La tercera habitación resultó muy esclarecedora con respecto al tipo de vida que llevaba el chico. Había una cama individual, sin hacer. Las sábanas tenían imágenes de
La guerra de las galaxias.
Encima del cabezal destacaba un póster de Bruce Lee. En las paredes colgaban otros de grupos de
rock
y motos de carreras. En una repisa había un equipo de música, y en un rincón, una guitarra eléctrica. Parecía la habitación de un adolescente.
¿Qué edad tendría Raffaele?, se preguntó Marcus. La respuesta llegó en cuanto cruzó la puerta de la cuarta habitación.
Había una silla y un escritorio pegado a la pared. Eran los únicos muebles. Frente a ellos, un
collage
de artículos de periódico. El papel estaba amarillento, pero se habían conservado bien.
Se remontaban a diecinueve años atrás.
Marcus se acercó para leerlos. Estaban colocados en un orden meticuloso, por fechas, de izquierda a derecha y de arriba abajo.
Hablaban de un doble homicidio. Las víctimas eran Valeria Altieri, la madre de Raffaele, y su amante.
Marcus se detuvo en las fotos que ilustraban los artículos aparecidos en los periódicos y también en las revistas de la época. Las publicaciones de información general reducían aquel horrible delito a una especie de cotilleo frívolo.
En el fondo, contaba con todos los ingredientes.
Valeria Altieri era guapa, elegante, consentida y llevaba una vida ostentosa. Su marido era Guido Altieri, conocido abogado de negocios, que solía viajar al extranjero. Rico, liberal y muy poderoso. Marcus lo vio en una imagen en el funeral de su esposa, serio y compuesto a pesar del escándalo en el que estaba inmerso, mientras miraba el ataúd y cogía a su hijo Raffaele de la mano, que en esa época tenía tres años. El amante ocasional de Valeria era un conocido patrón de barco, ganador de numerosas regatas de vela. Una especie de gigoló, unos años más joven que ella.
El delito causó sensación por la fama de los protagonistas y también por el modo en que fueron asesinados. Las investigaciones determinaron que los homicidas habían sido al menos dos. Pero no hubo arrestados ni sospechosos. Sus identidades nunca se conocieron.
Después, Marcus captó un detalle que en una primera lectura le había pasado desapercibido. El brutal homicidio había tenido lugar precisamente allí, en la casa donde seguía viviendo Raffaele incluso ahora que tenía veintidós años.
Mientras acababan con la vida de su madre, él dormía en su cuna.
Los asesinos no repararon en él, o decidieron eximirlo. Pero a la mañana siguiente el niño se despertó. Entró en el dormitorio y vio los dos cuerpos martirizados con más de setenta puñaladas. Marcus se imaginó que estallaría en un llanto desesperado ante algo que su joven edad no era capaz de descifrar. Valeria había dado vacaciones a los sirvientes para recibir a su amante, de modo que el homicidio no fue descubierto hasta que el abogado Altieri regresó a casa de un viaje de negocios a Londres.
El pequeño había permanecido solo con los cadáveres durante dos días enteros.
Por mucho que se esforzara, Marcus no podía imaginar una pesadilla peor. Algo emergió de lo más profundo de su memoria. Era una sensación de soledad y abandono.
No sabía cuándo la había experimentado, pero estaba presente en él. Sus padres ya no estaban con vida para preguntarles de dónde procedía ese recuerdo. Incluso había olvidado la angustia de haberlos perdido. Pero, probablemente, ése era uno de los pocos aspectos positivos de la amnesia.
Volvió a concentrarse en su trabajo, pasando su atención a la mesa de escritorio.
Había montones de carpetas. A Marcus le hubiera gustado sentarse para poder examinar los papeles con calma, pero no había tiempo. Su permanencia en esa casa resultaba cada vez más peligrosa. De modo que no pasó de un análisis superficial, hojeándolos rápidamente.
Había fotos, copias de las diligencias de la policía, listas de pruebas y de sospechosos. Aquellos documentos no deberían estar allí. Junto a apuntes diversos y reflexiones personales escritas de puño y letra de Raffaele Altieri, también se encontraban los resultados de una investigación privada. Localizó en el escritorio una tarjeta de visita de una agencia de detectives.
«Ranieri», dijo para sí al leer el nombre que llevaba impreso.
Lo había mencionado Raffaele esa noche: «¿Te manda Ranieri? Puedes decirle a ese bastardo que ha terminado conmigo.»
Marcus se lo metió en el bolsillo como recordatorio, después levantó de nuevo los ojos hacia la pared de artículos e intentó comprenderlo todo en una sola mirada. A saber cuánto dinero era capaz de sacarle un hábil detective privado a un chico ofuscado con una única y acuciante idea: encontrar a los asesinos de su madre.
Los recortes, los reportajes, los papeles eran la prueba de una obsesión. Raffaele quería ponerles rostro a los monstruos que habían profanado su infancia. «Los niños tienen enemigos hechos de aire, polvo y sombras, el hombre del saco o el lobo feroz —pensó Marcus—. Viven en los cuentos y sólo aparecen cuando se portan mal y sus padres los llaman. Pero después siempre se desvanecen y regresan a la sombra de donde han salido.»
Sin embargo, los de Raffaele se habían quedado.
Había un último detalle que Marcus tenía que averiguar, y se puso a buscar algo que le aclarara el asunto del símbolo: los tres puntos rojos situados al pie de la carta que convocaba al chico en el apartamento de Lara.
«¿Y el símbolo? Nadie sabe lo del símbolo», había dicho Raffaele.
Marcus consiguió hallar en las carpetas el documento de la fiscalía que precisamente hablaba de ello. Pero parte de la información estaba omitida. Había una explicación: a menudo los investigadores escondían a la prensa y a la opinión pública algunos detalles de un caso. Servía para descubrir testimonios falsos o posibles mitómanos, y también para hacer creer a los culpables que no tenían nada sólido. En el caso del homicidio de Valeria Altieri, se encontró algo importante en la escena del crimen. Un elemento que la policía, por alguna razón, había decidido no desvelar.
Marcus todavía no sabía qué tenía que ver esa historia con Jeremiah Smith y la desaparición de Lara. Habían pasado diecinueve años desde aquel delito y, aunque hubiera habido indicios que las fuerzas del orden no hubiesen comprobado, ahora ya podían considerarse irrecuperables.
La escena del crimen se había perdido para siempre.
Miró la hora: habían transcurrido veinte minutos y no quería volver a encontrarse con Raffaele. Pero decidió que valía la pena echar al menos un vistazo al dormitorio en el que había sido asesinada Valeria Altieri. ¿Qué habría ahora en esa habitación?
Cuando cruzó la puerta, supo inmediatamente que estaba equivocado.
Lo primero que vio fue la sangre.
La cama de matrimonio con las sábanas azules estaba impregnada de ella. Había tanta que se podía intuir cómo estaban colocadas las víctimas durante la masacre. El colchón y las almohadas conservaban la memoria de la forma de los cuerpos. El uno junto al otro, unidos en un desesperado abrazo, mientras la furia homicida se encarnizaba con ellos.
Desde la cama, la sustancia hemática se derramaba como lava sobre la moqueta blanca y se extendía lentamente. Había empapado las fibras, tiñéndolas de un rojo tan brillante y ostentoso que chocaba con la idea misma de la muerte.
Las salpicaduras, diseminadas por el ímpetu de la mano que blandía el cuchillo mientras se abatía sobre la carne inerme, dibujaban rabia, precipitación y cansancio en la pared. Lo que impresionaba era la disposición ordenada y coherente de las gotas. Una armonía sacrílega que manaba de un odio desaforado.
Una parte de aquella sangre, además, se había utilizado para escribir algo en la pared que se alzaba sobre la cama. Una sola palabra.
«Evil.»
El mal, en inglés.
Ahora todo había quedado detenido, inmóvil. Pero a la vez era demasiado intenso, demasiado real. Como si el homicidio acabara de consumarse en aquella habitación. Marcus tuvo la impresión de que acababa de hacer un viaje atrás en el tiempo, simplemente abriendo la puerta.
«No puede ser», se dijo.
Al igual que no era admisible que la habitación se hubiera conservado exactamente como aquel trágico día de diecinueve años atrás.
Sólo podía haber una explicación, y encontró respuesta en los cubos de pintura situados en un rincón junto a las brochas y en las fotos de la Policía Científica que Raffaele se había procurado a saber cómo y que plasmaban la escena auténtica. La misma que se había encontrado enfrente quien traspasó primero aquella puerta.
El abogado Guido Altieri, de regreso a casa una tranquila mañana de marzo.
Después todo se alteró. Por la intervención de la policía, pero también por quien lo limpió todo inmediatamente después, intentando restituir el estado original de la casa, borrando el recuerdo del horror y devolviéndola a la normalidad.
«Sucede siempre ante una muerte violenta —se dijo Marcus—. Se retiran los cadáveres, se seca la sangre y la gente vuelve a pasar por esos lugares sin darse cuenta de nada. La vida vuelve y ocupa los espacios que le habían sido robados.»
A nadie le gustaría guardar recuerdos parecidos. «A mí tampoco», pensó.
Raffaele Altieri, sin embargo, decidió reproducir fielmente la escena del crimen. Siguiendo el dictado de su obsesión, creó un santuario del horror. Al intentar encerrar el mal, había quedado aprisionado en él.
Ahora Marcus podía aprovechar aquella fiel puesta en escena para extraer conclusiones y buscar, en caso de que las hubiera, las anomalías que necesitaba. Así que se santiguó, aunque a destiempo, y entró.
Mientras se acercaba a lo que tenía el aspecto de ser un altar de sacrificio, comprendió por qué tenían que haber sido al menos dos personas las que habían llevado a cabo la carnicería.
Las víctimas no tuvieron escapatoria.
Intentó imaginarse a Valeria Altieri y a su amante sorprendidos en el sueño por una furia de inhumana violencia. No sabía si la mujer habría gritado o si se abstuvo de hacerlo por no despertar a su hijito, que dormía en la habitación de al lado. Para que no acudiera a ver lo que estaba pasando. Para salvarlo.
A los pies de la cama, a la derecha, se había acumulado un charco de sangre, mientras que, a la izquierda, Marcus se fijó en tres pequeñas marcas circulares.
Se acercó y se agachó para verlas mejor. Formaban un triángulo equilátero perfecto. Cada lado medía alrededor de cincuenta centímetros.
El símbolo.
Se hallaba considerando los posibles significados de esa marca cuando, al levantar un momento la vista, vio algo que se le había pasado por alto.
Marcadas en la moqueta había minuciosas reproducciones de huellas de piececitos descalzos.
Se imaginó a Raffaele, con sólo tres años, entrando en la habitación a la mañana siguiente de la carnicería. Se encontraba delante de aquel horror sin poder comprender su significado. Corría hacia la cama, metiendo los pies en los charcos de sangre. Y, frente a la despiadada indiferencia de la muerte, sacudía desesperado a su madre, intentando despertarla. Marcus también podía imaginar la forma de su cuerpecito en las sábanas ensangrentadas: después de haber estado llorando durante horas, debía de haberse acurrucado junto al cadáver de su madre y, agotado, se había quedado dormido.
Pasó dos días en aquella casa, antes de que su padre lo encontrara y se lo llevara de allí. Dos larguísimas noches enfrentándose en soledad al acecho de la oscuridad.
Los niños no necesitan recuerdos, aprenden olvidando.
Aquellas cuarenta y ocho horas, en cambio, habían sido suficientes para marcar para siempre la existencia de Raffaele Altieri.
Marcus no podía moverse. Empezó a respirar profundamente, temiendo un ataque de pánico. ¿Ése era su talento, pues? Comprender el mensaje oscuro que el mal conseguía sembrar en las cosas. Poder escuchar la voz silenciosa de los muertos. Asistir, impotente, al espectáculo de la maldad de los hombres.
Los perros son daltónicos.
Por eso sólo él había comprendido algo que el mundo ignoraba de Raffaele. Ese niño de tres años todavía pedía que lo salvaran.
09.04 h
«Hay cosas que tienes que ver con tus propios ojos, Ginger.»
David lo repetía cada vez que surgía una discusión sobre los peligros que entrañaba su trabajo. Para Sandra la cámara fotográfica era una protección necesaria para no tener que enfrentarse al impacto de la violencia que documentaba cada día. Para él, sólo era una herramienta.
Aquella diferencia le volvió a la cabeza mientras improvisaba un cuarto oscuro en el baño de invitados de su casa, como había visto a hacer muchas veces a David.
Selló la puerta y la ventana, sustituyó la bombilla de encima del espejo por otra que emitía una luz inactínica roja. Recuperó del desván la ampliadora y el tanque para revelar y fijar los negativos. Lo demás lo organizó sobre la marcha. Las tres cubetas para hacer el tratamiento eran las mismas que utilizaba para aclarar su ropa interior. Cogió de la cocina pinzas, tijeras y un cucharón. El papel fotográfico y los productos químicos, que guardaba aparte, todavía no habían rebasado la fecha de caducidad y por tanto podía utilizarlos.
La Leica I llevaba una película de 135-35 mm. Sandra enrolló el carrete y lo sacó del compartimento.
La operación que iba a realizar necesitaba oscuridad absoluta. Después de ponerse los guantes, abrió el carrete y extrajo la película. Guiándose por su memoria, cortó la parte inicial con las tijeras, redondeando las esquinas; a continuación la metió en la espiral de la cubeta. Vertió el líquido de revelado que había preparado con anterioridad y empezó a calcular el tiempo. Repitió la operación con el líquido de fijación, después lo aclaró todo bajo el grifo. Como no tenía humectante, metió en la cubeta algunas gotas de champú neutro y al final colgó el rollo sobre la bañera para que se secara.
Activó el cronómetro en su reloj y recostó la espalda en la pared de azulejos. Suspiró. Aquella espera en la oscuridad le resultaba desesperante. Se preguntaba por qué David había utilizado aquella vieja cámara para sacar fotografías. Una parte de ella esperaba que no contuvieran nada significativo, que aquella ilusión dependiera de su imposibilidad de resignarse a una muerte sin sentido.
Sandra quería sentirse estúpida.