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Authors: Donato Carrisi

Tags: #Intriga

El Tribunal de las Almas (10 page)

BOOK: El Tribunal de las Almas
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Sandra no quería perderse en conversaciones inútiles, por lo que fue directamente al grano.

—Quisiera retirar los petates que dejé hace cinco meses.

El colega la miró sorprendido, pero se puso a su disposición sin dudar.

—Te los doy en seguida.

Se internó en los largos pasillos del depósito. Sandra lo oía parlotear para sí mientras buscaba. Estaba impaciente, pero intentaba controlarse. Últimamente todo le molestaba. Su hermana decía que estaba atravesando una de las cuatro fases del luto. Era una explicación que había leído en un libro, aunque no recordaba exactamente el orden, por lo que no sabía decir en qué fase se encontraba ni si le faltaba mucho para superarlo. Sandra tenía sus dudas, pero la dejaba hablar. Sucedía lo mismo con el resto de la familia: en realidad, nadie quería ocuparse de lo que le había pasado. No por insensibilidad, sino porque no existían consejos apropiados para una viuda de veintinueve años. Así que se limitaban a explicarle lo que leían en una revista o a citarle la experiencia de un conocido lejano. Con eso tenían suficiente para no sentirse en deuda con ella, y a Sandra, en el fondo, le iba bien así.

Cinco minutos más tarde, vio regresar al policía con las dos grandes bolsas de David.

Las llevaba sujetándolas por las asas, no como él, que se las ponía en bandolera. Una a la derecha, la otra a la izquierda. Al andar se tambaleaba un poco.

—Pareces un burro, Fred.

—Pero te gusto igual, Ginger.

Al ver aquellas bolsas, Sandra sintió como si le asestaran un puñetazo en medio del pecho. Temía tener esa sensación. En aquel equipaje estaba su David, contenía todo su mundo. Si hubiera sido por ella, se habrían quedado en el depósito hasta que alguien, distraídamente, las hubiera enviado a destruir junto con otras pruebas que ya no servían. Pero Shalber, la noche anterior, había conferido peso y sustancia a una niebla de interrogantes que tenía peligrosamente clavada en el corazón desde que descubrió que David le había mentido. No podía permitir que nadie dudara de su hombre. Y, sobre todo, sabía que no podía consentírselo a sí misma.

—Ya estamos aquí —dijo el compañero, dejando los petates sobre el mostrador.

No hacía falta que firmara ningún recibo, en el fondo sólo le habían hecho el favor de guardarlos allí. Llegaron procedentes de la comisaría de Roma después del accidente. Ella se limitó a no ir a recogerlos.

—¿Quieres ver si falta algo?

—No, gracias. Está bien así.

Pero el policía seguía mirándola, con una expresión repentinamente triste.

«No lo hagas», pensó ella en seguida.

Sin embargo, él lo hizo.

—Ánimo, Vega, Daniel habría querido que fueras fuerte.

Y, ahora, ¿quién diablos era ese «Daniel»?, se preguntó esforzándose en sonreírle. A continuación le dio las gracias y se llevó las bolsas de David.

Media hora más tarde estaba de nuevo en casa. Puso las bolsas en el suelo delante de la puerta y las dejó allí. Durante un rato se mantuvo a distancia, pero estaba observándolas. Como un perro callejero que da vueltas alrededor de la comida que le ofrecen, intentando adivinar si puede fiarse. Ella, en cambio, intentaba encontrar el valor de presentarse al examen. Se acercaba y luego volvía a alejarse. Se preparó un té y se quedó mirando las bolsas, balanceando la taza, sentada en el sofá. Por primera vez pensó en lo que acababa de hacer.

Había llevado a David a casa.

Posiblemente, durante todos esos meses, una parte de ella esperaba, imaginaba, creía que antes o después él volvería. La idea de que nunca más harían el amor la volvía loca. Había veces en que olvidaba que estaba muerto, se le pasaba algo por la cabeza y decía: «Tengo que decírselo a David.» Un instante después la verdad la asaltaba, devolviéndole de golpe la amargura.

David ya no volvería a estar. Punto.

Sandra rememoró el día en que fue consciente de la realidad por primera vez. Fue justo en la puerta de su casa, una mañana tranquila como ésa. Alargó la espera de los dos policías en la puerta, convencida de que, mientras permanecieran allí, hasta que no cruzaran esa frontera, la muerte de David no se materializaría. Y ella no podía afrontar lo que estaba a punto de entrar en su casa. Un huracán que iba a devastarlo todo, a pesar de dejarlo todo intacto. Pensaba que no podría soportarlo.

«Y, sin embargo, aquí estoy —se dijo—. Y si Shalber tiene interés en su equipaje, entonces seguro que tiene que haber una razón.»

Dejó la taza de té en el suelo y se dirigió hacia las bolsas, con decisión. Primero cogió la menos pesada. Era la que contenía sólo la ropa. Le dio la vuelta y la vació en el suelo. Camisas, pantalones y jerséis, todo revuelto. El olor de la piel de David la asaltó, pero intentó ignorarlo.

«Dios, cómo te echo de menos, Fred.»

Se impidió llorar. Registró entre la ropa con desesperado frenesí. A pesar de ello, le aparecían las imágenes de David con aquellas prendas puestas. Momentos de la vida que pasaron juntos. Sintió nostalgia, pero también rabia y, al final, cólera.

No había nada entre aquellas cosas. Examinó también los bolsillos interiores y exteriores. Nada.

Estaba exhausta. Pero la parte más difícil ya había pasado. Ahora era el turno de la bolsa de trabajo. Aquellos objetos no pertenecían a sus recuerdos. Al contrario, representaban el motivo por el que David ya no estaba. Por eso iba a resultarle más fácil.

Antes de empezar, recordó que existía una lista del contenido. Estaba en el cajón de la mesilla de noche de David. La utilizaba para acordarse de las cosas que tenía que llevarse cada vez que preparaba el equipaje. Sandra fue a buscarla. A continuación empezó la maniobra de comprobación.

En primer lugar, sacó la segunda réflex de David. La otra había quedado destrozada con la caída. Era una Canon, mientras que Sandra prefería la Nikon. Habían tenido acaloradas discusiones domésticas por ese tema.

La accionó. La memoria estaba vacía.

Punteó la réflex en la lista y continuó. Conectó los varios dispositivos electrónicos a las tomas de corriente, porque las baterías estaban casi agotadas después de meses de inactividad. Seguidamente empezó a revisarlos. En el teléfono vía satélite, la última llamada se remontaba a mucho tiempo antes y, por eso, no le despertaba ningún interés. El móvil, en cambio, ya lo había examinado en Roma cuando fue a reconocer el cadáver. David sólo lo había utilizado para pedir un taxi y para hacer la última llamada a su buzón de voz,
Aquí en Oslo hace un frío que pela.
Por lo demás, era como si se hubiera aislado del mundo.

Encendió el
notebook,
esperando encontrar algo por lo menos allí. Pero en el ordenador portátil había archivos viejos e insignificantes. Tampoco en el correo electrónico había nada interesante o nuevo. David no hacía referencia en ningún documento o mail al motivo por el que estaba en Roma.

«¿Por qué mantener un nivel tan elevado de discreción?», se preguntó. De nuevo le asaltó la duda que la había mantenido despierta toda la noche.

¿Pondría la mano en el fuego por la honestidad de su marido, o bien esa historia escondía algo turbio?

«Vete a la mierda, Shalber», repitió para sí misma, acordándose de quien había sembrado en ella aquella incertidumbre.

Volvió a la bolsa y apartó lo que de momento no tenía ningún interés para ella, como la navaja multiuso o los teleobjetivos, y se topó con una agenda con tapas de piel. Cada año David sólo cambiaba el cuerpo central. Era uno de esos objetos del que resultaba imposible separarlo. Como las chanclas marrones de suela desgastada o la sudadera que se ponía cada vez que escribía en el ordenador. Sandra había intentado mil veces hacerlos desaparecer. Él fingía durante unos días que no se daba cuenta, pero luego siempre conseguía sacarlos de su escondite.

Sonrió con ese recuerdo. David era así. Otro hombre se habría quejado enérgicamente, en cambio él nunca protestaba por sus pequeñas prevaricaciones. Únicamente luego volvía plácidamente a hacer lo que le parecía.

Sandra abrió la agenda. En algunas páginas del período en que David estuvo en Roma, había apuntadas una o varias direcciones. Además, estaban marcadas en un plano de la ciudad. En total eran unas veinte.

Mientras se preguntaba sobre el significado de aquellas anotaciones, se dio cuenta de que en la bolsa había un objeto nuevo, que no aparecía en la lista. Una emisora de radio CB. Miró instintivamente la frecuencia. Canal 81. No le decía nada.

¿Qué hacía David con una emisora de radio?

Sin embargo, buscando entre los objetos que quedaban, se dio cuenta de que faltaba algo. Se trataba de la pequeña grabadora de voz que siempre acompañaba a David. La llamaba su memoria de repuesto. Pero no la llevaba consigo en el momento de la caída que lo había matado. Podía haberse extraviado de mil maneras. Sandra decidió tomar nota de todas formas.

Antes de continuar, recapituló rápidamente el resultado del registro hasta ese momento.

Había encontrado unas direcciones en una agenda que estaban a su vez marcadas en un plano de Roma, una emisora de radio sintonizada en una misteriosa frecuencia y, finalmente, faltaba la grabadora que David usaba para tomar apuntes.

Mientras razonaba sobre esos elementos, buscando una lógica que los relacionara, le asaltó una sensación de desánimo. Después del accidente, preguntó a Reuters y a Associated Press, las agencias con las que solfa colaborar su marido, si por casualidad estaba realizando algún trabajo para ellos en Roma. Ambas le respondieron que no. Estaba solo en aquella empresa. Claro que no era la primera vez que realizaba un reportaje o una investigación con la perspectiva de colocarlos en seguida al mejor postor. Pero Sandra tenía el trágico presentimiento de que esa vez había algo más. Algo que no estaba segura de querer descubrir.

Para alejar los malos pensamientos, se dedicó de nuevo al contenido de la bolsa.

Del fondo extrajo la Leica I. Era una máquina fotográfica de 1925, fruto de la imaginación de Oskar Barnack y perfeccionada más tarde por el ingenio de Ernst Leitz. Por primera vez, era posible hacer fotografías a mano alzada. Gracias a su extrema manejabilidad, significó una revolución para la fotografía de guerra.

La mecánica estaba casi perfecta. Obturador horizontal de tela, un tiempo de exposición de 1/20 a 1/500 segundos, objetivo fijo de 50 mm. Una verdadera joya de coleccionista.

Sandra se la regaló a David en su primer aniversario. Todavía recordaba su sorpresa cuando abrió el paquete. Con lo que ganaban no podría habérsela permitido. Pero Sandra la había heredado de su abuelo, que le transmitió la pasión por la fotografía.

Era una especie de reliquia de la familia y David nunca se separaba de ella. Decía que era su talismán.

«Pero no te sirvió para salvarte la vida», pensó Sandra.

Estaba guardada en el estuche original de cuero, en el que había hecho grabar las iniciales
DL.
Lo abrió y se quedó mirándola, intentando reproducir la mirada de David, cuyos ojos brillaban como los de un niño cada vez que la utilizaba. Estaba a punto de guardarla cuando advirtió que la rosca que accionaba el mecanismo de disparo estaba armada, como se decía en argot fotográfico. En la cámara había una película.

David la había usado para hacer fotos.

07.10 h

En su jerga las llamaban «estafetas». Eran casas seguras esparcidas por la ciudad, que servían como apoyo logístico, refugio momentáneo o incluso para comer y descansar un rato. En los timbres normalmente aparecían los nombres de inexistentes empresas genéricas de negocios.

Marcus entró en un piso estafeta que conocía porque había estado una vez allí con Clemente. Le había revelado que poseían numerosas propiedades en Roma. La llave para entrar estaba escondida en una ranura junto a la puerta.

El dolor, como había previsto, había llegado con el alba. Marcus llevaba encima las señales de la paliza. Además de un par de moratones a la altura de las costillas, que le recordaban lo que había ocurrido esa noche cada vez que respiraba, tenía el labio partido y un pómulo hinchado, que se añadían a la cicatriz de la sien. Pensó que el conjunto produciría un extraño efecto en quien lo viera.

En una casa estafeta se podía encontrar comida, cama, agua caliente, un botiquín de emergencia, documentos falsos y un ordenador seguro para conectarse a la red. Sin embargo, la que Marcus había elegido estaba vacía. No tenía muebles, y las persianas estaban echadas. En una de las habitaciones había un teléfono en el suelo. Tenía línea.

El objetivo del lugar era custodiar ese aparato.

Clemente le había explicado que no era oportuno para ellos tener un móvil. Marcus nunca dejaba pistas tras de sí.

«Yo no existo», se dijo antes de llamar a un servicio de información telefónica.

Pocos minutos después, una amable operadora le dio la dirección y el número de teléfono de Raffaele Altieri, el agresor que lo había sorprendido en casa de Lara. Marcus colgó y llamó al chico.

Dejó sonar el teléfono para asegurarse de que no había nadie en casa. Cuando estuvo seguro, se dirigió allí en persona para devolverle la visita de esa noche.

Poco después, se detenía bajo la insistente lluvia en la esquina de via Rubens, en el señorial barrio de Panoli, sin apartar la vista de un edificio de cuatro plantas.

Consiguió introducirse a través del garaje. El piso que le interesaba estaba en la tercera planta. Marcus acercó la oreja a la puerta para asegurarse de que en ese momento no hubiera nadie. No se oía ruido. Decidió arriesgarse: tenía que saber quién era su agresor.

Forzó la cerradura y entró.

La casa que lo acogió era grande. Los muebles denotaban buen gusto, además de una considerable disponibilidad de dinero. Había piezas de anticuario y varios cuadros de valor. Los suelos eran de mármol claro, las puertas estaban lacadas en blanco. El entorno no tenía nada de interesante, excepto que no parecía la vivienda de un exaltado.

Marcus empezó el reconocimiento. Tenía que darse prisa, alguien podía volver de un momento a otro.

Había una habitación adaptada como gimnasio. Tenía un banco de musculación con barras, una espaldera, una cinta de correr y aparatos de gimnasia de varios tipos. Raffaele Altieri fomentaba el culto al físico. Marcus había experimentado en sí mismo los efectos de esa afición.

La cocina hacía pensar que vivía solo. En la nevera únicamente había leche descremada y bebidas energéticas. En los estantes, cajas de vitaminas y botes de suplementos alimenticios.

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