El cazador dejó aquella habitación y por fin llegó ante la puerta cerrada. Se puso a escuchar. No se oía ningún ruido del otro lado. Bajó la mirada al suelo. Podía distinguir el reflejo dorado que se extendía a sus pies. Pero no pasó ninguna sombra que lo interrumpiera: habría sido la prueba de que había alguien dentro. Pero, en el suelo, vio una marca que nunca había visto.
Una corona de pequeñas manchas oscuras.
«Sangre», pensó. Pero ahora no podía entretenerse con ese detalle. No quedaba tiempo para dudas o distracciones. Su presa era despiadada y compleja, no debía olvidarlo. Por mucho que le fascinara, sabía que el abismo excavado en su alma no dejaba lugar a dudas: nunca se mediría con la criatura palpitante que lo habitaba.
La única posibilidad era actuar antes, cogerla por sorpresa. Había llegado el momento. La caza iba a terminar. Sólo después podría encontrarle sentido a todo.
Dio un paso atrás. A continuación le asestó una patada a la puerta y la abrió. Apuntó con la pistola narcotizante, esperando distinguir en seguida el blanco. Pero no lo vio. La puerta volvió hacia atrás a causa del golpe y tuvo que sujetarla con una mano. Entró, mirando rápidamente a su alrededor.
No había nadie.
Una tabla de planchar. Un mueble con una vieja radio y una lámpara encendida. Un perchero con ropa colgada.
El cazador se acercó a él. ¿Cómo era posible? Era la misma ropa que la presa llevaba cuando la vio entrar en el edificio. Anorak azul, pantalones de pana gris, zapatillas de deporte y una gorra con visera. El cazador bajó la mirada y reparó en el cuenco que había en un rincón.
Fedor,
leyó en el borde. Volvió a su mente la imagen del viejo que salía a pasear al cocker.
«Maldición», se dijo a sí mismo. Pero luego, al comprender la astucia que había en ese engaño, se echó a reír. Estaba admirado por el sistema que el transformista había ideado para cubrirse las espaldas. Cada día volvía a casa y se ponía ese disfraz para llevar al perro a los jardines. Desde allí, vigilaba su propia casa.
Eso significaba que Jean Duez —o, más exactamente, el ser inmundo que había ocupado su lugar— ahora conocía su existencia.
01.40 h
Después de la tormenta, los perros callejeros se habían adueñado del casco antiguo. Se movían en manada, silenciosos y pegados a los muros. Marcus se los encontró de frente en la via dei Coronari, se dirigían hacia él. Los guiaba un mestizo de pelo rojizo al que le faltaba un ojo. Por un momento, sus miradas se encontraron y se examinaron. Después volvieron a ignorarse y cada uno siguió su camino.
Unos minutos después, atravesó de nuevo el umbral del piso de Lara en el edificio del organismo universitario.
En la oscuridad, como lo hizo Jeremiah Smith.
Alargó una mano para encender el interruptor, pero se lo pensó mejor. Probablemente el secuestrador utilizó una linterna, de modo que cogió la que llevaba en el bolsillo y comenzó a recorrer las habitaciones. El foco de luz exhumaba de las sombras los muebles y los ornamentos.
No sabía exactamente qué tenía que buscar, pero estaba convencido de que había un nexo entre la joven estudiante y Jeremiah.
Lara era mucho más que una simple víctima, era un objeto de deseo. Marcus tenía que descubrir lo que los unía, sólo así podría llegar a averiguar el lugar en que la chica se encontraba prisionera. Eran sólo hipótesis mezcladas con esperanzas, pero por el momento no se aventuraba a descartar nada.
A lo lejos se oían los ladridos de los perros callejeros.
Con ese melancólico fondo, empezó su exploración por la planta inferior, por el pequeño baño donde se encontraba la trampilla por la que se había introducido el secuestrador. Junto al plato de ducha, había un estante en el que estaban perfectamente ordenados por altura frascos de gel de baño, champú y crema suavizante. La misma precisión podía observarse en la disposición de los detergentes junto a la lavadora. El espejo de encima del lavabo escondía un armario: contenía productos cosméticos y fármacos. El calendario colgado en la puerta estaba actualizado en la página del último mes.
Fuera, los perros empezaron a ladrar y a gruñirse entre ellos, como si estuvieran enfrascados en una pelea.
Marcus volvió al pequeño salón donde estaba la cocina. Antes de subir al piso de arriba, Jeremiah Smith se preocupó de vaciar el azucarero del centro de la mesa y el bote de la repisa en el que ponía SUGAR, para hacer desaparecer los restos de narcótico. Se dedicó a cada tarea con extrema calma, sin prisa. Allí no corría peligro. Tenía todo el tiempo del mundo mientras Lara dormía.
«Estás en forma, no has cometido errores, pero aun así algo tiene que haber.» Marcus sabía que la historia de los asesinos en serie que se desviven por revelar al mundo sus hazañas y que por eso emprenden un desafío con quienes intentan detenerlos era un cuento chino que les iba bien a los medios de comunicación para mantener viva la atención del público. Al asesino en serie le gusta lo que hace. Precisamente por eso quiere seguir haciéndolo durante el mayor tiempo posible. No le interesa la fama, sería un obstáculo. Pero, a veces, deja una señal de su paso. No quiere comunicar, sino compartir.
«¿Qué has dejado para mí?», se preguntó Marcus.
Enfocó la linterna hacia los armarios de la cocina. En uno había libros de recetas. Probablemente, cuando vivía con sus padres, Lara nunca tuvo necesidad de prepararse la comida. En el momento en que se trasladó a Roma, en cambio, tuvo que aprender a cuidar de sí misma y también a cocinar. Pero entre aquellos ejemplares de lomos de colores, destacaba un tomo negro. Marcus se acercó y agachó la cabeza para leer el título. Era una Biblia.
«Anomalías», pensó.
La cogió y la abrió por la página marcada con una cinta de raso rojo. Era la carta de san Pablo a los Tesalónicos.
«El día del Señor llegará como el ladrón en la noche.»
Una macabra ironía, y seguro que no era casual. ¿Alguien había puesto ese libro allí? Esas palabras se referían al Día del Juicio, pero por otra parte servían para describir lo que le había ocurrido a Lara. Alguien se la había llevado. El ladrón, esta vez, había robado a una persona. La joven estudiante no se había percatado de la presencia de Jeremiah Smith rondando como una sombra en torno a ella. Marcus miró en derredor: el sofá, el televisor, las revistas que había sobre la mesa, la nevera con los imanes, el viejo parquet gastado. Aquella pequeña casa era el sitio donde Lara se sentía más segura. Pero eso no había bastado para protegerla. ¿Cómo podría haberse dado cuenta? ¿Cómo podría haberlo sabido? «La naturaleza empuja a los hombres hacia el optimismo», se dijo. Es fundamental para la supervivencia de la especie dejar de lado los peligros potenciales y concentrarse sólo en los más probables.
No se puede vivir en el miedo.
Una visión positiva es la que nos hace ir hacia adelante a pesar de las adversidades y el dolor que jalonan la existencia. Sólo tiene un inconveniente, allí es donde suele esconderse el mal.
En ese momento los perros dejaron de ladrar. Un estremecimiento frío le atenazó la nuca, porque de repente oyó un sonido nuevo. Un crujido casi imperceptible, provocado por las lamas del suelo.
«El día del Señor llegará como el ladrón en la noche», se recordó a sí mismo cuando se dio cuenta de que había sido un error no controlar primero el piso de arriba.
—Apágala.
La voz procedía de la escalera que estaba a su espalda y se refería claramente a la linterna que llevaba en la mano. Obedeció sin volverse. Quienquiera que fuera, ya estaba dentro cuando llegó. Marcus se concentró en el silencio que lo rodeaba. El hombre se encontraba, como mucho, a un par de metros de él. A saber desde cuándo estaría observándolo.
—Date la vuelta —ordenó la voz.
Marcus lo hizo, lentamente. La luz del patio se filtraba débilmente por la reja de la ventana y proyectaba una cuadrícula en la pared, parecida a una jaula. En ella estaba recluida, como un animal salvaje, una silueta oscura y amenazadora. Una sombra recortada en la sombra. El hombre por lo menos medía unos veinte centímetros más que él y era de constitución robusta. Permanecieron inmóviles durante un largo rato, sin hablar. Luego la voz afloró de nuevo en la oscuridad.
—¿Eres tú?
Por su timbre, parecía poco más que un chico. En su tono, Marcus reconoció rabia, pero también temor.
—Eres tú, hijo de puta.
No podía saber si iba armado. Calló, dejando que fuera él quien hablara.
—Te vi venir aquí con ese otro ayer por la mañana —Marcus intuyó que se refería a su primera visita junto a Clemente—. Hace dos días que no pierdo de vista este sitio. ¿Qué queréis de mí?
Marcus intentó descifrar esas palabras, pero todavía no comprendía su sentido. Y no había manera de imaginar lo que iba a pasar.
—¿Es que queréis putearme?
La sombra dio un paso hacia él. Marcus entrevió sus manos y supo que no empuñaba ninguna arma. Entonces aventuró:
—No sé a qué te refieres.
—Anda ya.
—Tal vez sería mejor que lo habláramos con calma, fuera de aquí —dijo buscando el camino del diálogo.
—Lo hablaremos ahora.
Marcus decidió mostrar sus cartas.
—¿Estás aquí por la chica desaparecida?
—Yo no sé nada de la chica, no tengo nada que ver. ¿Quieres joderme, gilipollas?
Intuyó que tal vez era sincero: si era cómplice de Jeremiah Smith, ¿para qué correr el riesgo de volver?
Marcus no hizo ningún comentario. Antes de encontrar una respuesta, el extraño se abalanzó sobre él, lo cogió por las solapas y lo empujó contra la pared. Mientras lo sujetaba, con la otra mano cogió un sobre y lo agitó delante de sus ojos.
—¿Eres tú quien me ha escrito esta mierda de carta?
—No he sido yo.
—Entonces, ¿qué haces aquí?
Antes, Marcus tenía que averiguar qué relación había entre esa situación y la desaparición de Lara.
—Hablemos de esa carta, si quieres.
Pero el chico no tenía ninguna intención de cederle el control de la conversación.
—¿Te manda Ranieri? Puedes decirle a ese bastardo que ha terminado conmigo.
—No conozco a ningún Ranieri, tienes que creerme.
Intentó liberarse, pero el chico lo sujetaba con fuerza. Todavía no había acabado con él.
—¿Eres policía?
—No.
—¿Y el símbolo? Nadie sabe lo del símbolo.
—¿Qué símbolo?
—El de la carta, imbécil.
La carta y el símbolo: Marcus almacenó esa información. No era mucho, pero quizá podía resultarle útil para entender las intenciones del chico. O, tal vez, estaba delirando. Tenía que conseguir dominar la situación.
—Para ya con esa historia de la carta. Yo no sé nada.
El chico quería ganar tiempo.
—Y tú, ¿quién coño eres?
Marcus no contestó, esperaba a que el muchacho se calmara. Sin embargo, sin darse cuenta, se encontró tirado en el suelo y aplastado por el peso del agresor. Intentó defenderse, pero el joven le comprimía el pecho y lo golpeaba con fuerza. Se cubrió con los brazos para protegerse la cabeza, pero los puñetazos lo aturdieron. Notó cómo el sabor de la sangre le llenaba la boca. Le pareció que iba a desmayarse cuando se dio cuenta de que la furia había terminado. Desde donde estaba vislumbró que el chico abría la puerta del apartamento. Por un instante lo vio de espaldas, a través de la luz del patio. Después la puerta se cerró. Oyó sus pasos mientras se alejaba rápidamente.
Esperó un poco antes de tratar de levantarse. La cabeza le daba vueltas y le silbaban los oídos. No sentía dolor. Todavía no. Le llegaría todo de golpe, lo sabía, pero no hasta dentro de un rato. Siempre ocurría así. Le dolería todo, incluso donde no lo había golpeado. No recordaba exactamente de qué experiencia pasada procedía ese recuerdo, pero sabía que era así.
Se incorporó y se quedó sentado. Intentó ordenar las ideas. En vez de encontrar la manera de retenerlo, lo había dejado escapar. Intentó ser comprensivo consigo mismo, diciéndose que, en el fondo, no habría podido hacerle razonar. En cualquier caso, al menos había obtenido un resultado.
En la pelea, se había hecho con la carta.
Palpó el suelo para encontrar la linterna que se le había caído un rato antes. La encontró, le dio un par de golpecitos para que se encendiera y enfocó el sobre.
No llevaba remitente, pero iba dirigido a un tal Raffaele Altieri. La fecha del matasellos era de tres días antes. Dentro había un papel en el que sólo aparecía impresa la dirección del apartamento de Lara, en la via dei Coronari. Pero lo que más le impresionó fue el símbolo que servía de firma.
Tres puntitos rojos que formaban un triángulo.
06.00 h
No pudo dormir. Tras la llamada de Shalber, estuvo dando vueltas en la cama durante horas. Al final el radio despertador marcó las cinco, y Sandra se levantó.
Se arregló de prisa y llamó un taxi para dirigirse a comisaría, no quería que ninguno de sus colegas viera su coche. Era prácticamente seguro que no le habrían pedido explicaciones, pero últimamente le molestaba la manera en que la miraban. La viuda. ¿Así era como la llamaban? De todos modos, eso era lo que pensaban de ella. Su compasión se le quedaba desagradablemente pegada cada vez que pasaban por su lado. El drama era que algunos sentían el deber de decirle algo. Y ella se dedicaba a coleccionar frases de circunstancia. La más utilizada era: «Ánimo, tu marido David habría querido que fueras fuerte.» Sin embargo, le habría gustado grabarlas todas para demostrar al mundo que hay algo peor que la indiferencia por el dolor de los demás: la banalidad con la que tratamos de mitigarlo.
Pese a que, probablemente, sólo ella lo sentía así a causa de su irritabilidad. De cualquier manera, quería estar en el depósito donde se almacenaban las pruebas antes del cambio del turno de noche.
Empleó veinte minutos en llegar a su destino. Antes se detuvo en el bar para comprar un cruasán y un capuchino para llevar y luego se presentó ante el compañero que estaba recogiendo para irse a casa.
—Hola, Vega —le dijo, viéndola llegar por detrás del mostrador—. ¿Qué haces aquí a estas horas?
Sandra intentó esbozar la más serena de las sonrisas.
—Te he traído el desayuno.
Le quitó con placer ese peso de las manos.
—Eres una amiga. Esta noche ha habido bastante movimiento: han arrestado a una banda de colombianos que traficaba delante de la estación de Lambrate.