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Authors: Donato Carrisi

Tags: #Intriga

El Tribunal de las Almas (12 page)

BOOK: El Tribunal de las Almas
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«David sólo usó la Leica para probarla», se dijo. Por mucho que la fotografía fuera la pasión y la ocupación de ambos, no tenían fotos de los dos juntos. De vez en cuando pensaba en ello. Mientras su marido estaba con vida nunca le había parecido raro. «No nos hacía falta», se repetía. Cuando el presente es tan intenso, no necesitas un pasado. No imaginaba que tendría que acaparar recuerdos porque un día los necesitaría para sobrevivir. Pero esa evidencia tenía cada vez menos fuerza. Era demasiado poco el tiempo que habían pasado juntos respecto a lo que, estadísticamente, le quedaba por vivir. ¿Qué iba a hacer durante todos esos días? ¿Sería capaz de sentir de nuevo algo parecido a lo que David despertaba en ella?

El sonido del temporizador la sacó de su ensimismamiento. Por fin podía encender la bombilla roja. Lo primero que hizo fue coger el carrete que había colgado y mirarlo a contraluz.

Había sacado cinco fotos con la Leica.

Su contenido, por el momento, era incomprensible. Se apresuró a pasarlas a papel. Preparó los tres recipientes. El primero con el líquido revelador, el segundo con agua y ácido acético para el baño de paro, y el tercero con el fijador diluido también en agua.

Por medio de la ampliadora, empezó a proyectar los negativos en el papel fotográfico para que quedaran impresionados. A continuación, sumergió la primera hoja en la cubeta del revelador. La agitó suavemente y, poco a poco, la imagen afloró en el líquido.

Era oscura.

Pensó en un error de disparo, pero de todos modos le dio el baño en las otras dos cubetas y la colgó en la bañera con un muelle. Realizó la misma operación con los demás negativos.

En la segunda foto salía David con el torso desnudo reflejado en un espejo. Con una mano sostenía la máquina fotográfica delante de la cara, con la otra saludaba. Pero no sonreía. Al contrario, estaba serio. A su espalda había un calendario en el que podía verse el nombre del mes en que había muerto. Sandra pensó que probablemente aquélla era la última imagen que existía de David aún con vida.

La tétrica despedida de un fantasma.

La tercera foto era de unas obras. Se distinguían los pilares desnudos de un edificio en construcción. Faltaban las paredes y alrededor sólo había vacío. Sandra supuso que había sido hecha en el edificio desde el que David se precipitó. Pero, obviamente, era anterior.

¿Por qué había ido allí con la Leica?

El accidente de David ocurrió durante la noche. Aquella imagen, en cambio, se había sacado de día. Tal vez fue a hacer un reconocimiento del lugar.

La cuarta foto era muy extraña. Era de un cuadro que parecía del siglo XVII. Pero Sandra estaba segura de que inmortalizaba sólo un detalle de toda la tela. Representaba a un niño, con el busto girado unos tres cuartos, en actitud de darse a la fuga, pero con la cara todavía vuelta hacia atrás, incapaz de apartar la vista de algo que lo aterrorizaba y, al mismo tiempo, lo atraía. Su expresión era atónita y trastornada, con la boca abierta por el estupor.

Sandra estaba segura de que había visto antes esa escena. Pero no se acordaba de a qué cuadro pertenecía. Recordó la pasión del inspector De Michelis por el arte y la pintura: le consultaría.

De una cosa estaba segura: ese cuadro estaba en Roma. Y era allí adónde tenía que ir.

Su turno empezaba a las dos de la tarde, pero pediría un permiso de algunos días. A fin de cuentas, después de la muerte de su esposo no había utilizado los días que le correspondían por asuntos familiares. Podía coger un tren de alta velocidad. Llegaría en menos de tres horas. Quería ver con sus propios ojos, como decía David. Sentía la necesidad de entender, porque ahora estaba segura de que había una explicación.

En su cabeza planificaba el viaje mientras se dedicaba a pasar a papel la última foto del carrete. Las cuatro primeras sólo contenían preguntas que se unían a todos los interrogantes sin respuesta que había acumulado hasta ese momento.

Tal vez en la quinta, al menos, hubiera una respuesta.

La trató con la mayor delicadeza mientras la imagen emergía sobre el papel. Una mancha oscura sobre un fondo claro empezó a delinearse, detalle a detalle. Como un vestigio que surge progresivamente de los abismos después de haber transcurrido décadas en una absoluta oscuridad.

Era un rostro.

De perfil, cogido por sorpresa, sin que se percatara de que alguien lo estaba fotografiando. ¿Tenía que ver con lo que David estaba haciendo en Roma, o podía incluso estar relacionado con su muerte? Sandra comprendió que debía encontrar a ese individuo.

Tenía el pelo negro como la ropa que llevaba, los ojos huidizos y melancólicos.

Y una cicatriz en la sien.

09.56 h

Marcus dejaba que su mirada se perdiera en el espectáculo de Roma desde la terraza del castillo. A su espalda se recortaba el arcángel Miguel que, con las alas desplegadas y la espada blandida, velaba por las criaturas humanas y sus infinitas miserias. A la izquierda de la estatua de bronce se veía la campana de la misericordia, cuyo tañido anunciaba las sentencias de muerte en la época oscura en que Castel Sant'Angelo era la prisión del papado.

Ese lugar de suplicio y desesperación se había convertido en una meta para turistas. Sacaban fotos de recuerdo aprovechando un rayo de sol que se había abierto paso entre las nubes y hacía refulgir la ciudad bañada por la lluvia.

Clemente se reunió con Marcus y se puso a su lado sin apartar la mirada del paisaje.

—¿Qué ocurre?

Utilizaban un buzón de voz para concertar los encuentros. Cuando uno de los dos quería ver al otro, sólo tenía que dejar un mensaje indicando el lugar y la hora. Ninguno de los dos había faltado nunca a esas citas.

—El asesinato de Valeria Altieri.

Antes de contestar, Clemente escrutó su cara tumefacta.

—¿Quién te ha dejado así?

—Esta noche he conocido a su hijo Raffaele.

Clemente eludió hacer más preguntas y se limitó a sacudir la cabeza.

—Una horrible historia. El delito quedó sin resolver.

Lo dijo como si conociera bien el caso, lo que a Marcus le pareció más bien raro, ya que en la época en que ocurrieron los hechos su amigo debía de tener poco más de diez años. Por tanto, sólo había una explicación: ellos también se habían ocupado de ese crimen.

—¿Hay algo en el archivo?

A Clemente no le gustaba hablar de ello en público.

—Deberías tener cuidado —lo increpó.

—Es muy importante. ¿Qué sabes?

—Se siguieron dos pistas. Ambas implicaban a Guido Altieri. En el asesinato de una adúltera, el primer sospechoso siempre es el marido. El abogado conocía a gente y tenía recursos para encargar la carnicería y salir indemne.

Si Guido Altieri era culpable, había dejado conscientemente a su hijo con los cadáveres durante dos días sólo para reforzar su coartada. Marcus no podía creerlo.

—¿Y la segunda pista?

—Altieri es un tiburón y en aquel momento se encontraba en Londres para cerrar una importante fusión empresarial. En realidad, la operación escondía detalles poco claros. Había petróleo y tráfico de armas por medio, estaban en juego intereses de altísimo nivel. La palabra inglesa «Evil», escrita encima de la cama de la masacre, podía interpretarse como un mensaje para el abogado.

—Una amenaza.

—Bien, en el fondo los asesinos no tocaron a su hijo.

Unos niños pasaron corriendo junto a Marcus, que los siguió con la mirada, envidiando su manera despreocupada de estar en el mundo.

—¿Cómo es posible que esas dos pistas no condujeran a nada?

—Respecto a la primera, Guido y Valeria Altieri estaban en trámites de divorcio. Ella era demasiado impulsiva, el patrón de barco sólo era el último de una larga lista. El abogado no debió de lamentar demasiado la pérdida, ya que volvió a casarse pocos meses después de los hechos. Desde entonces tiene otra familia, otros hijos. Y luego, admitámoslo, si alguien como Altieri hubiera querido liquidar a su mujer, habría escogido una manera menos cruenta.

—¿Y Raffaele?

—Hace años que no le habla. Por lo que sé, es un chico desequilibrado, entra y sale de clínicas psiquiátricas. Echa la culpa de lo ocurrido a su padre.

—¿Y la tesis del complot internacional?

—Se aguantó durante un tiempo, pero luego cayó por falta de pruebas.

—¿No había huellas, ningún indicio en el lugar del crimen?

—A pesar de que parecía una carnicería, los asesinos fueron precisos y limpios.

Aunque no hubiera sido así, Marcus pensó que el asesinato tuvo lugar en una época en que las investigaciones se llevaban a cabo con los viejos sistemas. Los análisis de ADN se habían ido introduciendo gradualmente en los métodos de la Policía Científica. Además, la escena del crimen había sido «contaminada» por la presencia del niño durante cuarenta y ocho horas, y después se borró para siempre. Se acordó del duplicado que Raffaele Altieri había reproducido con la esperanza de encontrar una respuesta. Diecinueve años antes, la incapacidad de identificar rápidamente a los autores materiales acabó por comprometer irremediablemente el resultado de la investigación. Por eso fue todavía más difícil encontrar un móvil.

—Había una tercera pista, ¿verdad?

Marcus lo había intuido: era el motivo por el que en el pasado el caso también les interesó a ellos. No entendía por qué su amigo no se lo había comentado. De hecho, Clemente intentó desviar la conversación.

—Escucha, ¿qué tiene que ver esto con Jeremiah Smith y la desaparición de Lara?

—Todavía no lo sé. Ayer por la noche Raffaele Altieri estaba en el apartamento de la chica, alguien le convocó allí a través de una carta.

—¿Alguien? ¿Quién?

—No tengo ni idea, pero en casa de Lara había una Biblia en el estante de los libros de cocina. La anomalía se me pasó por alto durante la primera inspección. A veces hace falta oscuridad para ver mejor las cosas: por eso esta noche he vuelto al piso. Quería reproducir las mismas condiciones en que se movió Jeremiah.

—¿Una Biblia? —Clemente no lo entendía.

—La página de la carta de san Pablo a los Tesalónicos estaba marcada: «El día del Señor llegará como el ladrón en la noche…» Si no fuera absurdo, diría que alguien colocó un mensaje allí para nosotros, para que encontráramos a Raffaele Altieri.

Clemente se puso tenso.

—Nadie sabe nada de nosotros.

—Ya —dijo Marcus. «Nadie», se repitió con amargura.

Clemente lo apremió.

—No tenemos mucho tiempo para salvar a Lara, ya lo sabes.

—Tú me dijiste que siguiera mi instinto, que sólo yo puedo encontrarla. Y es lo que estoy haciendo —Marcus no tenía intención de soltar su presa—. Ahora háblame de la otra pista. En la escena del crimen, además de la palabra «Evil» encontraron tres signos circulares trazados con la sangre de las víctimas, que formaban los vértices de un triángulo.

Clemente se volvió hacia el arcángel de bronce, como si invocara su protección por lo que estaba a punto de decir.

—Es un símbolo esotérico.

A Marcus no le sorprendió que se hubiera omitido ese detalle en los informes. Los policías eran gente práctica, no les gustaba que una investigación se extraviara en el mundo de lo oculto. Eran argumentos difícilmente presentables en una sala de vistas, que incluso podrían proporcionar a los posibles imputados una escapatoria para alegar enfermedad mental. Y, además, también se corría el riesgo de hacer el ridículo.

Sin embargo, Clemente consideraba seriamente aquella hipótesis.

—Hay quien opina que, en ese dormitorio, se celebró un rito.

Los delitos con trasfondo ritual entraban dentro de las anomalías de las que solían ocuparse. En ellos se mezclaban hedonismo y sexo. Mientras esperaba que Clemente le trajera del archivo el expediente sobre el caso Altieri, Marcus tenía prisa por comprender el significado del símbolo triangular, por lo que se dirigió al único lugar donde podría encontrar la respuesta.

La Biblioteca Angélica tenía su sede en el antiguo convento de los agustinos, en la piazza SantAgostino. Desde el siglo XVII, los monjes se ocupaban de recoger, catalogar y preservar unos 200.000 valiosos volúmenes, divididos entre fondo antiguo y fondo moderno. Fue la primera biblioteca europea que se abrió a las consultas públicas.

Marcus estaba sentado a una de las mesas de la sala de lectura, llamada «Jarrón Vanvitelliano» por el nombre del arquitecto que había restaurado el complejo en el siglo XVIII, rodeado de una estantería de madera repleta de libros. Se accedía a ella a través de un vestíbulo adornado con cuadros de árcades ilustres en el que se ubicaban los catálogos. Algo más allá estaba la sala blindada que contenía las miniaturas más preciosas.

En el curso de los siglos, la Biblioteca Angélica había sido protagonista de varias controversias de trasfondo religioso, ya que también conservaba numerosos textos prohibidos. Eran los que le interesaban a Marcus, que había solicitado examinar algunos tomos sobre aquella simbología.

Llevaba un guante blanco de algodón para pasar las páginas, ya que el contacto con los ácidos de la piel podría estropearlas. En la sala se percibía un único sonido, parecido al de una mariposa batiendo las alas. En la época de la Santa Inquisición, Marcus habría pagado con la vida el solo hecho de leer aquellas palabras. En una hora de búsqueda, consiguió remontarse al origen del símbolo triangular.

Nacido como opuesto a la cruz cristiana, se convirtió en el emblema de algunos cultos satánicos. Su creación se remontaba a la época de la conversión del emperador Constantino. La persecución a los cristianos cesó, y éstos abandonaron las catacumbas. Los paganos, sin embargo, fueron a refugiarse allí.

Marcus se sorprendió al descubrir que el satanismo moderno derivaba precisamente de ese paganismo. Con el transcurso de los siglos, la figura de Satanás reemplazó a otras divinidades, ya que era el antagonista principal del Dios de los cristianos. Los adeptos a esos cultos también se consideraban fuera de la ley. Se reunían en sitios aislados, generalmente al aire libre. Con un bastón dibujaban las paredes de su templo sobre el suelo, así resultaba fácil borrarlas en el caso de que fueran sorprendidos. El asesinato de inocentes servía para sellar pactos de sangre entre los seguidores. Pero, además de poseer un objetivo ritualista, escondía también otro más práctico.

«Si hago que maten a alguien por ti, estás unido a mí de por vida», dedujo Marcus. Quien abandonaba la secta corría el peligro de ser denunciado por asesinato.

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