El último argumento de los reyes (7 page)

BOOK: El último argumento de los reyes
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Ya había pasado por delante de la casa una vez en las dos direcciones y no se atrevía a volver a hacerlo por miedo a que Ardee le viera desde una ventana, le reconociera y se preguntara de qué demonios iba. En vista de ello, se puso a dar vueltas por la parte alta de la calle para ensayar lo que le iba a decir cuando apareciera en la puerta.

—He regresado —no, no, no, demasiado rimbombante—. Hola, ¿qué tal? Soy yo, Luthar —demasiado informal—. Ardee... te he echado de menos —demasiado necesitado. Al ver a un hombre que le miraba con el ceño fruncido desde una ventana de un segundo piso, soltó una tos y se dirigió apresuradamente hacia la casa, murmurando para sí una y otra vez—: Mejor no demorarlo, mejor no demorarlo, mejor no demorarlo...

Su puño aporreó la madera. Permaneció inmóvil, esperando, sintiendo en los dientes los latidos de su corazón. Al oír que descorrían el pestillo, se apresuró a poner la más encantadora de sus sonrisas. La puerta se abrió y el rostro pequeño, redondo y nada agraciado de una muchacha le contempló desde el umbral. Por mucho que hubieran cambiado las cosas, no podía caber ninguna duda de que no era Ardee.

—¿Sí?

—Ejem... —una sirvienta. ¿Cómo podía haber sido tan idiota de pensar que sería la propia Ardee quien abriría la puerta de la casa? Era una plebeya, no una mendiga. Se aclaró la garganta—. He regresado... esto, quiero decir... ¿vive aquí Ardee West?

—Sí, señor —la doncella abrió la puerta justo lo suficiente para que Jezal entrara al oscuro vestíbulo—. ¿A quién debo anunciar?

—Al capitán Luthar.

La cabeza de la muchacha se volvió de golpe, como si llevara atada a ella una cuerda invisible de la que él acabara de tirar.

—¿El capitán... Jezal dan Luthar?

—Sí —masculló perplejo. ¿Era posible que Ardee hubiera estado hablando de él con el servicio?

—Oh... oh... si hace el favor de esperar un momento... —la doncella señaló una puerta y se fue corriendo con los ojos muy abiertos, como si fuera el mismísimo Emperador de Gurkhul quien viniera de visita.

La sombría salita de estar producía la impresión de haber sido decorada por alguien que tenía demasiado dinero, muy poco gusto y apenas espacio suficiente para satisfacer sus ambiciones. Había varias sillas tapizadas con colores chillones, un aparador excesivamente ornamentado y un lienzo monumental que ocupaba por entero una de las paredes y que, de haber sido un poco más grande, hubiera obligado a derribar la pared de la casa de al lado para prolongar la sala. Dos polvorientos haces de luz penetraban por las rendijas que se abrían entre las cortinas e iluminaban la superficie reluciente, pero un tanto inestable, de una vetusta mesa. Es posible que cada uno de los muebles, individualmente, hubiera pasado revista, pero amontonados unos junto a otros producían un efecto asfixiante. En fin, se dijo Jezal a sí mismo mientras echaba un vistazo alrededor con gesto torcido, a fin de cuentas lo que le había llevado allí era Ardee, no su mobiliario.

Aquello era ridículo. Le flojeaban las rodillas, tenía la boca seca, la cabeza le daba vueltas y a cada momento que pasaba iba a peor. Ni siquiera en Aulcus, cuando se le vino encima una multitud de Shanka aullando, se había sentido tan asustado. Hecho un manojo de nervios, dio una vuelta a la sala, abriendo y cerrando los puños. Se asomó por la ventana y echó un vistazo a la apacible calle de abajo. Luego se inclinó sobre una silla para inspeccionar el monumental cuadro. Un corpulento monarca se repantigaba bajo una corona desproporcionadamente grande mientras varios lores, ataviados con togas ribeteadas con pieles, le hacían reverencias y se inclinaban ante él. Harod el Grande, supuso Jezal, aunque el hecho de haberle reconocido no le proporcionó demasiada satisfacción. El tema de conversación favorito de Bayaz, y el más aburrido de todos los suyos, habían sido los logros de aquel hombre. Por lo que hacía a Jezal, Harod el Grande podía irse a freír espárragos. Podía irse a tomar por...

—Vaya, vaya, vaya...

Estaba en el umbral. El brillo de la luz del vestíbulo que tenía a su espalda se reflejaba en sus cabellos oscuros y en los bordes de su vestido blanco. Tenía la cabeza ligeramente ladeada y en su rostro en sombras asomaba el fantasma de una sonrisa. Apenas había cambiado. Ocurre a menudo en la vida que un momento que se ha esperado con ansia resulte a la postre decepcionante. Ver de nuevo a Ardee después de tanto tiempo no fue uno de esos. La conversación que había preparado con tanta meticulosidad se evaporó al instante, dejándole con la cabeza tan vacía como la primera vez que la vio.

—Así que estás vivo —murmuró ella.

—Sí... hummm... eso parece —consiguió esbozar una media sonrisa —¿Pensabas que había muerto?

—Era lo que deseaba —aquello bastó para borrarle la sonrisa de la cara de un plumazo—. Al ver que no recibía ni una sola carta tuya. Aunque en realidad lo que pensaba era que me habías olvidado.

Jezal hizo una mueca de dolor.

—Siento no haberte escrito. Lo siento de veras. Quería hacerlo pero... —Ardee cerró la puerta y se apoyó en ella con las manos a la espalda, sin dejar de mirarle con el ceño fruncido—. No hubo ni un solo día en que no quisiera hacerlo. Pero me requirieron de improviso y no tuve la oportunidad de comunicárselo a nadie, ni siquiera a mi familia. He estado... he estado muy lejos, en el occidente.

—Ya lo sé. En la ciudad no se habla de otra cosa. Si hasta yo me he enterado debe de ser porque todo el mundo está al cabo de la calle.

—¿Si hasta tú te has enterado?

Ardee giró bruscamente la cabeza para señalar al vestíbulo.

—Me enteré por la doncella.

—¿Por la doncella? —¿Cómo diablos era posible que alguien en Adua se hubiera enterado de sus desventuras, no digamos ya la doncella de Ardee West? De pronto le asaltaron unas imágenes nada agradables. Multitudes de sirvientes riéndose al imaginárselo tirado en el suelo llorando por su cara desfigurada. Toda la gente importante cotilleando sobre la pinta de imbécil que debía de tener mientras era alimentado por un norteño brutal con la cara surcada de cicatrices. Sintió que se ponía colorado hasta las puntas de las orejas—. ¿Qué te contó esa mujer?

—Oh, ya puedes imaginártelo —Ardee entró con gesto ausente en la salita—. Que escalaste las murallas en el asedio de Darmium. Que abriste las puertas a los hombres del Emperador y todo eso.

—¿Cómo? —estaba aún más desconcertado que antes—. ¿Darmium? Quiero decir... ¿quién se lo ha contado a ella...?

Ardee se le había acercado un poco, luego un poco más, y él se había ido poniendo cada vez más nervioso hasta que por fin ya no había podido seguir hablando. Se acercó aún más y, levantando la vista y entreabriendo los labios, pareció estudiar su cara. Se encontraba ya tan cerca que Jezal estaba convencido de que iba a rodearle con sus brazos y le iba a besar. Tan cerca que, anticipándose a ella, se inclinó un poco hacia delante, entrecerró los ojos, sintió un cosquilleo en los labios... Y entonces Ardee, rozándole casi la cara con sus cabellos, pasó a su lado, se acercó al aparador, lo abrió y sacó un decantador, dejándole abandonado en medio de la alfombra.

Sumido en un silencio estupefacto, observó cómo Ardee llenaba dos copas y luego alargaba el brazo para ofrecerle una, derramando un poco de su contenido, que resbaló por el cristal de la copa.

—Estás cambiado —Jezal sintió que le invadía un sentimiento de vergüenza e instintivamente se llevó una mano a la cara para taparse la cicatriz de la mandíbula—. No me refiero a eso. Al menos, no sólo a eso. Es todo. De algún modo, estás distinto.

—Yo... —el efecto que provocaba en él era si acaso más fuerte aún que antes. Entonces no había todo el peso de las expectativas, de las interminables fantasías e ilusiones que le habían sostenido en las tierras salvajes del occidente—. Te he echado de menos —lo dijo sin pensárselo, y al darse cuenta de que se había sonrojado, intentó cambiar de tema—. ¿Has tenido noticias de tu hermano?

—Me escribe todas las semanas —echó la cabeza hacia atrás, vacío su copa de un trago y se volvió a servir otra—. Al menos, desde que me enteré de que estaba vivo.

—¿Cómo?

—Durante algo más de un mes estuve convencida de que había muerto. Sobrevivió a la batalla de puro milagro.

—¿Ha habido una batalla? —chilló Jezal, justo antes de acordarse de que estaban en guerra. Pues claro que había habido batallas. Volvió a recuperar el control de su voz—. ¿Qué batalla?

—La batalla en la que perdió la vida el príncipe Ladisla.

—¿Ladisla ha muerto? —volvió a chillar, con un timbre de voz tan agudo como el de una niña. Las pocas ocasiones en las que había visto al Príncipe Heredero se había llevado la impresión de que un hombre tan enamorado de sí mismo tenía que ser poco menos que indestructible. Costaba trabajo creer que algo tan simple como la estocada de una espada o el disparo de una flecha pudieran matarlo como a cualquier otro hombre, pero al parecer era así.

—Y luego asesinaron a su hermano...

—¿Raynault? ¿Asesinado?

—En su lecho de palacio. Cuando muera el Rey, habrá una votación en el Consejo Abierto para elegir al nuevo monarca.

—¿Por votación? —esta vez su voz se elevó tanto que casi sintió que la bilis se le subía a la garganta.

Ardee se estaba sirviendo ya otra copa.

—Se acusó del asesinato al emisario de Uthman, que fue ahorcado, aunque lo más probable es que fuera inocente. Por eso seguimos estando en guerra con los gurkos.

—¿Estamos también en guerra con los gurkos?

—Dagoska cayó a principios de año.

—¿Dagoska... cayó? —Jezal vació su copa de un trago y se quedó con la vista clavada en la alfombra mientras trataba de hacer encajar todas aquellas piezas en su cabeza. Como es natural, no debería sorprenderle que se hubieran producido algunos cambios en su ausencia, pero en ningún momento había pensado que el mundo fuera a ponerse del revés. ¿Guerra con los gurkos, batallas en el Norte, votaciones para elegir un nuevo rey?

—¿Necesitas otra? —preguntó Ardee, inclinando el decantador.

—Me parece que sí —grandes acontecimientos, en efecto, tal y como había dicho Bayaz. Se quedo mirando cómo le servía, observándola con intensidad, casi con furia, mientras el vino caía borboteando en su copa. Advirtió que encima del labio tenía una pequeña cicatriz, que no recordaba haber visto antes, y sintió un súbito impulso de tocarla, de pasarle los dedos por el cabello, de estrecharla entre sus brazos. Grandes acontecimientos, sí, pero nada de eso tenía demasiada importancia en comparación con lo que estaba ocurriendo ahora en esa habitación. ¿Quién sabe? Puede que el curso de su vida dependiera de lo que pasara en los siguientes momentos, si conseguía dar con las palabras adecuadas y obligarse a sí mismo a pronunciarlas.

—Es verdad que te he echado mucho de menos —alcanzó a decir. Un intento patético que ella desestimó con un resoplido desdeñoso.

—No seas tonto.

La cogió la mano y la obligó a mirarle a los ojos.

—He sido un tonto toda mi vida. Pero ya no. Hubo veces, en la llanura, en que la única cosa que me mantuvo con vida fue la idea de que... de que volvería a tu lado. Todos los días quería verte... —en absoluto conmovida, Ardee se limitó a devolverle una mirada ceñuda. Aquella resistencia a derretirse en sus brazos, después de todo lo que él había pasado, resultaba de lo más frustrante—. Ardee, te lo ruego. No he venido aquí para discutir.

Ella miró al suelo con gesto torcido mientras se servía otra copa.

—La verdad, no sé para qué has venido.

«Porque te quiero, y no quiero volver a separarme nunca más de ti. ¡Por favor, dime que quieres ser mi esposa!» Estuvo a punto de decirlo, pero en el último momento se fijó en el gesto despectivo de Ardee y se contuvo. Se había olvidado por completo de lo difícil que podía ser esa mujer.

—He venido para decirte que lo siento. Te he fallado, lo sé. He venido tan pronto como he podido, pero ya veo que no estás de humor para nada. Volveré más tarde.

Pasó junto a ella para dirigirse hacia la puerta, pero Ardee se le adelantó, echó la llave y la sacó.

—¿Me dejas aquí completamente sola, sin tan siquiera mandarme una carta, y luego, cuando vuelves, pretendes irte sin darme un beso? —dio un paso tambaleante hacia él, y Jezal se descubrió a sí mismo reculando.

—Ardee, estás borracha.

Ella sacudió la cabeza con gesto de fastidio.

—Siempre estoy borracha. ¿No has dicho que me echaste de menos?

—Pero... —masculló. Sin saber muy bien por qué, empezaba a sentirse un poco asustado —. Pensé que...

—Ese es tu problema, ¿sabes? Pensar. No se te da bien —le fue acorralando hacia el borde de la mesa y la espada se le quedó tan enredada entre las piernas que tuvo que apoyar una mano para no caerse.

—¿Acaso no te he esperado? —susurró, y su aliento tenía la calidez agridulce del vino—. ¿Como tú me pediste? —rozó con suavidad su boca contra la suya y le lamió los labios con la punta de la lengua mientras producía una especie de gorgoteo con la garganta y se apretaba contra él. Jezal sintió que la mano de Ardee se deslizaba hacia su entrepierna y le acariciaba por encima del pantalón.

La sensación era agradable, desde luego, y produjo un endurecimiento instantáneo. Extremadamente agradable, pero bastante preocupante también. Jezal miró con nerviosismo hacia la puerta.

—¿Y el servicio?

—Si no les gusta esto, que se busquen otro trabajo. Además, lo del servicio no fue idea mía.

—¿Y entonces de quién...? ¡Auu!

Ardee le enroscó los dedos en la cabellera y le retorció la cabeza para hablarle directamente a la cara.

—¡Olvídalos! Has venido por mí, ¿no?

—¡Sí... sí, claro!

—¡Pues dilo entonces! —y apretó hacia arriba la mano contra los pantalones de una forma casi dolorosa, aunque no del todo.

—Ay... Vine por ti.

—¿Y bien? Aquí me tienes —sus dedos buscaron a tientas el cinturón y lo desabrocharon—. No hay por qué ponerse tímido ahora.

Jezal trató de detenerla sujetándola de la muñeca.

—Ardee, espera...—pero con la otra mano le cruzó la cara de un bofetón que hizo que la cabeza de Jezal saliera rebotada con tal fuerza que los oídos se le quedaron zumbando.

—¡Me he pasado seis meses aquí sentada sin hacer
nada
! —le bufó a la cara arrastrando ligeramente las palabras—. ¿Sabes lo mucho que me he aburrido? ¿Y ahora vas y me dices que
espere
? ¡Vete a la mierda! —le hundió una mano en los pantalones, le sacó la polla y se puso a frotársela con una mano mientras le estrujaba la cara con la otra. Pegado a la boca de Ardee, Jezal respiraba entrecortadamente con los ojos cerrados y toda su atención puesta en los dedos que le estaban acariciando.

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