, su frente se despejó y en voz alta pronunció un nombre.
—¡Por supuesto! ¡Lucy Eyelesbarrow!
El nombre de Lucy Eyelesbarrow era ya muy conocido en ciertas esferas. Tenía treinta y dos años. Había quedado la primera de su promoción en Oxford, en la licenciatura de matemáticas, se la consideraba una mujer de inteligencia preclara y todos le auguraban una brillante carrera académica.
Pero, además de su notable erudición, Lucy Eyelesbarrow gozaba de un envidiable sentido común. Tenía muy claro que en una vida de distinción académica la retribución económica era singularmente escasa. No sentía el menor deseo de enseñar y se complacía en el trato con inteligencias mucho menos brillantes que la suya. En una palabra, le gustaba la gente, toda clase de gentes, y que no fuesen siempre las mismas. Y, para ser francos, le gustaba el dinero. Y para ganar dinero es preciso aprovechar la escasez de oferta.
Lucy Eyelesbarrow dio inmediatamente con una escasez muy seria: la falta de mano de obra doméstica bien cualificada. Y para gran sorpresa de amigos y compañeros de estudios, Lucy entró en el mercado del servicio doméstico.
Su éxito fue inmediato. Ahora, al cabo de algunos años, era bien conocida a todo lo largo y ancho de las islas Británicas. Era ya una costumbre para las esposas decir a sus maridos: "No habrá ningún problema. Puedo ir contigo a Estados Unidos. Tengo a Lucy Eyelesbarrow". Lucy tenía la extraña virtud de conseguir que, cuando entraba en una casa, desaparecían de allí todas las penas, inquietudes y trabajos. Lucy Eyelesbarrow lo hacía todo, se cuidaba de todo, lo arreglaba todo. Era competente hasta lo indecible, en todos los terrenos. Se encargaba de los parientes ancianos, aceptaba el cuidado de los niños de corta edad, cuidaba de los enfermos, guisaba divinamente, se adaptaba bien a los viejos y anticuados servidores que pudiera haber (generalmente los había), demostraba gran tacto con las personas difíciles, calmaba a los borrachos habituales y amaba a los perros. Más admirable aún resultaba comprobar el nulo reparo que ponía en hacer cualquier tipo de trabajo: fregaba los suelos, cultivaba el jardín, limpiaba la suciedad de los perros y cargaba con el carbón.
Una de sus reglas consistía en no aceptar nunca colocaciones por largo plazo. Una quincena era el período acostumbrado: un mes a lo sumo, bajo circunstancias excepcionales. ¡Y por una quincena había que pagarle el oro y el moro! Pero durante esa quincena vivía uno en el cielo. Era posible despreocuparse por completo, irse al extranjero, quedarse en casa, hacer lo que uno quisiera, con la seguridad de que todo estaría bien en las hábiles manos de Lucy Eyelesbarrow.
Naturalmente, la demanda por sus servicios era enorme. Si hubiese querido aceptar, tenía ofertas para unos tres años por adelantado. Se le habían ofrecido sumas cuantiosas por un servicio permanente. Pero no tenía intención de trabajar permanentemente en ningún sitio, ni tenía comprometidos nunca más que los seis meses siguientes.
Y, dentro de este plazo, sin que sus desesperados clientes lo supieran, siempre se reservaba algunos períodos libres que le permitían tomarse unas vacaciones cortas pero lujosas (puesto que no gastaba nada y le pagaban y mantenían con generosidad) o aceptar cualquier otra colocación momentánea que acertase a responder a su capricho o que le fuese ofrecida por personas que a ella "le gustasen". Ahora que estaba en libertad de elegir entre los que reclamaban sus servicios, se regía por su gusto personal. La riqueza no bastaba para conseguir los servicios de Lucy Eyelesbarrow. Podía escoger y así lo hacía. Disfrutaba mucho de su vida, y su trabajo era un manantial continuo de satisfacciones.
Lucy Eyelesbarrow leyó y releyó la carta de miss Marple. La había conocido dos años antes, cuando fue contratada por el novelista Raymond West para que atendiese a su anciana tía, que estaba restableciéndose de una pulmonía. Lucy había aceptado el trabajo y se había dirigido a St. Mary Mead. Allí había simpatizado mucho con miss Marple. En cuanto a la convaleciente, tan pronto como vio desde la ventana de su dormitorio que hacía a la perfección los surcos para los guisantes, se recostó en los almohadones con un suspiro de alivio, comió los tentadores platos que Lucy le preparaba y escuchó gratamente sorprendida las historias que le contaba su vieja e irascible doncella, tales como "he enseñado a esta miss Eyelesbarrow una muestra de ganchillo de la que nunca había oído hablar, y no me lo ha agradecido poco". Y sorprendió a su médico con la rapidez de su restablecimiento.
Miss Marple quería saber si Lucy Eyelesbarrow podía encargarse de una determinada tarea, algo un tanto inusual. Quizá podían concertar un encuentro y discutir el asunto.
Lucy frunció el entrecejo por un par de segundos mientras consideraba aquella proposición. En realidad, tenía todo su tiempo comprometido. Pero la palabra "inusual" y el recuerdo de la personalidad de miss Marple la decidieron. De inmediato telefoneó a miss Marple explicándole que le era imposible ir a St. Mary Mead, porque estaba trabajando, pero que la tarde siguiente estaría libre de dos a cuatro y podrían reunirse en cualquier lugar de Londres. Le propuso su propio club, un establecimiento que tenía la ventaja de poseer varias salas que solían estar desocupadas.
Miss Marple aceptó la proposición y al día siguiente tuvo lugar la entrevista.
Intercambiados los saludos de rigor, Lucy Eyelesbarrow condujo a su invitada a la más sombría de las salas.
—En estos momentos estoy ocupada, pero sí me gustaría saber cuál es la misión que desea confiarme.
—Verdaderamente es muy sencilla. Poco común, pero sencilla. Necesito que encuentre usted un cadáver.
Por un momento, por la mente de Lucy cruzó la sospecha de que miss Marple estuviera loca, pero rechazó la idea. Miss Marple era de una preclara sensatez. Quería decir exactamente lo que había dicho.
—¿Qué clase de cadáver? —preguntó Lucy, con admirable compostura.
—El cadáver de una mujer. El cuerpo de una mujer que fue asesinada en un tren. Estrangulada, para ser más precisa.
Las cejas de Lucy se enarcaron ligeramente.
—Bien, la verdad es que esto no es muy corriente. Cuéntemelo usted.
Miss Marple se lo contó. Lucy Eyelesbarrow la escuchó con atención y sin interrumpirla. Al final señaló:
—Todo depende de lo que su amiga vio, ¿o creyó ver?
Dejó la pregunta suspendida en el aire.
—Elspeth McGillicuddy no imagina cosas —dijo miss Marple—. Sus palabras gozan para mí del mayor crédito. Si se tratase de Dorothy Cartwright, sería distinto. Dorothy siempre tiene a punto una buena historia y a veces hasta ella misma se la cree. Por lo general, tienen algún punto de verdad, pero nada más. En cambio Elspeth pertenece a esa clase de mujeres a las que tanto les cuesta creer que pueda suceder algo anormal o fuera de lo común. No se deja sugestionar por nada.
—Ya veo —dijo Lucy con aire pensativo—. Está bien, supongamos que es cierto. ¿Cómo se supone que intervengo yo en esto?
—Me impresionó usted mucho con su trabajo, y ya lo ve, no tengo ahora las fuerzas necesarias para ir por ahí y hacer las cosas yo misma.
—¿Desea usted que haga indagaciones? ¿Qué clase de indagaciones? Pero, ¿no habrá hecho ya todo esto la policía? ¿O es que le parece que han sido negligentes?
—¡Oh, no! No han sido negligentes. Es que yo tengo una idea sobre el lugar donde podría estar el cadáver. Tiene que estar en alguna parte. No ha sido encontrado en el tren y, por lo tanto, es seguro que lo tiraron, pero no ha sido descubierto en ningún lugar de la vía. Por esta razón, he hecho personalmente el viaje por el mismo trayecto para ver si había algún punto donde hubiera podido ser arrojado el cuerpo sin que quedase sobre la vía, y este punto existe. Antes de llegar a Brackhampton, la vía férrea describe una gran curva por el borde de un elevado terraplén. Si por allí se echa un cuerpo, aprovechando la inclinación del terreno, creo que caería directamente al pie del terraplén.