El último Catón (70 page)

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Authors: Matilde Asensi

Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga

BOOK: El último Catón
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Se hizo de nuevo un silencio aplastante en nuestro grupo de conversación.

—¿Sabéis lo que es la belleza? —nos preguntó, de pronto, el hasta entonces mudo y atento Shakeb, profesor de la inexplicable escuela de los Opuestos. Farag y yo le miramos, sin comprender. Tenía la cara redonda y unos grandes ojos negros muy expresivos; en sus manos regordetas lucía varios anillos que lanzaban espectaculares chispazos de luz—. ¿Podéis ver cómo tiembla la llama de la vela más corta del antorchero de oro que hay sobre la cabeza de Catón?

El antorchero al que se refería era apenas un punto luminoso en la distancia. ¿Cómo íbamos a distinguir la vela más corta y, en ella, la llama temblorosa?

—¿Podéis percibir el olor de la mermelada de col que llega desde las cocinas? —continuó—. ¿Notáis el intenso aroma picante que despide la mejorana que le han puesto y el aliento ácido de las hojas de ruibarbo que la cubren en los cuencos?

Francamente, estábamos desconcertados. ¿De qué estaba hablando? ¿Cómo íbamos a oler algo semejante? Sin mover la cabeza ni bajar la mirada, intenté, infructuosamente, adivinar los ingredientes que componían el exquisito plato que tenía bajo la nariz, pero sólo pude recordar —y porque acababa de tragar un bocado— que sus sabores eran muy concentrados, mucho más intensos y naturales de lo normal.

—No sé adónde quieres llegar… —le dijo Farag a Shakeb.

—¿Podrías decirme tú,
didáskalos
, cuántos instrumentos interpretan la música que acompaña nuestra comida?

¿Música…? ¿Qué música?, pensé, y en ese momento me di cuenta de que, en efecto, una bella melodía sonaba de fondo desde que nos habíamos sentado a la mesa. No la había oído porque no había prestado atención y porque sonaba muy suave y queda, pero hubiera sido imposible de todo punto distinguir los instrumentos musicales que la ejecutaban.

—¿O cómo suena esa gota de sudor —continuó impertérrito— que resbala en este mismo momento por la espalda de Ottavia?

Me sobresalté. ¿Qué estaba diciendo aquel loco? Pero mi boca quedó sellada porque, cuando él lo dijo, advertí que, en efecto, por la tensión nerviosa y la excitación, una minúscula gota de transpiración se precipitaba a lo largo de mi columna vertebral aprovechando el espacio entre mi piel y la tela del
himatión
.

—¿Qué está pasando aquí? —exclamé, sumida en el desconcierto.

—Y tú, Ottavia, dime —el hombre de los anillos era implacable—: ¿a qué ritmo está latiendo tu corazón? Yo te lo diré: a este… —y empezó a golpear la mesa con dos dedos, haciendo coincidir perfectamente sus toques con las palpitaciones que yo sentía en el centro del pecho—. ¿Y cómo huele el vino que has bebido? ¿Has notado que lleva especias, que su textura es ligeramente mantecosa y que deja en la boca un sabor denso y seco, como de madera?

Yo era de Sicilia, la mayor región vinícola de Italia, y en mi familia teníamos viñedos y bebíamos vino en las comidas, pero jamás me había fijado en nada de todo eso.

—Si no sois capaces de percibir lo que os rodea ni de sentir las cosas que os pasan —concluyó con tono amable pero claramente firme—, si no disfrutáis de la belleza porque no podéis ni siquiera descubrirla, y si sabéis menos que los niños más pequeños de mi escuela, no pretendáis estar en posesión de la verdad ni os permitáis recelar de quienes os han acogido con afecto.

—Vamos, vamos, Shakeb —dijo Mirsgana, volviendo a salir en nuestra defensa—. Eso ha estado bien, pero ya es suficiente. Acaban de llegar. Hay que ser pacientes.

Shakeb modificó rápidamente su semblante, mostrando un cierto arrepentimiento.

—Perdonadme —rogó—. Mirsgana tiene razón. Pero acusarnos de asesinar a Dante ha sido una impertinencia por vuestra parte.

Aquella gente no tenía pelos en la lengua.

Farag, por su parte, estaba tenso y reconcentrado. Siguiendo la línea iniciada por Shakeb, me daba la impresión de oír los engranajes de su cerebro girando a toda velocidad.

—Discúlpame, Shakeb, por lo que voy a decir —soltó al fin con una voz sin inflexiones—, pero, aún aceptando como posible que puedas ver esa pequeña llama que dijiste u oler los aromas de la mermelada de col que llegan desde la cocina, me resisto a aceptar que oigas los latidos del corazón de Ottavia o el resbalar de una gota de sudor por su espalda. No es que dude de ti, pero…

—Bueno —le interrumpió Ufa, quitándole la réplica a Shakeb—, en realidad todos oímos como se deslizaba la gota y ahora mismo podemos oír también los latidos de vuestros corazones, igual que podemos saber por vuestra voz lo nerviosos que estáis o cómo se digieren los alimentos en vuestros estómagos.

Mi incredulidad no podía ser mayor y mi intranquilidad aumentó ante la sola idea de que algo así fuera cierto.

—No…, no es posible —vacilé.

—¿Quieres una prueba? —ofreció amablemente Gete.

—Por supuesto —repuso Farag con aspereza.

—Yo te la daré —declaró, de pronto, Ahmose, la constructora de sillas, que no había intervenido hasta entonces—. Candace —dijo en susurros, como si hablara al oído del sirviente que nos había recomendado pasear por
Parádeisos
. Miré por todas partes, pero Candace no estaba en la sala en aquel momento—. Candace, por favor, ¿podrías traer un poco de ese pastel de flores de saúco que acabáis de sacar del horno? —se quedó en suspenso unos segundos y, luego, sonrió con satisfacción—. Candace ha contestado: «Enseguida, Ahmose».

—¡Ya…! —dejó escapar un desdeñoso Farag. Un desdeñoso Farag que tuvo que tragarse su desdén cuando, casi inmediatamente, Candace apareció por una de las puertas trayendo en las manos un plato con una especie de pudín blanco que no podía ser otra cosa que lo que le había pedido Ahmose.

—Aquí tienes el pastel de flores de saúco, Ahmose —comentó—. Lo he preparado pensando en ti. Ya he guardado un trozo para llevar a casa más tarde.

—Gracias, Candace —repuso ella con una sonrisa de felicidad. No cabía la menor duda de que vivían juntos.

—No lo entiendo —siguió recelando mi desconfiado
didáskalos
—. De verdad que no lo entiendo.

—No lo entiendes… aún, pero empiezas a aceptarlo —señaló Ufa, alzando con alegría su copa de vino en el aire—. ¡Brindemos por todas las cosas hermosas que vais a aprender en
Parádeisos
!

Los miembros de nuestro grupo levantaron sus copas y brindaron con entusiasmo. Los del grupo de la Roca y Catón ni se movieron, fascinados por lo que fuera que estaban oyendo.

Shakeb tenía razón. El vino olía maravillosamente a especias y su sabor era denso y seco como la madera. Un minuto después de haber brindado, todavía conservaba en mis papilas el recuerdo de su suave textura mantecosa. Una frase de John Ruskin
[72]
me vino entonces a la mente: «El conocimiento de la belleza es el verdadero camino y el primer peldaño hacia la comprensión de las cosas que son buenas». La copa de la que bebí era de cristal esmerilado con relieves de hojas de acanto en forma de cenefas.

Aquella tarde fuimos de paseo por Stauros acompañados por Ufa, Mirsgana, Gete y una tal Khutenptah, la shasta de los cultivos, que había congeniado muy bien con el capitán Glauser-Röist y que venía con nosotros para enseñarnos los invernaderos y el sistema de producción agrícola. La Roca, como ingeniero agrónomo que era, se mostraba sumamente interesado en este aspecto de la vida de
Parádeisos
.

Cuando salimos del
basíleion
de Catón después de comer, atravesando de nuevo numerosas salas y patios, nuestros guías, que se expresaban en inglés, nos aclararon el misterio de la ausencia de sol.

—Mirad hacia arriba —nos indicó Mirsgana.

Y arriba no había cielo. Stauros estaba ubicada en una gigantesca gruta subterránea cuyas dimensiones colosales quedaban delimitadas por unas paredes que no se veían y un techo que no se vislumbraba. Si cientos de máquinas excavadoras como las que habían abierto bajo el mar el túnel del Canal de la Mancha, hubieran trabajado sin descanso durante un siglo, ni así hubiesen sido capaces de abrir en el fondo de la tierra un espacio como el que ocupaba Stauros, con una superficie similar a la de Roma y Nueva York juntas y una altura superior a la del Empire State Building. Pero Stauros sólo era la capital de
Parádeisos
. Otras tres ciudades se levantaban en otras tantas grutas de parecido tamaño y un complejo sistema de corredores y galerías descomunales mantenía comunicados los cuatro núcleos urbanos.


Parádeisos
es un maravilloso capricho de la Naturaleza —nos explicó Ufa, que estaba empeñado en llevarnos a las cuadras donde trabajaba como domador de caballos—, el resultado de las terribles erupciones volcánicas que hubo en el pleistoceno. Las corrientes de agua caliente que circulaban por aquí disolvieron la piedra caliza dejando sólo la roca de lava. Este fue el lugar que encontraron nuestros hermanos en el siglo
XIII
. ¿Podéis creer que, después de siete siglos, aún no hemos terminado de explorar todo el complejo? Y eso que desde que tenemos luz eléctrica vamos mucho más deprisa. ¡
Parádeisos
es grandioso!

—Habladnos de cómo ilumináis Stauros —pidió Farag, que caminaba a mi lado cogiéndome de la mano. Las calles de la ciudad tenían las calzadas empedradas y por ellas circulaban jinetes a caballo y carros tirados por estos mismos animales, que parecían ser la única fuerza motriz disponible. A modo de aceras, hermosos mosaicos de brillantes teselas dibujaban paisajes de la Naturaleza o escenas variadas de músicos, artesanos y vida cotidiana, todo al más puro estilo bizantino. Varios staurofílakes barrían los suelos y recogían los desperdicios con unas curiosas palas mecánicas.

—Stauros tiene más de trescientas calles —dijo Mirsgana, saludando con la mano a una mujer que miraba desde la ventana de un primer piso; las casas estaban hechas de la misma roca volcánica que formaba la gruta, pero las cornisas y apliques añadidos, los dibujos y colores de las fachadas, les conferían un aire delicado, extravagante o distinguido, según el gusto de los propietarios—. Dentro de la ciudad hay siete lagos, todos navegables, bautizados por los primeros pobladores con los nombres de las siete virtudes, las cardinales y las teologales, que se oponen a los siete pecados capitales.

—Y esos lagos, especialmente el Templanza y el Paciencia, están llenos de peces ciegos y de crustáceos albinos —apuntó Khutenptah, la cual, curiosamente, me resultaba muy familiar y no hacía más que mirarla para averiguar por qué. Mi memoria era excelente, así que, con seguridad, la había visto antes, fuera de
Parádeisos
. Era muy guapa, con el pelo y los ojos negros, y unos rasgos clásicos (nariz fina incluida) que me martilleaban en el cerebro.

—Tenemos también —siguió Mirsgana— un precioso río, el
Kolos
[73]
, que brota de las profundidades, un poco antes de Lignum, y que atraviesa nuestras cuatro ciudades, formando en Stauros el lago Caridad. El
Kolos
es el que nos proporciona la energía para iluminar
Parádeisos
. Hace cuarenta años compramos unas antiguas turbinas, esas máquinas con ruedas hidráulicas que, cuando pasa el agua, se mueven y generan electricidad. No conozco muy bien este tema —se disculpó—, así que no puedo deciros mucho más. Sólo sé que tenemos corriente y que allá arriba —dijo señalando la inmensa bóveda—, aunque no se vean, hay cables de cobre que llegan a distintos puntos de Stauros.

—Pero el
basíleion
de Catón estaba iluminado con velas —objeté.

—Nuestras máquinas no tienen la potencia necesaria para dar luz a todas las viviendas, aunque tampoco lo deseamos. Con alumbrar la ciudad y los espacios abiertos es suficiente. ¿Has echado en falta más luz en algún momento? Los artesanos de
Parádeisos
desarrollaron, durante los siglos de oscuridad, unas velas de gran intensidad luminosa. Además, nuestra visión, como habéis comprobado, es magnífica.

—¿Por qué? —saltó Farag precipitadamente—. ¿Por qué es tan buena vuestra visión?

—Eso —le indicó Gete— lo comprenderás cuando visitemos las escuelas.

—¿Tenéis escuelas para mejorar la vista? —preguntó la Roca, admirado.

—Dentro de nuestro sistema educativo, los sentidos, y todo cuanto se relaciona con ellos, son una parte fundamental. ¿Cómo, si no, podrían los niños estudiar la Naturaleza, experimentar, sacar conclusiones propias y comprobarlas? Sería como pedirle a un ciego que dibujara mapas. Los staurofílakes que llegaron aquí hace siete siglos tuvieron que enfrentarse a pruebas durísimas que les llevaron a desarrollar unas técnicas muy útiles para mejorar sus condiciones de vida y supervivencia.

—Los primeros pobladores descubrieron que los peces habían perdido sus ojos y los crustáceos su color porque no los necesitaban en las oscuras aguas de
Parádeisos
—señaló Khutenptah, con una leve sonrisa—. De igual modo se dieron cuenta de que algunas especies de aves que anidaban en los riscos no utilizaban los ojos para volar por los túneles y las galerías porque habían desarrollado, como los murciélagos, unos sistemas propios de visión. Entonces decidieron estudiar a fondo la fauna de este sitio y llegaron a interesantes conclusiones que, mediante una serie de ejercicios muy sencillos descubiertos con la práctica, adaptaron a los seres humanos. Eso es lo que hoy empiezan haciendo los niños en las escuelas y también los que, como vosotros, llegan nuevos a
Parádeisos
… Siempre que queráis, naturalmente.

—¿Pero es posible? —insistí—. ¿Es posible aguzar la vista o el oído realizando una serie de ejercicios?

—Naturalmente. No es un aprendizaje rápido, desde luego, pero sí muy efectivo. ¿Cómo crees que pudo Leonardo da Vinci estudiar y describir hasta el menor detalle del vuelo de las aves para tratar de aplicar esos conocimientos al diseño de sus máquinas voladoras? Tenía una vista parecida a la nuestra y lo consiguió mediante un adiestramiento visual que él mismo ideó.

Mientras que fuera, en la superficie, habíamos fabricado máquinas que suplían nuestras carencias sensoriales (microscopios, telescopios, amplificadores de sonido, altavoces, ordenadores…), abajo, en
Parádeisos
habían trabajado durante siglos para perfeccionar sus facultades, afinándolas y desarrollándolas a imitación de la Naturaleza. Y ese logro, como las pruebas del
Purgatorio
, les había abierto las puertas a una nueva forma de entender la vida, el mundo, la belleza y todo cuanto les rodeaba. Arriba éramos ricos en tecnología, pero abajo eran ricos en espíritu. Así pues, quedaba aclarado el misterio de los inexplicables robos de los
Ligna Crucis
, unos robos llevados a cabo a la perfección, sin huellas, sin violencia y sin vestigios de ninguna clase: ¿qué tipo de vigilancia podría impedir que un staurofílax, con sus capacidades sensoriales hiperdesarrolladas, cogiera lo que quisiera del lugar más protegido del mundo?

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