El último argumento de los reyes

BOOK: El último argumento de los reyes
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El rey de los hombres del Norte se mantiene y sólo hay un guerrero que le pueda detener. Su viejo amigo y su enemigo más antiguo: ha llegado la hora de que el Sanguinario vuelva a casa...

Glokta está librando una lucha secreta en la que nadie está seguro y nadie es de fiar. Y como sus días de guerrero están lejos, utiliza las armas que le quedan: chantaje, tortura...

Jezal dan Luthar ha decidido que la gloria es demasiado dolorosa y prefiere una vida sencilla con la mujer a la que ama. Pero el amor también puede ser doloroso y la gloria tiene la desagradable costumbre de aferrarse a un hombre cuando menos la desea...

El Rey de la Unión ha muerto, los campesinos se rebelan y los nobles luchan por su corona. Sólo el primero de los Magos tiene un plan para salvar el mundo, pero esta vez hay riesgos. Y no hay un riesgo más terrible que romper la Primera Ley...

El volumen que cierra la impresionante trilogía de una voz que ya es imprescindible en la fantasía moderna.

Joe Abercrombie

El último argumento de los reyes

La primera ley: libro 3

ePUB v1.1

RufusFire
09.04.12

Título original:
Last Argument of Kings

Autor:
Joe Abecrombie, 2008

Traducción:
Borja García Bercero, 2009

Editorial:
Alianza Editorial, S.A., Madrid, 2009

Para los cuatro lectores.

Ya sabéis quiénes sois.

PARTE I

«Siendo la vida lo que es, lo único con

lo que uno sueña es con vengarse»

PAUL GAUGUIN

La industria del veneno

El Superior Glokta permanecía de pie en el vestíbulo, y esperaba. Al estirar su cuello contraído, primero a un lado y luego al otro, oyó los habituales chasquidos y sintió las habituales cuerdas de dolor tensándose a través de los músculos enmarañados de sus escápulas.
¿Por qué lo hago si siempre me duele? ¿Por qué necesito poner a prueba mi dolor, pasar la lengua por la llaga, restregar la ampolla, hurgar en la costra
?

—¿Y bien? —exclamó.

La única respuesta que obtuvo del busto de mármol que había a los pies de las escalinatas fue un desdeñoso silencio.
Y de eso ya he tenido más que suficiente
. Glokta se apartó de él con paso renqueante. Por detrás, su pierna inútil se arrastraba sobre las baldosas y el golpeteo de su bastón resonaba entre las molduras que decoraban el elevado techo.

Para lo que solían ser los grandes nobles del Consejo Abierto, Lord Ingelstad, el propietario de aquel vestíbulo desmesurado, era un hombre francamente disminuido. El cabeza de familia de un linaje cuya fortuna había ido declinando con los años, cuya riqueza e influencia habían ido menguando hasta quedar reducidas a la mínima expresión.
Y cuanto más menguado el hombre, más hinchadas son sus pretensiones. ¿Cómo es que nunca se dan cuenta? Las cosas pequeñas parecen aún más pequeñas en los lugares grandes
.

Desde algún rincón envuelto en sombras un reloj vomitó unas cuantas campanadas cansinas.
Ya llega tarde. Cuanto más menguado el hombre, más se permite el lujo de hacerte esperar cuanto le plazca. Pero sé ser paciente si hace falta. A fin de cuentas, no me aguardan deslumbrantes banquetes, ni enfervorecidas multitudes, ni hermosas mujeres que suspiren por mí. Ya no. Los gurkos se cuidaron de que así fuera en la oscuridad de debajo de las prisiones del Emperador
. Apretó la lengua contra sus encías desnudas y soltó un gruñido al cambiar de posición la pierna y sentir un aguijonazo que subió disparado por su espalda e hizo que le palpitaran los párpados.
Sé ser paciente. Es lo único bueno que tiene el hecho de que cada paso sea un martirio. Pronto se aprende a andar con cuidado
.

La puerta que tenía a su lado se abrió de golpe y Glokta giró bruscamente la cabeza, procurando ocultar la mueca de dolor que acompañó al crujir de sus huesos. Lord Ingelstad apareció en el umbral: un hombre corpulento y rubicundo, de aspecto paternal. Mientras obsequiaba a Glokta con una sonrisa amistosa le hizo señas de que pasara a la sala.
Como si se tratara de una visita de cortesía, y bien recibida, para más señas
.

—Disculpe que le haya hecho esperar, Superior. Pero he recibido tantas visitas desde que llegué a Adua que la cabeza me da vueltas.
Esperemos que con tantas vueltas no salga volando
. Tantas visitas.
Visitas acompañadas de ofertas, sin duda. Ofertas a cambio de un voto. Ofertas a cambio de su colaboración en la elección de nuestro futuro monarca. La mía, creo, le causará gran dolor rechazarla
. ¿Le apetece un poco de vino, Superior?

—No, milord, muchas gracias —Glokta traspasó el umbral renqueando dolorosamente—. No le entretendré mucho. Yo también ando bastante atareado.
Las elecciones no se amañan ellas solas, por si no lo sabía.

—Desde luego, desde luego. Tome asiento, por favor —Ingelstad se dejó caer alegremente en una de las sillas y le señaló otra, invitándole a que se sentara. Glokta tardó cierto tiempo en acomodarse. Primero se agachó con cautela y luego fue moviendo las caderas hasta que dio con una postura en la que la espalda no le sometiera a un martirio constante—. ¿Y qué es lo quería tratar conmigo?

—Vengo en nombre del Archilector Sult. Confío en no ofenderle hablándole sin tapujos, pero el caso es que Su Eminencia quiere su voto.

Las carnosas facciones del noble se contrajeron fingiendo asombro.
Muy mal fingido, por cierto
.

—No estoy seguro de entenderle. ¿Mi voto en relación con qué asunto?

Glokta se limpió un poco de humedad que se le había acumulado bajo su ojo supurante.
¿Es necesario que nos embarquemos en tan ignominiosa danza? Usted no tiene complexión para eso y a mí me fallan las piernas
.

—En relación con el asunto de quién será la persona que ocupará el trono, Lord Ingelstad.

—Ah, eso.
Sí, eso. Imbécil
. Verá, Superior Glokta, espero que esto no suponga una decepción para usted ni para Su Eminencia, un hombre por el que siento el máximo respeto —y acto seguido inclinó la cabeza en un exagerado despliegue de humildad—, pero he de decirle que, en conciencia, no puedo dejarme influir en un sentido o en otro. Considero que en mí, y en todos los miembros del Consejo Abierto, se ha depositado una confianza sagrada. Los lazos del deber me obligan a votar por el hombre que me parezca el mejor candidato de entre los numerosos y excelentes hombres disponibles —dicho lo cual, adoptó una sonrisa de la más absoluta suficiencia.

Brillante discurso. Puede incluso que un tonto de pueblo llegara a creérselo. ¿Cuántos discursos iguales, o similares, llevo oídos ya? Tradicionalmente, ahora debería venir el regateo. El debate sobre cuánto vale exactamente una confianza sagrada. Qué cantidad de plata pesa más que una buena conciencia. Qué cantidad de oro se necesita para cortar los lazos del deber. Pero hoy no estoy de humor para regateos.

Glokta alzó desmesuradamente las cejas.

—Debo felicitarle por tan noble postura, Lord Ingelstad. Si todo el mundo tuviera un carácter como el suyo, viviríamos en un mundo mucho mejor. Una postura muy noble, ciertamente... sobre todo considerando lo mucho que tiene usted que perder. Ni más ni menos que todo cuanto tiene, diría yo —hizo una mueca de dolor al coger el bastón con una mano y luego se balanceó trabajosamente hacia delante hasta ponerse al borde de la silla—. Pero, visto que no puedo influir sobre usted, me retiro.

—No entiendo a qué se refiere, Superior —la inquietud se reflejaba de forma patente en el rollizo rostro del noble.

—A qué va a ser, Lord Ingelstad. A sus turbios negocios.

Las rubicundas mejillas habían perdido buena parte de su color.

—Debe tratarse de un error.

—Oh, no, se lo aseguro —Glokta sacó los pliegos de las confesiones del bolsillo interior de su gabán—. Su nombre es mencionado a menudo en las confesiones de algunos de los principales miembros del Gremio de los Sederos, ¿sabe? Muy a menudo —y extendió las crepitantes hojas de papel de tal forma que ambos pudieran verlas—. Aquí, sin ir más lejos, se refieren a usted como..., y entienda que no son palabras mías, un «cómplice». Aquí se dice que es el «principal beneficiario» de una operación de contrabando de lo más sucia. Y aquí, como verá, y casi me sonroja mencionarlo, su nombre y el término «traición» aparecen muy próximos el uno del otro.

Ingelstad se derrumbó en su asiento y el vaso que tenía en la mano cayó traqueteando sobre la mesa que tenía al lado, derramando un poco de vino sobre la madera pulida.
Oh, habrá que limpiar eso. Deja unas manchas horribles, y hay manchas que son imposibles de quitar
.

—Su Eminencia, que le tiene a usted por un amigo —prosiguió Glokta—, ha conseguido, por el bien de todos, que su nombre no aparezca en las primeras pesquisas. Entiende que estaba usted intentando invertir el declive de la fortuna de su familia y contempla su caso con cierta simpatía. No obstante, si lo defraudara usted en la cuestión de los votos, es muy probable que esa simpatía se agotara de inmediato. ¿Entiende lo que le quiero decir?
Me parece que lo he dejado meridianamente claro
.

—Desde luego —repuso Ingelstad.

—¿Qué me dice de los lazos del deber? ¿Los siente ya más flojos?

El noble, cuyas mejillas habían perdido ya casi todo su color, tragó saliva.

—Ardo en deseos de servir a Su Eminencia en todo lo que me sea posible, se lo aseguro. El problema es que...
¿Y ahora qué toca? ¿Una oferta desesperada? ¿Un soborno igual de desesperado? ¿O incluso una apelación a mi conciencia
? Ayer vino a verme un representante del Juez Marovia, un tal Harlen Morrow, con unos argumentos bastante similares...y unas amenazas tampoco muy distintas de las suyas —Glokta frunció el ceño.
Vaya. El maldito Marovia y su pequeño gusano. Siempre un paso por delante o un paso por detrás. Pero nunca demasiado lejos
. La voz de Ingelstad adquirió de pronto un tono chillón—. ¿Qué voy a hacer? ¡No puedo apoyarlos a los dos! ¡Escuche, Superior, me marcharé de Adua y no volveré a pisarla! Me... me abstendré de votar...

—¡Ni se le ocurra hacer semejante cosa! —bufó Glokta—. ¡Va usted a votar como yo le diga, y al diablo con Marovia!
¿Habrá que seguir aguijoneándole? Muy desagradable, pero sea. ¿Acaso no me he manchado ya los brazos hasta el codo? Hurgar en una o dos cloacas más no representará ninguna diferencia
. —Suavizó la voz hasta convertirla en un untuoso ronroneo—. Ayer vi a sus hijas en el parque —la cara del noble perdió el último vestigio de color—. Tres jovencitas inocentes, ya casi unas mujercitas, vestidas al último grito y a cual más hermosa. ¿La más joven, qué tiene, quince años?

—Trece —apenas pudo responder Ingelstad.

—Ah —Glokta frunció hacia atrás los labios para dejar al descubierto su sonrisa desdentada—. Qué pronto ha florecido. Nunca habían estado en Adua, ¿me equivoco?

—No —respondió el noble casi en un susurro.

—Ya decía yo. Su entusiasmo y su alegría mientras paseaban por los jardines del Agriont resultaban absolutamente encantadores. Apuesto a que ya han llamado la atención de todos los solteros más cotizados de la ciudad —dejó que su sonrisa se fuera desvaneciendo—. Me partiría el alma, Lord Ingelstad, ver de pronto a esas tres criaturas tan delicadas arrastradas a una de las instituciones penales más duras de Angland. Unos lugares donde la belleza, la alcurnia y la delicadeza de carácter despiertan una atención mucho menos grata —Glokta afectó con maestría un estremecimiento de consternación mientras se inclinaba muy despacio hacia delante—. No le desearía una vida como esa ni a un perro. Y todo a causa de las indiscreciones de un padre que tenía al alcance de la mano los medios para impedirlo.

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