El último argumento de los reyes (42 page)

BOOK: El último argumento de los reyes
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Jadeando sin parar, Logen se quedó contemplando cómo los dos grupos de salvajes se mataban entre sí. Los muchachos de Crummock, con la pintura de sus caras corrida por la lluvia, aullaban y chillaban mientras accedían en tropel a la muralla y acometían a los orientales con sus toscas espadas y sus relucientes hachas, obligándoles a retroceder, empujando sus escalas y arrojándolos por encima del parapeto al barrizal de abajo.

Y allí siguió, arrodillado sobre un charco, apoyado en la fría empuñadura de la espada de Kanedias, con la punta hincada en la piedra. Se inclinó y respiró hondo; su vientre helado se hinchaba y deshinchaba, tenía la boca en carne viva y con un regusto salado y la nariz llena del fétido olor de la sangre. Casi no se atrevía a levantar la mirada. Apretó los dientes, cerró los ojos y escupió sobre las piedras. Hizo un esfuerzo para desprenderse de la gélida sensación que tenía en el vientre y logró que de momento al menos desapareciera, lo que le dejó tan sólo con la preocupación del dolor y el cansancio.

—Parece que esos bastardos ya han tenido suficiente —la carcajeante voz de Crummock surgió de la lluvia. El montañés echó la cabeza hacia atrás, abrió la boca, sacó la lengua para que se le mojara y se lamió los labios—. Hoy has hecho un buen trabajo, Nuevededos. No es que no me produzca un extraordinario placer verte en faena, pero también me gusta participar —alzó su larga maza con una mano y la puso a girar como si fuera la rama de un sauce. Al escudriñar su cabeza, descubrió una gran mancha de sangre con un pegote de pelo y sonrió de oreja a oreja.

Aunque casi ni tenía fuerzas para levantar la cabeza, Logen alzó la vista para mirarle.

—Sí, sí. Buen trabajo. Pero ya que tanto te divierte, mañana seremos nosotros los que se queden detrás. Ocúpate tú de la maldita muralla.

La lluvia fue amainando y acabó convertida en una simple llovizna. Por entre las nubes bajas apareció un débil resplandor que dejó de nuevo al descubierto el campamento de Bethod, con su fangosa trinchera y sus pendones y sus tiendas que se extendían por todo el valle. El Sabueso le echó una mirada y le pareció ver delante a unos cuantos hombres que observaban la precipitada huida de los orientales. También advirtió una especie de destello metálico. Tal vez fuera uno de esos catalejos que usaban los de la Unión, por lo general para mirar por el lado equivocado. El Sabueso se preguntó si sería Bethod, contemplando lo que pasaba. Era muy propio de él haberse agenciado un cachivache de esos.

Una manaza le palmoteó el hombro.

—Les hemos dado una buena tunda, ¿eh, jefe? —dijo Tul.

De eso no quedaba la menor duda. Había muchos orientales muertos desperdigados por el barro en la base de la muralla, muchos heridos que eran transportados por sus compañeros o se arrastraban lenta y dolorosamente hacia sus líneas. Pero en su lado de la muralla también había muchos muertos. El Sabueso podía ver una pila de cuerpos embarrados en la parte de atrás de la fortaleza, que era donde los estaban enterrando. Y también oía a alguien gritando. Unos gritos terribles, desgarradores, como los de un hombre al que van a cortar un brazo o una pierna, o al que ya se la han cortado.

—Les hemos dado una buena tunda, sí —repuso el Sabueso—. Pero ellos también a nosotros. No sé cuánto vamos a poder aguantar. —En los toneles, las flechas se habían reducido a la mitad, y las rocas estaban a punto de acabarse—. ¡Que vaya gente a recoger las armas de los muertos! —gritó por encima del hombro—. ¡Y que cojan todas las que puedan, mientras puedan!

—En una situación como ésta nunca sobran flechas —dijo Tul—. Con la cantidad de bastardos del Crinna que hemos matado hoy, seguro que esta noche tenemos más lanzas que esta mañana.

El Sabueso consiguió sonreír.

—Ha sido un detalle traernos algo con lo que luchar.

—Sí. Supongo que se aburrirían enseguida si nos quedásemos sin flechas —Tul se echó a reír y dio al Sabueso una palmada en la espalda tan fuerte que hizo que le castañearan los dientes—. ¡Estuvimos bien! ¡Estuviste bien! Y seguimos vivos, ¿no?

—Algunos —el Sabueso contempló el cuerpo del único de los suyos que había muerto en la torre. Un hombre mayor, con el pelo casi gris, que tenía una flecha clavada en el cuello. Ya era mala suerte que en un día tan lluvioso como aquel le hubiera matado una saeta, pero la suerte siempre está presente en un combate, sólo que unas veces es buena y otras mala. Miró con gesto ceñudo el valle, que ya había empezado a oscurecerse.

—¿Dónde rayos se han metido los de la Unión?

Por lo menos había dejado de llover. Hay que estar agradecido por las pequeñas cosas buenas de la vida, como estar cerca de una hoguera cuando hace mal tiempo. Hay que estar agradecido por esas pequeñas cosas, porque cualquier minuto puede ser el último de tu vida.

Logen estaba sentado solo junto a una llama diminuta, acariciándose muy despacio la palma de la mano derecha. Estaba dolorida, de color rosa, entumecida por haberse pasado todo el día agarrando la áspera empuñadura de la espada del Creador y con las articulaciones de los dedos llenas de ampollas. La cabeza la tenía cubierta de moratones. La herida de la pierna le seguía doliendo un poco, pero podía andar relativamente bien. Hubiera podido salir peor librado. Ya habían enterrado a más de sesenta; de doce en doce, como había vaticinado Crummock. Más de sesenta que habían vuelto al barro y por lo menos el doble de heridos, algunos de ellos graves.

Por encima de la hoguera oyó a Dow describiendo con voz ronca cómo había apuñalado a un oriental en los huevos. También oyó la atronadora risa de Tul. Pero Logen ya no se sentía parte de todo ello. Tal vez nunca había sido así. Un grupo de hombres con los que había luchado y a los que había vencido. Unos hombres a los que había perdonado la vida sin ninguna razón lógica. Unos hombres que le habían odiado más que a la muerte, pero que se habían visto obligados a seguirle. Seguramente no eran más amigos suyos de lo que pudiera serlo Escalofríos. Puede que el Sabueso fuera el único amigo que tenía en todo el Círculo del Mundo y, aun así, de vez en cuando, a Logen le parecía advertir en sus ojos una huella de duda, una huella de miedo. Vio al Sabueso surgir de la oscuridad y se preguntó si podría advertirla ahora.

—¿Crees que vendrán esta noche? —preguntó.

—Antes o después lo intentarán en la oscuridad —respondió Logen—, pero pienso que lo dejarán para cuando estemos un poco más agotados.

—¿Se puede estar más agotado?

—Ya lo descubriremos —hizo una mueca de dolor al estirar las piernas—. ¡Uf!, creía recordar que hacer esta mierda era más fácil.

El Sabueso soltó una especie de resoplido. No fue exactamente una risa. Más bien una forma de hacer saber a Logen que le había oído.

—La memoria a veces hace prodigios. ¿Te acuerdas de Carleon?

—Claro que me acuerdo —Logen contempló el muñón de su mano y juntó los dedos, comprobando que tenía el mismo aspecto de siempre—. Es curioso que en aquellos tiempos todo resultara tan fácil de entender. Para quién luchabas, por qué. Aunque creo que a mí siempre me dio igual.

—Pues a mí no —dijo el Sabueso.

—¿Ah no? Debiste decirme algo.

—¿Me hubieras hecho caso?

—No. Supongo que no.

Permanecieron en silencio un minuto.

—¿Tú crees que saldremos de esta? —preguntó el Sabueso.

—Puede ser. Si la Unión aparece mañana o pasado.

—¿Y crees que aparecerá?

—Puede ser. Esperemos que sí.

—Esperar que pase una cosa no significa que vaya a pasar —No, más bien suele ser lo contrario. Pero cada día que sigamos vivos tenemos una posibilidad más. Puede que esta vez las cosas salgan bien.

El Sabueso contempló el movimiento de las llamas.

—Eso son muchos «puede que».

—Así es la guerra.

—¿Quién iba a pensar que íbamos a tener que contar con una panda de sureños para que nos sacaran las castañas del fuego, eh?

—Cada uno resuelve los problemas como puede. Hay que ser realista.

—Pues seamos realistas. ¿Crees que vamos a salir de esta?

Logen se lo pensó un momento.

—Puede.

Se oyó el chapoteo de unas botas en el lodo y apareció Escalofríos acercándose en silencio al fuego. Tenía vendado el tajo que le habían dado en la cabeza y por debajo del vendaje le colgaba el pelo, húmedo y grasiento.

—Jefe —dijo.

El Sabueso se puso de pie sonriendo y le palmoteó en el hombro.

—Muy bien, Escalofríos. Hoy has hecho un buen trabajo. Me alegra que te pasaras a nuestro bando, muchacho. Todos nos alegramos —posó una larga mirada sobre Logen—. Todos. Bueno, me parece que me voy a ir a descansar un rato. Nos vemos cuando vuelvan esos otra vez. Que probablemente será pronto.

Se internó despacio en la noche y dejó a Escalofríos y a Logen mirándose de hito en hito.

Logen debería haber tenido a mano un cuchillo, haberse mantenido atento a cualquier movimiento brusco y todas esas cosas. Pero estaba demasiado cansado y dolorido para hacerlo. Así que se quedó allí sentado, mirando. Escalofríos apretó los labios y se puso en cuclillas al otro lado del fuego, lentamente y de mala gana, como si supiera que estaba a punto de comer un alimento que estaba podrido pero no le quedara más remedio que hacerlo.

—Si yo hubiera estado en tu lugar —dijo al cabo de unos instantes—, habría dejado que esos malditos bastardos me mataran hoy.

—Hace unos años seguro que los hubiera dejado.

—¿Qué ha cambiado?

Logen se lo pensó. Y luego se encogió de hombros.

—Estoy intentando ser mejor de lo que era.

—¿Crees que eso es suficiente?

—¿Qué otra cosa puedo hacer?

Escalofríos contempló el fuego con gesto ceñudo.

—Lo que quiero decirte es... —dio vueltas a las palabras en la boca y al fin las escupió— ...que te estoy agradecido, supongo.

Hoy me has salvado la vida, lo sé —se sentía incómodo al decirlo y Logen sabía por qué. Es duro que te haga un favor un hombre a quien odias. Es duro seguir odiándole después de eso. Perder a un enemigo puede ser peor que perder a un amigo, si lo tienes desde hace mucho tiempo.

Así que Logen volvió a encogerse de hombros.

—No hay de qué. Es lo que un hombre tiene que hacer por los suyos, eso es todo. A ti te debo mucho más, lo sé. Nunca podré pagarte lo que te debo.

—No, pero por algo se empieza, digo yo —Escalofríos se levantó y dio un paso para alejarse. Pero se detuvo y se volvió. La luz de la hoguera iluminaba un lado de su cara enfurecida—. No es nada fácil saber si un hombre es bueno o malo, ¿verdad? Ni tú. Ni Bethod. Ni nadie.

—No. —Logen siguió sentado contemplando las llamas—. No, no es nada fácil. Todos tenemos nuestras razones. Los buenos y los malos. Todo depende de cómo se mire.

La pareja perfecta

Uno de los innumerables lacayos de Jezal se subió a la escalera de mano y, con ceñuda precisión, le colocó en la cabeza la corona, cuyo enorme y solitario diamante lanzaba destellos de incalculable valor. La giró mínimamente a un lado y a otro, para que el remate de piel quedara bien encajado en el cráneo de Jezal. Luego se bajó, apartó la escalera y contempló el resultado. Lo mismo hicieron una docena de sus compañeros. Uno de ellos se adelantó para darle un pellizco a la manga bordada en oro de Jezal para colocarla en su posición correcta. Otro contrajo la cara y propinó un delicado papirotazo a una motita de polvo que afeaba su impoluto cuello blanco.

—Muy bien —dijo Bayaz asintiendo pensativamente con la cabeza—. Creo que estáis preparado para la boda.

Lo más curioso de todo era que, ahora que Jezal tenía un momento para pensarlo, no era consciente de haber dicho nunca que accedía a casarse. No había hecho ninguna propuesta de matrimonio ni tampoco la había recibido. No había dicho que «sí» a nada. Y, sin embargo, ahí estaba, disponiéndose a unirse en matrimonio dentro de unas horas con una mujer a la que apenas conocía. No se le había pasado por alto que para que todo sucediera tan deprisa, los preparativos tenían que haberse hecho con mucha antelación, seguramente antes de que Bayaz le hubiera insinuado la posibilidad. Quién sabe si incluso antes de la coronación de Jezal... claro que, en realidad, tampoco es que le sorprendiera demasiado. Desde su coronación se había dejado arrastrar de un acontecimiento incomprensible a otro, como un hombre que hubiera naufragado muy lejos de tierra y luchara por mantener la cabeza fuera del agua mientras unas corrientes invisibles e irresistibles le conducían a saber dónde. La única diferencia era que él estaba bastante mejor vestido.

Empezaba a advertir que cuanto más poderoso era un hombre, menor era su capacidad de decisión. El Capitán Jezal dan Luthar había podido comer lo que quería, dormir donde quería y ver a quien quería. En cambio, Su Augusta Majestad el Rey Jezal I estaba atado por las invisibles cadenas de la tradición, las expectativas y las responsabilidades, que regulaban todos los aspectos de su existencia por muy nimios que fueran.

Bayaz dio un paso hacia delante.

—A lo mejor con el botón de arriba desabrochado...

Jezal se apartó malhumorado. La atención que prestaba el Primero de los Magos al más mínimo detalle de su vida empezaba a superar los límites de lo simplemente pesado. Parecía como si no pudiera usar la letrina sin que aquel maldito inspeccionara los resultados.

—¡Sé abrocharme un botón! —dijo cortante—. ¿Va a presentarse esta noche en mi dormitorio para darme instrucciones sobre cómo utilizar la polla?

El lacayo carraspeó, apartó la mirada y se escondió en uno de los rincones de la sala. Bayaz, por su parte, ni sonrió ni frunció las cejas.

—Estoy dispuesto en todo momento a aconsejar a Vuestra Majestad, pero esperaba que ese fuera un asunto en el que podríais arreglároslas solo.

—Espero que esté listo para nuestra pequeña excursión. Me he pasado toda la mañana prepar... —Ardee se quedó de piedra cuando levantó la mirada y vio la cara de Glokta.

—¿Qué le ha pasado?

—¿Qué? ¿Esto? —señaló con una mano la abigarrada colección de moratones que decoraban su rostro—. Una mujer kantic entró en mi casa por la noche, me molió a palos y estuvo a punto de ahogarme en el baño.
Una experiencia que no recomiendo a nadie.

Evidentemente ella no le creyó.

—¿Qué pasó de verdad?

—Me caí por las escaleras.

—Ah. Las escaleras. Pueden ser muy traidoras cuando uno no tiene los pies muy firmes —sus ojos, que estaban un poco empañados, contemplaron la copa medio llena que tenía en la mano.

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