—A lo mejor lo dice el último bifolio —sugirió Farag, cogiendo de la mesa la transcripción hecha por mis adjuntos—. ¡Venga, que ya estamos terminando! ¡Eh, capitán!
Pero el capitán Glauser-Röist no se movió. Tenía la mirada perdida en el vacío.
—¿Capitán…? —le llamé, y miré a Farag divertida—. Creo que se ha dormido.
—No, no… —murmuró la Roca, aturdido—. No me he dormido.
—Entonces ¿qué le pasa?
Farag y yo le contemplábamos sin salir de nuestro asombro. El capitán tenía el semblante demacrado y la mirada insegura. Se puso súbitamente en pie y nos observó, sin vernos, desde lo alto de su inmensa alzada.
—Sigan ustedes. Tengo que comprobar una cosa.
—¿Qué tiene que…? —empecé a preguntar, pero Glauser-Röist ya había salido por la puerta. Me volví hacia Farag, que lucía también una incrédula expresión en la cara—. ¿Qué le pasa?
—Me gustaría saberlo.
En el fondo, la actitud del capitán tenía su explicación: trabajábamos bajo una fuerte presión durante muchas horas al día, apenas dormíamos y nos pasábamos la vida dentro de la atmósfera artificial del Hipogeo, sin ver el sol ni respirar el aire libre. Era todo lo contrario a una saludable excursión por el campo o a un día de playa, pero teníamos prisa, nos esforzábamos por encima de lo recomendable, temiendo que, en cualquier momento, nos dieran la mala noticia de algún nuevo robo de
Ligna Crucis
. Y estábamos, sencillamente, agotados.
—Sigamos nosotros, Ottavia.
El último Catón, curiosamente el que hacía el número 77 de la lista, comenzaba su crónica con una hermosa oración de gracias: la hermandad había rescatado la Vera Cruz en el año 1219.
—¡La recuperaron! —exclamé alborozada. Había olvidado por completo que los staurofílakes eran los «malos».
—Es evidente, ¿no te parece?
—Pues no sé por qué… —repuse, ofendida.
—¡Vaya, pues porque la Vera Cruz desapareció! ¿O es que ya no te acuerdas de la historia? Nunca se supo qué fue de ella.
Farag, claro, tenía razón. La verdad es que estaba tan agotada que mi cerebro parecía zumo de neuronas. La Vera Cruz desapareció misteriosamente durante la quinta y última Cruzada, a principios del siglo
XIII
. Catón LXXVII lo narraba, por supuesto, desde otro ángulo mucho más parcial. Según él, mientras el ejército del emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, Federico II, sitiaba el puerto de Damietta, en el delta del Nilo, el sultán Ai-Kamil ofreció devolver la Vera Cruz si los latinos abandonaban Egipto. Poco antes, y tras grandes peligros y dificultades, el staurofílax Dionisios de Dara, uno de los cinco hermanos que treinta y dos años antes se habían infiltrado en el ejército de Saladino, había sido nombrado tesorero por el sultán. Estaba tan asimilado a su papel de importante diplomático mameluco que, la noche que se presentó en la humilde casucha de Nikephoros Panteugenos con un gran paquete entre las manos, este no le reconoció. Ambos se postraron ante la reliquia de la Cruz y lloraron largamente de alegría y, después, salieron en busca de los tres hermanos que faltaban. Con las primeras luces del día, los cinco staurofílakes, disfrazados, se encaminaron hacia Santa Catalina del Sinaí, donde permanecieron ocultos hasta que llegó Catón LXXVII con un nutrido grupo de hermanos. Es entonces cuando Catón LXXVII escribe su feliz crónica, al final de la cual anuncia que la Hermandad de los Staurofílakes va a retirarse para siempre al Paraíso Terrenal, encontrado, al fin, por los otros hermanos.
—¡Pero no dice dónde! —protesté, dando vueltas a la hoja entre las manos.
—Creo que debemos seguir leyendo hasta el final.
—¡No lo va a decir, ya lo verás!
Y, efectivamente, Catón LXXVII no decía dónde se encontraba el Paraíso Terrenal. Sólo mencionaba que era en un país muy lejano y que, por lo tanto, con los preparativos para el largo viaje ya completados, debía poner punto y final a su relato porque partían de manera inmediata. Dejaban el códice al cuidado de los monjes de Santa Catalina, en cuya biblioteca había permanecido desde hacía nueve siglos, y anunciaba, no sin pesar, que ya no seguiría escribiéndose allí la historia de la hermandad. «Mis sucesores —anotaba para terminar— seguirán haciéndolo en nuestro nuevo refugio. Allí protegeremos lo poco que la maldad de los hombres ha dejado de la Madera Santa. Nuestro destino está sellado. Que Dios nos proteja.»
—Y ya está —concluí, dejando caer, descorazonada, el papel de entre las manos.
Como dos estatuas de sal, Farag y yo permanecimos mudos e inmóviles durante un buen rato, incapaces de creer que todo hubiera terminado y que no tuviésemos mucho más que al principio. Donde quiera que estuviese el dichoso Paraíso Terrenal de los staurofílakes, se encontraban también los
Ligna Crucis
robados en la actualidad a las iglesias cristianas, pero, al margen de la satisfacción de conocer a los ladrones, no habíamos recibido ninguna otra alegría.
Meses y meses de investigación, todos los recursos del Archivo Secreto y la Biblioteca Vaticana a disposición de este encargo papal, horas y horas de encierro en el Hipogeo con todo el personal trabajando a destajo… Y tanto esfuerzo apenas había servido para nada.
Suspiré profundamente, dejando caer la cabeza, de golpe, hasta apoyar la barbilla contra el pecho. Mis cansadas cervicales crujieron como cristales pisoteados.
Desde que había empezado toda aquella historia no había conseguido dormir bien ni una sola noche. Cuando no era por insomnio, era porque me despertaba cualquier ruido minúsculo que se oyera en la habitación de la Domus (la pequeña nevera, la madera de los muebles, el reloj de la pared, el viento en la persiana…), y, si no, por unos sueños largos y agotadores en los que me pasaban las cosas más extrañas del mundo. No llegaban a ser pesadillas, pero en muchos de ellos sí sentía miedo de verdad, como en el que tuve aquella noche, cuando me vi avanzando por una enorme avenida levantada en obras, llena de peligrosos socavones que debía salvar cruzando débiles tablazones o colgándome de cuerdas.
Después del frustrante final de nuestra aventura, y sin saber qué había sido del capitán, Farag y yo nos fuimos a la Domus, cenamos y nos retiramos a nuestras habitaciones con un plomizo desánimo pintado en los rostros. Era decepcionante y, aunque Farag intentó confortarme diciéndome que, en cuanto descansáramos, seríamos capaces de sacar de la historia de los Catones lo que estábamos necesitando, me metí en la cama con un profundo abatimiento que me llevó hasta la avenida en obras llena de agujeros.
Estaba yo colgada de una cuerda, con el vacío a mis pies y pensando en retroceder, cuando el sonido del teléfono me hizo dar un salto en la cama y abrir los ojos en mitad de la oscuridad. No sabía dónde estaba ni qué estruendo era el que oía ni si podría impedir que el corazón se me saliera por la boca, pero que estaba despierta, desde luego, y con los sentidos completamente alerta, también. Cuando fui capaz de reaccionar y me ubiqué en el espacio-tiempo, le propiné un golpe al interruptor de la luz y contesté al teléfono de muy malos modos:
—¿Sí? —gruñí, enseñando los colmillos al micrófono.
—¿Doctora?
—¿Capitán? ¡Pero… por Dios! ¿Sabe qué hora es? —y enfoqué desesperadamente la vista en el reloj que colgaba de la pared de enfrente.
—Las tres y media —respondió Glauser-Röist sin inmutarse.
—¡Las tres y media de la madrugada, capitán!
—El profesor Boswell bajará dentro de cinco minutos. Estoy en la recepción de la Domus. Le ruego que se dé prisa, doctora. ¿Cuánto tardará en estar lista?
—¿En estar lista para qué?
—Para ir al Hipogeo.
—¿Al Hipogeo? ¿Ahora…?
—¿Va a venir o no?
El capitán estaba perdiendo la paciencia.
—¡Voy, voy! Deme cinco minutos.
Me encaminé hacia el cuarto de baño y encendí las luces. Un chorro de fría claridad de neón me golpeó en los ojos. Me lavé la cara y los dientes, me pasé el cepillo por el pelo enmarañado y, de nuevo en la habitación, me vestí rápidamente con una falda negra y un grueso jersey de lana, de color beige. Cogí la chaqueta y el bolso y salí al pasillo, aturdida aún por una vaga sensación de irrealidad, como si hubiera pasado directamente de los andamios de la avenida de mi sueño al ascensor de la Domus. Oré mientras descendía, pidiéndole a Dios que no me abandonara aunque yo, por puro cansancio, le abandonara a Él.
Farag y Glauser-Röist me esperaban en el enorme y reluciente vestíbulo, hablando agitadamente en susurros. Farag, medio dormido, se echaba las greñas despeinadas hacia atrás con gestos nerviosos, mientras que el capitán, impecable, exhibía un sorprendente aspecto fresco y despejado.
—Vamos —soltó nada más verme llegar, y echó a andar en dirección a la calle sin comprobar si le seguíamos.
El Vaticano es el estado más pequeño del mundo, pero si recorres un buen trecho a pie, cerca de las cuatro de la madrugada, con frío y en total silencio, te parece que vas de costa a costa de Estados Unidos, en un viaje sin paradas. Nos cruzamos con algunas limusinas negras con matrículas
Si Cristo lo viese
, que nos iluminaron fugazmente con sus faros y se perdieron por las callejuelas de la Ciudad huyendo de nuestra presencia.
—¿Dónde irán esos cardenales a estas horas? —pregunté, sorprendida.
—No van a ningún lado —respondió Glauser-Röist, secamente—. Vuelven. Y mejor será que no pregunte de dónde vuelven porque la respuesta no le gustaría.
Cerré la boca como si me la hubieran cosido y me dije que, a fin de cuentas, el capitán tenía razón. Las vidas privadas de muchos cardenales de la Curia eran ciertamente desordenadas e indecorosas, pero allá ellos con sus conciencias.
—¿Y no temen el escándalo? —quiso saber Farag, a pesar del tono cortante empleado por el capitán—. ¿Qué pasaría si algún periódico lo contase todo?
Glauser-Röist siguió andando en silencio durante unos instantes.
—Ese es mi trabajo —le espetó, por fin—: impedir que salgan a la luz los trapos sucios del Vaticano. La Iglesia es santa, pero, sin duda, sus miembros son muy pecadores.
El profesor y yo nos miramos significativamente y no volvimos a despegar los labios hasta que no nos hallamos en el Hipogeo. El capitán tenía las llaves y las claves de todas las puertas del Archivo Secreto y, viéndole avanzar con esa seguridad de un lugar a otro, se comprendía que no era la primera noche que se colaba solo en aquellas dependencias.
Por fin entramos en mi laboratorio —que ya no era, ni de lejos, aquel pulcro despacho que fue meses atrás— y me llamó la atención un grueso libro que descansaba sobre mi mesa. Caminé hacia él, atraída como un imán, pero Glauser-Röist, más rápido, me adelantó por la derecha y lo cogió entre sus manazas, sin dejarme verlo.
—Doctora, profesor… —empezó la Roca, obligándonos a tomar asiento apresuradamente para prestarle atención—. Tengo entre las manos un libro, una especie de guía de viaje, que nos va a llevar hasta el Paraíso Terrenal.
—¡No me diga que los staurofílakes han publicado una Baedeker
[15]
! —comenté con sorna. El capitán me fulminó con la mirada.
—Algo parecido —repuso, girando el volumen para mostrarnos la portada.
Por un instante, Farag y yo nos quedamos en suspenso, sin decir nada, tan sorprendidos por lo que veíamos como un par de colegiales ante una ceremonia vudú.
—¿La
Divina Comedia
de Dante? —me extrañé. O el capitán se estaba riendo de nosotros, o, lo que era peor, se había vuelto completamente loco.
—La
Divina Comedia
de Dante, en efecto.
—Pero… ¿la de Dante Alighieri? —preguntó Farag, más asombrado que yo, si cabe.
—¿Acaso hay alguna otra Divina Comedia, profesor? —arguyó Glauser-Röist.
—Es que… —balbució Farag, mirándole con incredulidad—. Es que, capitán, reconozca que no tiene mucho sentido —se rió bajito, como si acabara de escuchar un chiste—. ¡Venga, Kaspar, no nos tome el pelo!
Por toda respuesta, Glauser-Röist se sentó sobre mi mesa y abrió el libro por la página que tenía una marca adhesiva de color rojo.
—
Purgatorio
—recitó como un escolar aplicado—. Canto 1, versos 31 y siguientes. Dante llega con su maestro Virgilio a las puertas del Purgatorio y dice:
Vi junto a nosotros a un anciano solitario,
digno al verle de tanta reverencia,
que más no debe a un padre su criatura.
Larga la barba y blancas las greñas
llevaba, semejante a sus cabellos,
que al pecho en dos mechones le caían.
Los rayos de las cuatro luces santas
llenaban tanto su rostro de luz,
que le veía como al Sol de frente.
El capitán nos miró, expectante.
—Muy bonito, sí —comentó Farag.
—Poético, sin duda —confirmé yo, cargada de cinismo.
—¿Pero es que no lo ven? —se desesperó Glauser-Röist.
—Pero ¿qué es lo que quiere que veamos? —exclame.
—¡Al anciano! ¿Es que no lo reconocen? —ante nuestras miradas atónitas y nuestros gestos de total incomprensión, el capitán suspiró resignadamente y adoptó un aire de paciente profesor de escuela primaria—. Virgilio obliga a Dante a que se postre frente al anciano respetuosamente y el anciano les pregunta quienes son. Entonces Virgilio se lo explica y le dice que, a petición de Jesucristo y de Beatriz (la amada muerta de Dante), le está mostrando a este cómo son los reinos de ultratumba —pasó una página y volvió a recitar:
Ya le he mostrado la gente condenada;
y ahora pretendo las almas mostrarle
que se purifican bajo tu mandato.
Dígnate agradecer que haya venido:
busca la libertad, que es tan preciada,
como sabe quien a cambio dio su vida.
Tú lo sabes, pues por ella no fue amarga
tu muerte en Utica; allí dejaste
tu cuerpo que radiante será un día.
—¡Útica! ¡Catón de Útica! —grité—. ¡El anciano es Catón de Útica!
—¡Por fin! Eso era lo que quería que descubrieran —explicó Glauser-Röist—. Catón de Útica, el que dio nombre a los archimandritas de la Hermandad de los Staurofílakes, es el Guardián del Purgatorio en la
Divina Comedia
de Dante. ¿No les parece significativo? Ya saben que la
Divina Comedia
está compuesta de tres partes: el
Infierno
, el
Purgatorio
y el
Paraíso
. Cada una de ellas se publicó por separado, aunque formando parte del conjunto. Observen las coincidencias entre el texto del último Catón y el texto dantesco del
Purgatorio
—pasó hojas hacia delante y hacia atrás, y buscó sobre mi mesa la copia transcrita del último bifolio del Códice Iyasus—. En el verso 82, Virgilio le dice a Catón: «Deja que andemos por tus siete reinos», pues Dante debe purgar los siete pecados capitales, uno en cada círculo o cornisa de la montaña del
Purgatorio
: soberbia, envidia, ira, pereza, avaricia, gula y lujuria —enumeró. Luego cogió la copia del bifolio y leyó—: «La expiación de los siete graves pecados capitales se realizará en las siete ciudades que ostentan el terrible privilegio de ser conocidas por practicarlos perversamente, a saber, Roma por su soberbia, Rávena por su envidia, Jerusalén por su ira, Atenas por su pereza, Constantinopla por su avaricia, Alejandría por su gula y Antioquía por su lujuria. En cada una de ellas, como si fuera un purgatorio sobre la tierra, penarán sus faltas para poder entrar en el lugar secreto que nosotros, los staurofílakes, llamaremos Paraíso Terrenal».