Ese olor formaba parte del mundo de Lara, ése era el lugar donde se sentía feliz. Su pequeño reino.
Abrió las puertas del armario y apartó la ropa que colgaba de las perchas. Algunas estaban vacías. Tres pares de zapatos se alineaban en el suelo del interior. Dos eran zapatillas deportivas y el otro, zapatos salón, para las ocasiones especiales. Pero había espacio para un cuarto par, que faltaba.
La cama era de una plaza y media. Entre las almohadas destacaba un oso de peluche. Debía de haber sido testigo de la vida de Lara desde que era pequeña. Pero ahora se había quedado solo.
En la única mesilla de noche de la habitación había un marco con la foto de Lara junto a sus padres, y una caja de latón que contenía un anillo con un pequeño zafiro, una pulsera de coral y algo de bisutería. Marcus observó la foto con más atención. La reconoció: estaba entre las que Clemente le había mostrado en el Caffè della Pace. Lara llevaba una cadenita de oro con un crucifijo, pero él no pudo encontrarla en el joyero.
Clemente lo esperaba al pie de la escalera y, poco después, lo vio volver a bajar.
—¿Y bien?
Marcus se quedó quieto.
—Podrían habérsela llevado.
Nada más pronunciar esa frase, estuvo completamente seguro de ello.
—¿Cómo puedes afirmarlo?
—Hay demasiado orden. Como si la ropa que falta y el teléfono que no se encuentra sólo fueran una puesta en escena. Pero a la persona que lo haya organizado se le ha escapado el detalle de la cadena que aseguraba la puerta desde dentro.
—¿Y cómo lo ha hecho para…?
—Ya llegaremos a ese punto —lo interrumpió Marcus.
Empezó a moverse por la habitación, intentando focalizar bien lo que había ocurrido. Su mente giraba vertiginosamente. Las piezas del mosaico empezaron a descomponerse ante sus ojos.
—Lara tuvo un invitado.
Clemente sabía lo que estaba ocurriendo. Marcus empezaba a identificarse con alguien. Ése era su talento.
Ver lo que veía el intruso.
—Estuvo aquí cuando Lara no estaba. Se sentó en su sofá, probó la blandura de su cama, hurgó entre sus cosas. Miró las fotos, hizo propios sus recuerdos. Tocó su cepillo de dientes, olió la ropa buscando su aroma. Bebió del vaso que había en el fregadero a la espera de ser lavado.
—No te sigo…
—Sabía cómo moverse. Lo sabía todo de Lara: horarios, costumbres…
—Pero nada de eso hace pensar en un secuestro. No hay signos de violencia, nadie en el edificio oyó gritos ni que pidieran ayuda. ¿Cómo puedes afirmarlo?
—Porque la cogió mientras dormía.
Clemente estaba a punto de decir algo, pero Marcus se adelantó.
—Ayúdame a buscar el azúcar.
A pesar de no entender exactamente lo que le pasaba por la cabeza, decidió seguirle. En uno de los armarios altos de la cocina localizó un frasco en el que ponía SUGAR; mientras, Marcus examinó el azucarero que se encontraba en medio de la mesa, junto al servicio de té.
Los dos estaban vacíos.
Se miraron durante un largo momento con los objetos en las manos. Entre ellos vibraba una energía positiva. No era una simple coincidencia. Marcus no lo había dicho por ver si acertaba. Había tenido una intuición que podía confirmarlo todo.
—El azúcar es el mejor sitio para ocultar un narcótico: disfraza el sabor y seguro que la víctima lo toma con regularidad.
—Y Lara últimamente siempre estaba cansada, lo decían sus amigos —Clemente se estremeció al decirlo. Ese detalle lo cambiaba todo. Pero por el momento no podía hablar de ello con Marcus.
—Sucedió gradualmente, no había prisa —prosiguió Marcus—. Y eso prueba que quien la secuestró ya había estado aquí antes de esa noche. Además de la ropa y el móvil, también hizo desaparecer el azúcar que contenía el narcótico.
—Pero olvidó la cadena de la puerta —añadió Clemente. Era el detalle disonante que hacía añicos cualquier teoría—. ¿Por dónde entró y, sobre todo, por dónde salieron juntos?
Marcus volvió a mirar a su alrededor.
—¿Dónde nos encontramos?
Roma era el mayor centro arqueológico «habitado» del mundo. La ciudad había ido desarrollándose a capas, sólo había que excavar algunos metros para encontrarse con vestigios de épocas y civilizaciones precedentes. Marcus sabía bien que la vida que estaba en la superficie también se había estratificado en el transcurso del tiempo. Cada lugar encerraba muchas historias y más de una función.
—¿Qué es este sitio? No digo ahora, sino antes: has dicho que el edificio se remonta al siglo XVIII.
—Era una de las residencias de los marqueses Costaldi.
—Sí. Los nobles ocupaban los pisos superiores, mientras que aquí se hallaban los obradores del patio, los depósitos y los establos.
Marcus se tocó la cicatriz de la sien izquierda. No conseguía comprender de dónde procedía ese recuerdo. ¿Cómo podía saberlo? Muchas informaciones habían desaparecido para siempre de su memoria. Otras volvían inesperadamente, llevando consigo la desagradable pregunta sobre su origen. Había un lugar en él donde ciertas cosas existían pero permanecían ocultas. De vez en cuando volvían a aflorar, recordándole incluso la existencia de aquel lugar de las nieblas y el hecho de que nunca lo encontraría.
—Tienes razón —dijo Clemente—. El palacio permaneció así durante mucho tiempo. El ente universitario lo recibió gracias a una donación hace unos diez años y lo transformó en un edificio de apartamentos.
Marcus se agachó en el suelo. El parquet era de madera maciza, sin pulir. Las lamas eran estrechas. «No, aquí no puede ser», se dijo. Sin desanimarse, se dirigió hacia el baño, seguido de Clemente.
Cogió uno de los cubos que había en el armario de las escobas, lo metió bajo la ducha y lo llenó hasta la mitad. A continuación dio un paso atrás. Clemente se hallaba a su espalda y todavía no entendía qué estaba haciendo.
Marcus inclinó el cubo y dejó caer el agua sobre el suelo de baldosas. Se formó un charco a sus pies. Permanecieron mirándolo, a la espera.
Después de unos segundos, el agua empezó a desvanecerse.
Parecía un juego de magia, como el de la chica que desaparece en una caja cerrada por dentro. Sólo que esta vez había una explicación.
El agua se había filtrado hacia el subsuelo.
Entre una loseta y otra se formaron burbujitas de aire, hasta describir un cuadrado perfecto. Cada lado medía aproximadamente un metro.
Marcus se puso de rodillas y recorrió las losetas con la punta de los dedos, buscando una rendija. Le pareció notar una. Se levantó para buscar algo con lo que hacer palanca. De un estante cogió unas tijeras de metal. Bastaron para levantar lo suficiente el cuadrado de baldosas. Metió los dedos en el resquicio y, cuando lo alzó, descubrió una trampilla de piedra.
—Espera, te echaré una mano —dijo Clemente.
Deslizaron la tapa hacia un lado y bajo ella apareció una antigua escalera de travertino que descendía un par de metros hacia el subsuelo antes de llegar a un pasillo.
—El intruso pasó por aquí —anunció Marcus—. Por lo menos dos veces: cuando entró y cuando salió con Lara.
Después cogió la pequeña linterna que llevaba siempre consigo, la encendió y la enfocó hacia la abertura.
—¿Quieres bajar ahí?
Él se volvió hacia Clemente.
—¿Por qué lo preguntas? ¿Tengo elección?
Sosteniendo la linterna en una mano, Marcus bajó la escalera de piedra. Una vez abajo, se dio cuenta de que se encontraba en un túnel que recorría toda la casa y se perdía en dos direcciones opuestas. Era un verdadero pasadizo subterráneo. No se veía adónde llevaba.
—¿Todo bien? —le preguntó Clemente, que se había quedado arriba.
—Sí —contestó lacónicamente Marcus.
Probablemente, en el siglo XVIII, la galería era una vía de escape en caso de peligro. No le quedaba otra salida que aventurarse hacia una de las dos direcciones. Escogió aquella de donde le pareció que provenía un ruido sordo, de lluvia estrepitosa. Recorrió al menos cincuenta metros y resbaló un par de veces a causa del suelo fangoso. Algunas ratas le pasaron junto a los tobillos, rozándole con sus cuerpos calientes y lacios, antes de alejarse rápidamente para esconderse en la oscuridad. Reconoció el fragor del Tíber, crecido por las persistentes lluvias de los últimos días, y su olor dulzón, parecido al de un animal afanado en una carrera impetuosa. Lo siguió y, poco después, vislumbró una pesada reja por la que se filtraba la grisácea luz del día. Por allí no se podía seguir, de modo que retrocedió para intentarlo en la otra dirección. Una vez allí, advirtió algo que brillaba en el fango.
Se agachó para recogerlo: era una cadenita de oro que llevaba colgado un crucifijo.
Recordó haberlo visto en el cuello de Lara en la foto en la que estaba con sus padres y que tenía en la mesilla. Era la prueba de que había acertado en todo.
Clemente tenía razón. Ése era su talento.
Electrizado por el descubrimiento, Marcus no se dio cuenta de que mientras tanto su amigo se había reunido con él. Se percató de su presencia cuando éste se puso a su lado.
Le mostró la cadenita.
—Mira…
Clemente la cogió entre las manos y la observó.
—La chica podría estar viva todavía —dijo Marcus, abstraído por ese descubrimiento—. Tenemos una pista, debemos descubrir quién fue.
Pero reparó en que su amigo no compartía su entusiasmo. Lo cierto era que parecía turbado.
—Ya lo sabemos. Sólo necesitaba confirmarlo… Y, por desgracia, ya lo he hecho.
—¿A qué te refieres?
—Al narcótico en el azúcar.
Marcus no acababa de entenderlo.
—Y, entonces, ¿qué problema hay?
Clemente se quedó mirándole, serio.
—Tal vez sea mejor que conozcas a Jeremiah Smith.
08.40 h
La primera lección que Sandra Vega había aprendido era que las casas nunca mienten.
Las personas, cuando hablan de sí mismas, son capaces de crear a su alrededor otras realidades que acaban incluso por creerse. Pero el lugar donde eligen vivir, inevitablemente, lo dice todo de ellas.
A causa de su trabajo, Sandra había visitado muchas casas. Cada vez que estaba a punto de cruzar un umbral, le parecía que debía pedir permiso. Y, sin embargo, para lo que tenía que hacer allí no le hacía falta ni llamar al timbre.
Cuando, muchos años antes de iniciar su profesión, viajaba en tren por la noche y observaba las ventanas iluminadas de los edificios, se preguntaba qué estaría sucediendo detrás de ellas. Qué vidas, qué historias estarían desarrollándose. De vez en cuando conseguía robar breves escenas involuntarias. Una mujer planchando mientras veía la tele. Un hombre en el sofá entretenido haciendo aros con el humo de un cigarrillo. Un niño de pie sobre una silla revolviendo un aparador. Breves fotogramas de una película desde su ventanilla. Después, el tren pasaba y aquellas vidas continuaban su curso, aun sin saberlo.
Siempre imaginaba que prolongaba la exploración. Paseaba, invisible, entre los objetos más queridos de esas personas. Las observaba en sus ocupaciones más banales, como si fueran peces en un acuario.
Sandra solía preguntarse qué habría ocurrido antes de que ella llegara entre las paredes de todas aquellas casas en las que había vivido. Qué alegrías, peleas, tristezas habían languidecido sin un solo eco.
A veces pensaba en dramas o en horrores escondidos como secretos en aquellas habitaciones. Por suerte, las casas olvidaban de prisa. Los inquilinos cambian y todo vuelve a empezar desde el principio.
Los que se van, a veces, dejan huellas de su paso: un pintalabios olvidado en el armario del baño, una vieja revista sobre una repisa, un par de zapatos en un trastero, el número de teléfono de ayuda a víctimas de violación anotado en una hoja escondida en el fondo de un cajón.
A través de aquellos pequeños signos, en algunos casos se podía recorrer hacia atrás la historia de una persona.
Nunca se habría imaginado que precisamente la búsqueda de esos detalles iba a convertirse en su profesión. Pero había una diferencia: cuando ella llegaba, esos lugares habían perdido para siempre su inocencia.
Sandra entró en el cuerpo tras superar unas oposiciones, su instrucción era la estándar. Llevaba un arma reglamentaria y sabía cómo usarla. Pero su uniforme era la bata blanca que suministraba la Policía Científica. Tras un curso de especialización, pidió que la asignaran al equipo de fotografía forense.
Llegaba a la escena del crimen con sus cámaras y el único objetivo de detener el tiempo. Todo quedaba congelado bajo el resplandor del flash. Nada cambiaba desde el instante en que el objetivo lo establecía así.
La segunda lección que Sandra había aprendido era que las casas también mueren, como las personas.
Su destino era, precisamente, asistir a los últimos instantes de vida de sus habitantes y saber que ya no volverían a poner allí los pies nunca más. Las señales de aquel lento apagarse eran las camas sin hacer, los platos en el fregadero, un calcetín abandonado en el suelo. Como si los inquilinos hubieran huido dejándolo todo desordenado para escapar del repentino fin del mundo. Cuando, en realidad, el fin del mundo había tenido lugar justo entre aquellas paredes.
Así que, en cuanto Sandra cruzó el umbral del apartamento de la quinta planta del edificio popular de la periferia de Milán, supo que allí la esperaba la escena de un crimen difícil de olvidar. Lo primero que vio fue el árbol adornado, aunque faltaba bastante para Navidad. Instintivamente comprendió los motivos. Su hermana, con cinco años, también impidió que sus padres quitaran los adornos después de las fiestas. Estuvo llorando y berreando toda una tarde, y al final sus padres se rindieron, esperando que antes o después se le pasara. Sin embargo, el abeto de plástico con las lucecitas y las bolas de colores se quedó en su rincón durante todo el verano y el otoño siguiente. Por eso Sandra sintió en seguida una punzada en el estómago.
No había duda: en aquella casa vivía un niño.
Podía notar su presencia incluso en el aire. Porque la tercera lección que había aprendido era que las casas tienen su olor, que pertenece a quien las habita y siempre es distinto, único. Cuando los inquilinos cambian, el olor desaparece para dejar espacio a uno nuevo. Se forma con el tiempo, sedimentando otros perfumes, químicos o naturales —suavizante y café, libros de texto y plantas de interior, detergente de suelos y sopa de col—, y se convierte en el olor de esa familia, de las personas que la forman; lo llevan encima y ni siquiera lo notan.