El último deseo (21 page)

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Authors: Andrzej Sapkowski

Tags: #Fantasía épica

BOOK: El último deseo
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—Infinitas gracias —se inclinó Clococo—. Pero justo he terminado.

Se hizo el silencio, extraño después del tumulto que habían levantado las palabras del barón. Calanthe se levantó de nuevo. Geralt no pensaba que nadie aparte de él hubiera visto el temblor de la mano con la que se secó la frente.

—Señores míos —dijo por fin—, os merecéis una explicación. Sí, este... Erizo... dice la verdad. Ciertamente Roegner le prometió aquello que no se esperaba. Parece que nuestro llorado rey era más bien cateto en lo tocante a asuntos de mujeres y no sabía contar hasta nueve. Y a mí sólo me confesó la verdad cuando estaba en su lecho de muerte. Porque sabía lo que le hubiera hecho si me hubiera hablado antes de este juramento. Sabía de lo que es capaz una madre de cuyo hijo se dispone con tan poco seso.

Los caballeros y nobles callaron. Erizo estaba de pie, inmóvil como una estatua de acero breada de púas.

—Y Clococo —siguió Calanthe—, en fin, Clococo me recordó que no soy una madre, sino una reina. Está bien, entonces. Como reina, mañana convocaré al consejo. Cintra no es una tiranía. El consejo decidirá si el juramento de un rey muerto ha de decidir la suerte de la heredera del trono. Se anunciará si habrá que dársela a ella y al trono de Cintra al intruso o si se procederá de acuerdo con los intereses del reino.

Calanthe se calló por un segundo, miró de reojo a Geralt.

—Y en lo que respecta a los nobles caballeros que han acudido a Cintra con la esperanza de la mano de la princesa... Sólo me queda expresar mi dolor por el cruel desprecio y menoscabo de su honor que aquí se les hace. Los absurdos que aquí se han descubierto. No soy yo la culpable de ello.

Entre el tumulto de voces que se alzó entre los invitados el brujo percibió el susurro de Eist Tuirseach.

—Por todos los dioses del mar —murmulló el isleño—. Esto no es justo. Esto es un claro llamamiento al derramamiento de sangre. Calanthe, simplemente les estás azuzando...

—Cállate, Eist —siseó con rabia la reina—. O me harás enojar.

Los ojos negros de Myszowor centellaron cuando el druida señaló con ellos a Rainfarn de Attre, que se preparaba para levantarse con una expresión terrible y furiosa. Geralt reaccionó al punto, se le adelantó, se levantó el primero, haciendo un fuerte ruido con la silla.

—Puede que no sea necesario convocar al consejo —dijo en alta y sonora voz.

Todos se callaron, mirándolo con asombro. Geralt sintió sobre él los ojos esmeralda de Pavetta, la mirada de Erizo desde detrás de las rejillas de su negra visera, percibió también la Fuerza acumulándose como las ondas de un diluvio, vibrando en el aire. Vio cómo bajo el influjo de esta Fuerza el humo de antorchas y candiles comenzaba a tomar formas fantásticas. Vio que Myszowor también lo veía. Y vio también que nadie más era capaz de verlo.

—He dicho —repitió con calma— que puede que no sea necesario convocar al consejo. ¿Entiendes lo que tengo en mente, Erizo de Erlenwald?

El caballero de las púas dio dos pasos craqueantes hacia el frente.

—Entiendo —dijo desde detrás de la cortina de su yelmo—. Sería tonto si no lo entendiera. He oído lo que dijo hace un momento nuestra noble y piadosa señora Calanthe. Ha encontrado un modo excelente para librarse de mí. ¡Acepto tu reto, caballero desconocido!

—No recuerdo —dijo Geralt— que te haya retado. No tengo intenciones de batirme en duelo contigo, Erizo de Erlenwald.

—¡Geralt! —gritó Calanthe, torciendo el gesto y olvidando titular al brujo como «noble Ravix»—. ¡No tires demasiado de la cuerda! ¡No pongas a prueba mi paciencia!

—Ni la mía —añadió Rainfarn con enojo. Sin embargo, Crach an Craite sólo refunfuñó. Eist Tuirseach le mostró el puño cerrado en un gesto elocuente. Crach refunfuñó en voz aún más alta.

—Todos han escuchado —habló Geralt— cómo el barón de Tigg nos narraba las historias de famosos héroes separados de sus padres por la fuerza de tales juramentos como el que Erizo le forzó al rey Roegner. ¿Por qué, sin embargo, con qué objetivo, alguien exige tales juramentos? Tú conoces la respuesta, Erizo de Erlenwald. Ese juramento es capaz de crear un potente e indestructible lazo de destino entre el que lo exige y el objeto de ello, la criatura de la sorpresa. Tal niño, señalado por la suerte ciega, puede estar destinado a cosas extraordinarias. Puede ser capaz de jugar un papel increíblemente importante en la vida de aquél al que le liga su destino. Justo por ello, Erizo, le exigiste a Roegner el precio que hoy reclamas. Tú no quieres el trono de Cintra. Quieres llevarte a la princesa.

—Es justo así como dices, caballero desconocido. —Erizo se echó a reír—. ¡Eso es lo que reclamo! ¡Dadme aquélla que es mi destino!

—Eso —dijo Geralt— habrá que probarlo.

—¿Te atreves a dudar de ello? ¿Después de que la reina haya confirmado mis palabras? ¿Después de lo que tú mismo dijeras hace un momento?

—Sí. Porque no nos lo has contado todo. Roegner, Erizo, conocía la fuerza del Derecho de la Sorpresa y el peso del juramento que hizo. Y lo hizo porque sabía que el derecho y la costumbre tienen el poder de proteger tales juramentos. Vigilando para que se cumplan sólo cuando lo confirme la fuerza del destino. Sabes, Erizo, que de momento no tienes ningún derecho a la princesa. Lo conquistarás sólo después de que...

—¿De qué?

—De que la princesa misma acceda a irse contigo. Así lo dispone el Derecho de la Sorpresa. Es la conformidad del niño, no de los padres, lo que confirma el juramento y prueba que el niño nació verdaderamente bajo la sombra del destino. Por eso volviste después de quince años, Erizo. Ésta fue la condición que te impuso el rey Roegner después de jurar.

—¿Quién eres?

—Me llamo Geralt de Rivia.

—¿Quién eres, Geralt de Rivia, que quieres presentarte como una autoridad en cuestiones de derechos y costumbres?

—Él conoce este derecho mejor que nadie —dijo ronco Myszowor— porque a él se lo aplicaron hace tiempo. A él le arrancaron de la casa de sus padres porque era aquél cuyo padre no se esperaba encontrarlo a su regreso. Porque estaba destinado a algo distinto. Y por la fuerza del destino llegó a ser lo que es.

—¿Y qué es?

—Brujo.

En el silencio que se hizo golpeó la campana del cuerpo de guardia, anunciando la medianoche con acento siniestro. Todos se estremecieron y alzaron las cabezas. Myszowor, mirando a Geralt, hizo un gesto extraño y sorprendido. Pero el más visiblemente sobrecogido e intranquilo era Erizo. Las manos en los guantes de la armadura le cayeron sin fuerza a los lados, el yelmo se balanceó inseguro.

Una extraña y desconocida Fuerza, invadiendo la sala como una nube de niebla, se hizo violentamente densa.

—Es cierto —dijo Calanthe—. Geralt de Rivia, aquí presente, es brujo. La suya es una profesión que digna es de respeto y aprecio. Se sacrificó para protegernos de monstruos y pesadillas que pueblan la noche, creados por fuerzas enemigas y perjudiciales para los humanos. Él mata a todos los engendros y fenómenos que nos acechan en bosques y despoblados. También a aquéllos que tienen la osadía de entrar en nuestras moradas.

Erizo se mantenía en silencio.

—Y después de esto —siguió la reina, alzando una mano llena de anillos—, que se realice la ley, que se verifique el juramento cuyo cumplimiento reclamas, Erizo de Erlenwald. Ha sonado la medianoche. Tu voto ya no te obliga. Quítate el yelmo. Antes de que mi hija declare su voluntad, antes de que decida sobre su destino, que vea tu rostro. Todos deseamos ver tu rostro.

Erizo de Erlenwald alzó lentamente la mano, desató la sujeción del yelmo, se lo quitó, asiéndolo del cuerno de hierro, y lo arrojó resonando al suelo. Hubo quien gritó, quien lanzó una maldición, quien tomó aliento con un silbido. En el rostro de la reina apareció una sonrisa maligna, terriblemente maligna. Una horrible sonrisa de triunfo.

Por encima de la amplia y semicircular chapa de la coraza miraban hacia ellos los botones negros de dos ojos saltones, colocados en un hocico largo y romo cubierto por los dos lados de cerdas rojizas y armado de temblorosos y vibrantes pinchos blancos y muy agudos. La cabeza y la nuca del ser que estaba de pie en mitad de la sala estaban erizadas de púas encrespadas, cortas, grises y móviles.

—Éste es mi aspecto —pronunció el ser—, del que tú ya sabías, Calanthe. Roegner, cuando te contó la aventura que le sucedió en Erlenwald, no puede haber eludido describir a aquél al que le debía la vida. Aquél a quien, pese a su aspecto, prometió lo que le prometió. Bien te preparaste para mi visita, reina. Tus propios vasallos te han recriminado tu soberbio y despectivo rechazo a mantener la palabra dada. Por si no tenía éxito el intento de azuzarme a otros pretendientes, tenías aún en la manga a un brujo asesino, que se sentaba a tu derecha, en el lugar de honor. Y al final el engaño simple y rastrero. Querías humillarme, Calanthe. Sabe que te humillaste a ti misma.

—Basta. —Calanthe se levantó, apoyó el puño cerrado en la cadera—. Terminemos con esto. ¡Pavetta! Ves quién, y mejor dicho qué, está delante de ti y te pretende. Por el Derecho de la Sorpresa y la costumbre secular la decisión te pertenece. Contesta. Basta una palabra tuya. Si dices «sí» te convertirás en posesión, en botín, de este monstruo. Si dices «no», nunca más volverás a verlo.

La Fuerza palpitante en la sala apretaba las sienes de Geralt con una tenaza de acero, le retumbaba en los oídos, le erizaba los cabellos de la nuca. El brujo miró las blanquecinas falanges de los dedos de Myszowor, que apretaban la orilla de la mesa. El delgado hilillo de sudor que bajaba por la mejilla de la reina. Las migajas de pan en la mesa, que se movían como gusanos formando runas, deshaciéndose y volviéndose a agrupar en un mensaje muy claro: ¡CUIDADO!

—¡Pavetta! —repitió Calanthe—. Contesta. ¿Quieres irte con este engendro?

Pavetta alzó la cabeza.

—Sí.

La Fuerza que llenaba la sala la acompañó, zumbando muda en las cimbras del techo. Nadie, absolutamente nadie, emitió el más mínimo sonido.

Calanthe cayó sobre su trono, despacio, muy despacio. Su rostro estaba por completo falto de expresión.

—Todos han oído —en el silencio se extendió la calma voz de Erizo—. Tú también, Calanthe. Y tú, brujo, codicioso asesino a sueldo. Mis derechos han sido confirmados. La verdad y el destino han vencido a la mentira y a las artimañas. ¿Qué os queda, noble reina, disfrazado brujo? ¿El frío acero?

Nadie habló.

—Mi mayor deseo sería —siguió Erizo, agitando las púas y chasqueando las cerdas— dejar este lugar inmediatamente junto con Pavetta, pero no me negaré a mí mismo cierto placer. Tú, Calanthe, serás quien traiga a tu hija aquí, donde estoy, y colocarás su blanca mano sobre la mía.

Calanthe volvió lentamente su cabeza en dirección al brujo. En sus ojos había una orden. Geralt no se movió, mientras sentía y veía cómo la Fuerza condensada en el aire se concentraba en él. Sólo en él. Ya sabía. Los ojos de la reina se agrandaron, los labios le temblaron.

—¿Qué? ¿Qué es esto? —gritó de pronto Crach an Craite levantándose de su asiento—. ¿Manos blancas? ¿Sobre su mano? ¿La princesa con este apestoso lleno de pelos? ¿Con este... cerdo con púas?

—¡Y yo quería luchar con él como un caballero! —le secundó Rainfarn—. ¡Con este horror, con este animal! ¡Echadle los perros! ¡Los perros!

—¡Guardia! —gritó Calanthe.

Luego todo sucedió a toda velocidad. Crach an Craite tomó el cuchillo de la mesa, con un estruendo dejó caer la silla. A una orden de Eist, Draig Bon-Dhu le golpeó en la sien con la bolsa de la gaita, con todas sus fuerzas. Crach cayó sobre la mesa, entre el esturión en salsa verde y las curvadas costillas que habían sobrado del jabalí asado.

Rainfarn saltó hacia Erizo, brillando el estilete que había tenido escondido en la manga. Clococo, levantándose, lanzó un taburete de un puntapié justo a sus pies. Rainfarn saltó el obstáculo con habilidad, pero ese segundo de distracción bastó para que Erizo le evitara con una corta maniobra y le pusiera de rodillas con un potente golpe de sus puños acorazados. Clococo se lanzó con intención de quitarle a Rainfarn el estilete, pero le detuvo el príncipe Windhalm, agarrándose a su muslo como un perro de caza.

Unos soldados de la guardia entraron corriendo, armados de picas y lanzas. Calanthe, en pie y amenazante, les señaló a Erizo con un violento gesto de mando. Pavetta comenzó a gritar. Eist Tuirseach a maldecir. Todos se alzaron de sus sitios sin saber muy bien qué hacer.

—¡Matadlo! —gritó la reina.

Erizo, resoplando rabiosamente y mostrando los colmillos, se lanzó sobre los guardias. No tenía armas, pero estaba cubierto por el acero que, con estruendo, desviaba las puntas de las picas. Sin embargo, el golpe le lanzó hacia atrás, directamente hacia Rainfarn, que se estaba levantando y aprovechó para inmovilizarle agarrándole por los pies. Erizo bramó, parando con la protección de los antebrazos los golpes de las hojas que se derramaron sobre su cabeza. Rainfarn le acuchilló con el estilete pero el filo resbaló por las planchas de la coraza. Los guardias, cruzando sus palos, empujaron a Erizo hasta la chimenea labrada. Rainfarn, colgado de su cinturón, buscó en la coraza una rendija y clavó el puñal en ella. Erizo se dobló.

—¡Dunyyyyyy! —gritó con voz aguda Pavetta, saltando de la silla.

El brujo, con la espada en la mano, corrió por encima de la mesa hacia los que luchaban, derribando platos, cuencos y jarras. Sabía que no había mucho tiempo. El grito de Pavetta adoptaba un tono cada vez menos natural. Rainfarn alzó el estilete para clavar otra vez.

Geralt dio un tajo al saltar de la mesa, doblando al mismo tiempo las rodillas. Rainfarn aulló, se tambaleó hasta la pared. El brujo giró, con el centro de la hoja golpeó a un guardia que intentaba introducir la afilada lengua de la lanza por entre el faldar y la coraza de Erizo. El guardián cayó al suelo, perdiendo su yelmo plano. Por la puerta entraron más.

—¡No lo acepto! —gritó Eist Tuirseach, aferrando una silla. Con violencia destrozó el incómodo mueble contra el suelo y con lo que le quedó en las manos se lanzó hacia los que entraban.

Erizo, pinchado al mismo tiempo por dos de las picas, se derrumbó con alboroto, gritó y aulló, arrastrándose por el suelo. El tercer guardia saltó, alzó la lanza para clavarla. Geralt le tascó en la sien con la misma punta de la espada. Los que rodeaban a Erizo retrocedieron, arrojando las picas. Los que entraban por la puerta retrocedieron ante el pedazo de silla que blandía Eist, como si fuera la espada mágica Balmur en la mano del legendario Zatret Voruta.

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