En el catálogo de la biblioteca encontró libros que explicaban cuál había sido la evolución histórica de aquellas prácticas, hasta la edad moderna. Como se trataba de publicaciones recientes, se quitó el guante de consulta y se sumergió en la lectura de un texto de criminología.
La forma satánica estaba presente en muchos delitos. Pero la mayoría de las veces era sólo un pretexto para dar salida a perversiones de naturaleza sexual. Algunos asesinos psicópatas estaban convencidos de que un ente superior intentaba comunicarse con ellos. El hecho de confiarse a un rito sanguinario era una manera de responder a la llamada. Los cadáveres se convertían en mensajeros.
El caso más conocido era el de David Richard Berkowitz, más conocido como el Hijo de Sam, un asesino en serie que tenía aterrorizada a la ciudad de Nueva York a finales de los años setenta. Cuando lo capturaron explicó a la policía que quien le había ordenado matar era una presencia demoníaca que le hablaba a través del perro de su vecino.
Marcus descartó que el caso de Valeria Altieri fuera un crimen patológico. El hecho de que hubieran actuado varios individuos presuponía una plena capacidad mental.
Los homicidas en grupo, sin embargo, eran una constante en los casos de satanismo. Porque, precisamente en la multitud, un individuo podía encontrar el valor de cometer una acción reprobable que, de otro modo, nunca habría llevado a cabo. La unión ayudaba a superar los normales frenos inhibidores, y la responsabilidad compartida no generaba sentimientos de culpabilidad.
Existía un satanismo «ácido» en el que los adeptos mantenían un exagerado consumo de drogas, que los hacía más manejables. Esos grupos se reconocían con facilidad gracias a su vestimenta, en la que destacaban el color negro y los símbolos de derivación satánica. La inspiración, más que de los textos sacrílegos, procedía de la música
heavy metal.
Marcus pensó que la palabra «Evil» escrita en la pared del dormitorio de Valeria Altieri podía sugerir ese género. Pero era raro que ese tipo de grupos llegara a matar a seres humanos, a menudo se conformaba con imitar misas negras y sacrificar pobres animales.
El verdadero satanismo nunca era tan escandaloso, consideró Marcus. Se basaba en el secreto más absoluto. No había pruebas de su existencia, únicamente engañosos y contradictorios indicios. De hecho, eran poquísimos los casos de delitos satánicos no atribuibles a fanáticos o a enfermos mentales. El más famoso había ocurrido precisamente en Italia y era el del llamado Monstruo de Florencia.
Marcus leyó con atención un breve resumen del caso. Resultaba que los ocho dobles homicidios, cometidos entre 1974 y 1985, no eran obra de una única mano, sino de un grupo de asesinos. Los investigadores se limitaron a detener a los culpables sin querer ir más allá, a pesar de que se temía que hubieran actuado por encargo y que estuvieran relacionados con algún tipo de secta mística, nunca identificada. La hipótesis era que los delitos se ordenaron con el objeto de procurarse fetiches humanos, para utilizarlos en algún tipo de ceremonia.
Marcus identificó un fragmento del resumen que podía resultar útil. Se refería a la motivación por la cual el Monstruo de Florencia mataba siempre a jóvenes parejas que buscaban intimidad en el campo. La muerte más favorable era la que se producía durante el orgasmo, también llamada
mors justi.
La creencia era que, en ese preciso instante, se liberaba una energía especial capaz de aumentar y reforzar los efectos de un rito maléfico.
En casos concretos, los asesinatos se cometían siguiendo un calendario riguroso, los días anteriores a las festividades cristianas, preferentemente en noches de luna nueva.
Marcus revisó la fecha del asesinato de Valeria Altieri y de su amante. Fue la noche del 24 de marzo, la vigilia de la celebración de la Anunciación del Señor. El momento en que, según los Evangelios, el arcángel Gabriel informa a la Virgen María de que concebirá al hijo de Dios. Y había luna nueva.
Subsistían todos los elementos de un delito satánico. Ahora se trataba de reanudar en esa dirección una investigación estancada desde hacía más de veinte años. Marcus estaba convencido de que alguien que sabía muchas cosas había decidido permanecer en silencio durante todo ese tiempo. Se hurgó el bolsillo y encontró la tarjeta de Ranieri que había cogido del escritorio de Raffaele Altieri.
Empezaría por el investigador privado.
Ranieri ocupaba un despacho en el último piso de un edificio en el barrio de Prati. Lo vio bajar de un Subaru verde. Aparentaba mucha más edad que en la foto de la página de internet que promocionaba los servicios de su agencia. Aunque a Marcus le parecía improcedente que alguien que desempeñaba un oficio basado en la discreción dejara ver su rostro a cualquiera, probablemente a Ranieri eso no le preocupaba.
Antes de seguirlo al interior del edificio, se percató de que el coche aparcado estaba lleno de manchas de barro. A pesar de la lluvia incesante de las últimas horas, era improbable que hubiera quedado en ese estado sin haber salido de Roma. Dedujo que el investigador había estado fuera de la ciudad.
El portero del inmueble estaba distraído leyendo el periódico, y Marcus pasó por delante de él sin problema. Ranieri había evitado el ascensor y, por el modo en que subía la escalera, parecía tener mucha prisa.
Entró en su oficina. Marcus, en cambio, se detuvo en la primera planta, donde había un recodo en el que podía esconderse y esperar a que el hombre volviera a salir, para introducirse en el piso y descubrir qué era aquello tan urgente.
Mientras aquella mañana llevaba a cabo su búsqueda en la biblioteca, Clemente, como le había prometido, le hizo llegar el expediente del caso, código «c.g. 796-74-8». Contenía un detallado dossier que incluía datos acerca de todos los protagonistas involucrados en el suceso. Lo encontró dentro de un buzón de una gran comunidad de vecinos. Habitualmente lo utilizaban para intercambiar documentos y, en realidad, no iba remitido a ningún inquilino.
Marcus tuvo ocasión de estudiar bien el perfil de Ranieri mientras esperaba su llegada.
El investigador privado no gozaba de buena reputación. Pero no era de extrañar. Lo habían apartado del Colegio Oficial por conducta incorrecta. Por lo que parecía, aquélla no era su única ocupación: en el pasado había participado en algunas estafas, e incluso llegaron a condenarlo por emitir cheques falsos. Su mejor cliente era Raffaele Altieri de quien, en el transcurso de los años, había conseguido obtener diversas sumas de dinero. Sin embargo, su relación se había interrumpido bruscamente. El despacho en la zona de Prati era sólo una fachada para atraer a clientes incautos de los que aprovecharse. Ni siquiera tenía secretaria.
Fue precisamente mientras Marcus valoraba este aspecto cuando resonó un grito de mujer por el hueco de la escalera. Parecía proceder precisamente de la última planta.
Su entrenamiento lo dejaba claro: en casos así, tendría que haberse marchado sin dudar. Una vez a salvo, podría advertir a las fuerzas del orden. Lo más importante era el anonimato, y él debía preservarlo a toda costa.
«Yo no existo», se recordó a sí mismo.
Esperó a ver si alguien del edificio había oído algo. Sin embargo, no apareció nadie en los rellanos; pero no podía aguantarse: si de verdad había una mujer en peligro, no se perdonaría no haber intervenido. Estaba a punto de subir al último piso cuando la puerta de la oficina se abrió y Ranieri empezó a bajar por la escalera. Marcus volvió a esconderse en el recodo y el hombre pasó por delante de él sin advertir su presencia. Llevaba consigo una bolsa de cuero.
Una vez que estuvo seguro de que el investigador privado había dejado el edificio, se lanzó a la carrera escaleras arriba, esperando llegar a tiempo.
Una vez en el rellano, asestó una patada a la puerta de la oficina. Entró en una estrecha sala de espera. Al fondo del pasillo había una única habitación. Marcus se precipitó en aquella dirección. Al llegar a la puerta, esperó. Oyó unos golpes. Se asomó al interior con precaución y vio que sólo era una ventana abierta que daba golpes a causa del viento.
No había ninguna mujer.
Pero había una segunda puerta, cerrada. Se acercó con cautela. Puso la mano en el pomo y la abrió de golpe, seguro de que se encontraría frente a un espectáculo tremendo. En cambio, sólo era un pequeño baño. Y estaba vacío.
¿Dónde estaba la mujer a la que había oído gritar?
Los médicos le habían hablado de alucinaciones sonoras. Un efecto colateral de su amnesia. Ya le había pasado antes. Una vez le pareció oír sonar un teléfono insistentemente en la buhardilla de la via dei Serpenti. Pero él no tenía teléfono. En otra ocasión, oyó a Devok llamarlo por su nombre. No sabía si realmente era su voz, no la recordaba. Pero de todos modos relacionó aquel sonido con su rostro, por lo que existía una esperanza de que un día los recuerdos pudieran regresar. Los doctores decían que no, que la amnesia causada por un daño cerebral siempre era irreversible y que lo suyo no se trataba de un estado psicológico. Sin embargo, cabía la posibilidad de que recuperara una memoria recóndita y ancestral.
Respiró profundamente, tratando de borrar el grito de la mujer. Tenía que averiguar lo que había ocurrido en aquella habitación.
Se acercó a la ventana abierta y miró hacia abajo: el sitio donde Ranieri había aparcado su Subaru verde estaba vacío. Si había cogido el coche, el investigador privado no regresaría pronto, por lo que disponía de algo de tiempo.
En el asfalto había quedado una mancha de aceite. Marcus añadió ese detalle al barro que había visto en la carrocería del vehículo, deduciendo que aquella mañana el investigador había visitado un lugar accidentado, ensuciando y dañando el Subaru.
Cerró la ventana y aprovechó para examinar el despacho.
Su propietario había permanecido allí poco más de diez minutos. ¿Qué había ido a hacer?
Existía un modo de saberlo, y Marcus recordó una de las lecciones de Clemente. Los criminólogos y los especialistas en trazar perfiles psicológicos lo llamaban «el enigma de la habitación vacía». Había que comenzar suponiendo que todo suceso, incluso el más insignificante, deja pistas que, con el paso de los minutos, van perdiendo vigencia.
Por eso, a pesar de que el entorno podía parecer vacío, no lo estaba. Contenía muchas informaciones. Pero Marcus tenía poco tiempo para identificarlas y utilizarlas para reconstruir lo que había ocurrido.
La primera aproximación era visual. Así que miró a su alrededor. Había una librería semivacía, con revistas de balística y textos de derecho. A juzgar por el polvo que los cubría, sólo servían para llenar los huecos. También vio un sofá liso y un par de sillas delante del escritorio, además de una silla giratoria.
Notó la anacrónica combinación entre un televisor de plasma y un viejo reproductor de vídeo. Creía que aquellos aparatos habían caído en desuso. Pero lo que más le chocó fue el hecho de que no había cintas de vídeo en la habitación.
Registró el detalle y continuó. De las paredes colgaban diplomas que certificaban su participación en cursos especializados en técnicas de investigación. Una licencia caducada. Sin embargo, el marco estaba torcido. Marcus lo levantó y descubrió una pequeña caja fuerte. La puerta únicamente estaba entornada. La abrió. Estaba vacía.
Recordó la bolsa de cuero con que Ranieri había salido de la oficina. Podía haberse llevado algo. ¿Dinero? ¿Pensaba escapar? ¿De qué o de quién?
Pasó a interrogarse sobre el estado del lugar. A su llegada, la ventana estaba abierta. ¿Por qué el investigador privado la había dejado así?
«Para airear la habitación», se dijo. Y en seguida procedió a un examen olfativo. Se notaba un leve aunque peculiar olor a quemado. «Clorofila», pensó. Y se dirigió hacia donde estaba la papelera.
Había un solo papel, chamuscado por el fuego.
Ranieri no sólo había cogido un objeto de la oficina, antes de irse también se había desembarazado de algo. Marcus recogió del fondo de la papelera lo que quedaba del trozo de papel. Lo depositó con cuidado sobre el escritorio. Se dirigió de nuevo al baño, comprobó la etiqueta de un jabón líquido y se lo llevó. Desplegó la hoja como mejor pudo, se mojó la yema del dedo con el jabón y luego la pasó por la parte más oscura, allí donde parecía que había algo escrito. A continuación cogió una cerilla de una caja que había sobre la mesa —que, lo más probable, también había utilizado Ranieri poco antes— y se apresuró a quemar nuevamente el papel. Pero, antes de empezar, se quedó quieto para concentrarse. Sólo disponía de una oportunidad, después el papel quedaría destruido para siempre.
Aparte de las migrañas, las alucinaciones auditivas y el sentimiento de extravío, la amnesia le había supuesto por lo menos una ventaja: había adquirido una notable capacidad mnemotécnica. Marcus estaba convencido de que la habilidad de aprender de prisa dependía del espacio vacío de su cabeza. Y se había dado cuenta de que poseía una perfecta memoria fotográfica.
«Esperemos que funcione», se dijo.
Frotó la cerilla, cogió la hoja y pasó la llama por debajo, de izquierda a derecha, según el sentido de lectura.
La tinta empezó a reaccionar con la glicerina que contenía el jabón. Al quemarse más lentamente que el resto, creó una especie de contraste. Los caracteres de una escritura autógrafa se formaron fugazmente. Sus ojos corrían por la nota para capturar las letras y los números que en ella aparecían. El efecto se desvaneció en pocos segundos, terminando con una bocanada de humo gris. Marcus tenía el veredicto. El texto era una dirección: Via delle Comete, 19. Sin embargo, antes de que todo terminara, también había distinguido los tres puntitos que formaban el símbolo del triángulo.
Aparte del lugar indicado, el resto de la nota era idéntico a la que había recibido Raffaele Altieri.
14.00 h
—No creo que haya sido una buena idea.
Por teléfono, De Michelis fue bastante directo. Sandra casi se arrepintió de haberlo puesto en antecedentes. El tráfico de Roma era lento a causa de la lluvia, y el taxi circulaba a trompicones.
El inspector tenía intención de ayudarla, pero no entendía la necesidad de que fuera allí en persona.
—¿Seguro que estás haciendo lo correcto?
Sandra había preparado una maleta en la que guardó lo necesario para estar fuera de casa algunos días, además de las fotos del carrete de la Leica, la agenda en la que su marido marcó aquellas extrañas direcciones y la emisora de radio que encontró en su bolsa.