El último argumento de los reyes (8 page)

BOOK: El último argumento de los reyes
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Ardee empezó a mordisquearle los labios. De una forma casi dolorosa al principio y luego con más fuerza todavía.

—¡Ah! —gruñó Jezal—. ¡Ah!—. Le estaba mordiendo de verdad. Mordiéndole con todas sus ganas, como si su labio fuera un cartílago que hubiera que eliminar masticándolo. Trató de apartarse, pero la mesa estaba justo detrás de él y Ardee le tenía bien agarrado. En un primer momento el dolor era casi tan grande como la conmoción y, luego, al seguir los mordiscos, considerablemente mayor.

—¡Aaargh! —Jezal agarró la muñeca de Ardee, se la retorció hasta ponérsela a la espalda, dio un tirón al brazo y la arrojó sobre la mesa. La oyó exhalar un grito ahogado al golpearse la cabeza contra la pulida superficie de madera.

Se quedó quieto encima de ella, embargado por una consternación paralizante y sintiendo en la boca el regusto salado de su propia sangre. A través de la enmarañada cabellera de Ardee distinguía un ojo negro que le miraba de soslayo con gesto inexpresivo. Impulsados por su respiración agitada, algunos cabellos revoloteaban en torno a su boca. Le soltó de golpe la muñeca, y al mover ella el brazo, vio las marcas de un rosa encendido que le habían dejado sus dedos. Ardee deslizó hacia abajo una mano, se agarró un lado del vestido y se lo levantó, luego cogió el otro lado y se lo levantó también hasta que la falda quedó arrebujada a la altura de la cintura y su trasero, pálido y lustroso, se alzó desnudo ante él.

Bien, tal vez fuera un hombre nuevo, pero seguía siendo un hombre.

Con cada arremetida, la cabeza de Ardee se daba un pequeño golpe contra el enlucido de la pared y el cuerpo de Jezal le abofeteaba la parte trasera de los muslos. Con cada arremetida, los pantalones de Jezal iban bajando un poco más hasta que finalmente la empuñadura de su espada comenzó a raspar la alfombra. Con cada arremetida, la mesa se quejaba con un crujido cada vez más sonoro, como si estuvieran follando sobre la espalda de un anciano que expresara ruidosamente su desaprobación. Con cada arremetida, ella soltaba un gruñido y él un gemido, unos sonidos que no expresaban ni placer ni dolor, sino la necesaria circulación del aire en respuesta a un ejercicio vigoroso. Todo concluyó con misericordiosa prontitud.

Ocurre a menudo en la vida que un momento que se ha esperado con ansia resulte a la postre decepcionante. Aquel fue sin ningún género de dudas uno de esos momentos. Cuando soñaba con ver de nuevo a Ardee durante las interminables horas que había pasado en la llanura, con el trasero irritado por la silla de montar y temiendo constantemente por su vida, una copula rápida y violenta sobre la mesa de una salita de estar decorada con pésimo gusto no era ni mucho menos lo que él tenía pensado. Embargado de un sentimiento de culpabilidad, de vergüenza, de profundo abatimiento, volvió a meter su polla fláccida en los pantalones. Al oír el ruido metálico que hizo la hebilla de su cinturón al cerrarse, le entraron ganas de darse de cabezazos contra la pared.

Ardee se incorporó, dejó caer su falda y luego se la alisó, sin levantar en ningún momento la vista del suelo. Jezal extendió una mano para cogerla del hombro.

—Ardee...

Ella le apartó con violencia y se alejó de él. Luego arrojó a sus espaldas un objeto que cayó al suelo con un traqueteo. La llave de la puerta.

—Puedes irte.

—¿Que puedo qué?

—¡Irte! Ya tienes lo que querías, ¿no?

Jezal se chupó su labio ensangrentado mientras la miraba con un gesto de incredulidad.

—¿Crees que era esto lo que quería? —silencio por respuesta—. Yo te amo.

Ardee soltó una especie de tos, como si estuviera a punto de vomitar, y luego sacudió la cabeza muy despacio.

—¿Por qué?

Jezal no estaba seguro de saberlo. Ya no estaba seguro de lo que quería decir ni de lo que sentía. Quería empezar de nuevo, pero no sabía cómo. Todo aquello era una pesadilla inexplicable de la que quería despertar cuanto antes.

—¿Cómo que por qué?

Ardee se inclinó hacia delante con los puños apretados y le gritó a la cara.

—¡Soy una puta mierda! ¡Todo el que me conoce me odia! ¡Mi propio padre me odiaba! ¡Mi propio hermano! —tenía la voz quebrada, el rostro contraído y su boca escupía las palabras con furia y desesperación—. ¡Todo lo que toco lo destruyo! ¡Soy una mierda! ¿Cómo es posible que no te des cuenta? —se cubrió el rostro con las manos, le dio la espalda y sus hombros se estremecieron.

Jezal, con los labios temblorosos, la miraba pestañeando. Con toda probabilidad, el antiguo Jezal dan Luthar se habría apresurado a agarrar la llave y habría salido pitando a la calle con la firme intención de no volver jamás, felicitándose por haber salido tan bien parado de todo aquel embrollo. El nuevo se lo pensó. Se lo pensó mucho. Él tenía más carácter que eso. O al menos eso se dijo.

—Te amo —sus palabras le supieron a mentira en su boca ensangrentada, pero había llegado demasiado lejos y ya no podía dar marcha atrás—. Te sigo amando —cruzó la salita, y aunque ella trató de apartarle, la rodeó con sus brazos—. Nada ha cambiado —le metió los dedos por el cabello y la abrazó mientras ella sollozaba y moqueaba sobre la pechera de su relumbrante uniforme—. Nada ha cambiado —susurró. Pero no era así, por supuesto.

La hora de la comida

No se sentaron muy cerca el uno del otro para no dar la impresión de que estaban juntos.
Dos hombres que durante el curso de su vida diaria han plantado sus culos en el mismo pedazo de madera por pura casualidad
. Era temprano por la mañana, y aunque un rayo del sol se reflejaba en los ojos de Glokta y confería a la hierba cubierta de rocío, a los árboles susurrantes y al agua del estanque un tono dorado, en el aire soplaba un airecillo traicionero. Evidentemente Lord Wetterlant era hombre madrugador.
Pero yo también. Nada impulsa tanto a un hombre a saltar de la cama como no haber pegado ojo en toda la noche acuciado por unos calambres atroces
.

Su Excelencia introdujo la mano en una bolsa de papel, sacó unas migas de pan entre sus dedos pulgar e índice y las tiró a sus pies. Ya se había congregado un grupo de patos señoriales y ahora se peleaban furiosamente por alcanzar las migas, mientras el viejo los miraba desde su rostro arrugado, que era una máscara inescrutable.

—No me hago ilusiones, Superior —dijo con voz monótona, casi sin mover los labios y sin levantar para nada la vista—. No soy un hombre lo bastante importante para competir en este concurso, aun en el caso de que quisiera hacerlo. Pero sí para sacar de ello algún beneficio. Y pretendo sacar todo lo que pueda.
Directamente al grano, por una vez. Sin necesidad de hablar del tiempo ni de cómo están los niños ni de los relativos méritos de los patos según sus colores
.

—No hay por qué avergonzarse de eso.

—Yo tampoco lo creo. Tengo que alimentar a una familia que crece de año en año. Desaconsejo encarecidamente que se tengan demasiados hijos.
Ja, eso no es problema
. Además tengo perros, a los que también hay que alimentar, y tienen mucho apetito —Wetterlant exhaló un suspiro entrecortado y tiró a los patos otro puñado de migas—. Cuanto más alto se llega, Superior, más gente tiene uno a su cargo mendigando unas migajas. Es la triste realidad.

—Tiene una gran responsabilidad, milord —Glokta hizo una mueca de dolor y estiró la pierna para sacudirse el espasmo que acababa de darle—. ¿Cómo de grande, si me permite preguntarle?

—Tengo mi propio voto, por supuesto, y controlo los votos de otros tres miembros del Consejo Abierto. Familias unidas a la mía por lazos de tierras, de amistad, matrimoniales y por una larga tradición.
Esos lazos pueden resultar bastante frágiles en estos tiempos
.

—¿Está seguro de los tres?

Wetterland fijó su helada mirada en Glokta.

—No soy un idiota, Superior. Mantengo a mis perros bien encadenados. Estoy seguro de ellos. Todo lo seguro que se puede estar en estos tiempos inciertos.

Echó más migas al agua y los patos graznaron, y se picotearon, y se sacudieron unos a otros con las alas.

—Así que son cuatro votos en total.
No es mala proporción de tan suculento pastel
.

—Cuatro votos en total.

Glokta se aclaró la garganta y miró a su alrededor para confirmar que nadie podía oírlos. Una joven con expresión trágica miraba embobada al agua al final del sendero. Al otro lado, poco más o menos a la misma distancia, dos desaliñados oficiales de la Guardia Real discutían a gritos sobre cuál de los dos estaba más borracho la noche anterior.
¿Estará la chica trágica pegando el oído para Lord Brock? ¿Serán los dos oficiales agentes de Marovia? Veo espías por todas partes, y más vale así. Hay espías por todas partes
. —Bajó la voz hasta convertirla en un susurro.

—Su Eminencia estaría dispuesto a ofrecer quince mil marcos por voto.

—Ya.

Los pesados ojos de Wetterlant ni parpadearon.

—Tan escasa carnaza apenas satisfaría a mis perros. No quedaría nada para mi mesa. Debe saber que, aunque con muchos circunloquios, Lord Berezin ya me ha ofrecido diez y ocho mil por voto, así como una excelente extensión de tierras al borde de las mías. Terrenos de caza mayor. ¿Es usted aficionado a la caza, Superior?

—Lo era —repuso Glokta tocando con el bastón su pierna destrozada—. Pero hace tiempo que no la practico.

—Ah. Mi más sincera conmiseración. A mí siempre me ha fascinado ese deporte. Además, luego Lord Brock me hizo una visita.
Qué agradable para los dos
. Tuvo la amabilidad de ofrecerme veinte mil y a la más joven de sus hijas en un muy conveniente matrimonio con mi hijo mayor.

—¿Y aceptó?

—Le dije que era demasiado pronto para aceptar nada.

—Estoy seguro de que Su Eminencia podría llegar a los veintiún mil, pero tendría que ser si...

—El Secretario del Juez Marovia ya me ha ofrecido veinticinco.

—¿Harlen Morrow? —siseó Glokta entre sus escasos dientes.

Lord Wetterland arqueó una ceja.

—Creo que así se llamaba.

—Lamento que de momento no esté en mi mano otra cosa que igualar esa suma. Informaré a Su Eminencia de su postura.
Seguro que su entusiasmo no conocerá límites
.

—Espero volver a tener noticias suyas, Superior —Wetterlant se volvió hacia los patos y, con una vaga sonrisa en los labios, les arrojó unas cuantas migas más y se quedó mirando cómo se las disputaban.

Con una expresión que se asemejaba en algo a una sonrisa, Glokta renqueó esforzadamente por la escalera de una casa anodina de una calle normal y corriente.
Un instante lejos de la sofocante presencia de los grandes y los buenos. Un momento en que no tengo que mentir, ni engañar, ni vigilar que no me claven un cuchillo por la espalda. A lo mejor hasta encuentro una habitación que no siga apestando a Harlen Morrow. Eso sería una refrescante...

La puerta se abrió de pronto sin darle tiempo a levantar el puño para llamar. Se quedó allí en pie, ante el sonriente rostro de un hombre que vestía el uniforme de la Guardia Real. Fue una aparición tan inesperada, que al principio Glokta no le reconoció. Pero al instante le acometió un sentimiento de consternación.

—¡Hombre, el capitán Luthar! ¡Vaya sorpresa!
Más desagradable
.

Estaba muy cambiado. Lo que antes había sido una cara tersa y aniñada había sido reemplazada por unos rasgos angulares y curtidos por la intemperie. Donde antes se veía una barbilla alzada con arrogancia, se apreciaba ahora una especie de ladeo que le confería casi un aire contrito. Además se había dejado barba, como si hubiera intentado sin éxito ocultar una fea cicatriz que le atravesaba los labios y llegaba hasta la mandíbula.
Aunque no le hace menos atractivo. Qué lástima
.

—Inquisidor Glokta... hummm...

—Superior.

—¿Ah, sí? —Luthar parpadeó por un instante—. Bien, en ese caso...

La sonrisa relajada reapareció y Glokta se quedó sorprendido al sentir que le estrechaba calurosamente la mano.

—Enhorabuena. Me encantaría poder charlar un rato con usted, pero el deber me llama. No me queda mucho tiempo en la ciudad, sabe. Salgo enseguida hacia el Norte.

—Naturalmente —Glokta se quedó mirando con el ceño fruncido a Luthar, que se alejó por la calle con paso desenvuelto, limitándose a echarle una furtiva mirada antes de doblar la esquina.
Con lo que ya sólo queda la cuestión de saber qué estaba haciendo aquí
. Entró renqueando por la puerta abierta y la cerró silenciosamente a su espalda.
Aunque, la verdad, ¿un joven saliendo de casa de una joven a primera hora de la mañana? No hace falta la Inquisición de Su Majestad para resolver un misterio como ese. Después de todo, ¿acaso no he salido yo muy a menudo de muchas residencias al amanecer fingiendo que no quería ser visto, cuando en realidad esperaba serlo
? Atravesó la puerta y entró en el cuarto de estar.
¿O acaso aquel era otro hombre?

Ardee West estaba de espaldas, y Glokta oyó un ruido de vino cayendo en una copa.

—¿Se te ha olvidado algo? —dijo ella por encima del hombro, con voz dulce y picara.
No es un tono que ahora oiga a menudo de labios de una mujer. El horror y el asco, con un levísimo toque de compasión, son lo más frecuente
. Hubo un tintineo cuando ella retiró el vaso—. ¿O has comprendido que no puedes vivir sin...? —su cara dibujaba una sonrisa traviesa cuando se volvió hacia él, pero se borró de inmediato al ver quién estaba allí.

Glokta resopló.

—No se preocupe. Todo el mundo reacciona así cuando me ve. Hasta yo reacciono de esa manera por la mañana cuando me miro al espejo.
Si consigo ponerme delante de ese maldito objeto
.

—No es mi caso, y lo sabe. Lo que pasa es que no esperaba que apareciera así de pronto.

—Entonces los dos nos hemos llevado una sorpresa. ¿A que no adivina con quién me he tropezado en su vestíbulo?

Se quedó petrificada unos segundos. Después movió ligeramente la cabeza para quitar importancia al asunto y bebió un poco de vino.

—¿No me va a dar una pista?

—Muy bien, se la daré.

Glokta hizo una mueca al dejarse caer en una silla, estirando ante sí su pierna dolorida.

—A un apuesto oficial de la Guardia Real al que sin duda aguarda un brillante porvenir.
Aunque muchos confiamos que no sea así
.

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