El último deseo (18 page)

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Authors: Andrzej Sapkowski

Tags: #Fantasía épica

BOOK: El último deseo
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—¡Clococo! —murmuró Calanthe, dándole con el codo a Drogodar—. Nos vamos a reír.

El caballero delgado, bigotudo y bien vestido se inclinó bastante, pero sus ojos vivos y alegres y su sonrisa en los labios negaban toda sumisión.

—Bienvenido seáis, señor Clococo —dijo ceremonialmente la reina. Por lo visto el apodo del barón era más aceptado que su propio nombre—. Estoy contenta de que hayáis venido.

—Más lo estoy yo de haber sido convidado —afirmó Clococo, y suspiró—. Así le echaré un vistazo a la princesa, si lo permites, reina. Es triste vivir solo, señora.

—Ay, ay, señor Clococo. —Calanthe se sonrió ligeramente mientras enrollaba un rizo de su pelo en un dedo—. Mas vos aún estáis casado, como todos sabemos.

—Eh —se estremeció el barón—. Sabes, señora, cómo es de debilucha y delicada mi mujer, y ahora la viruela campa por nuestra tierra. Apuesto mi cinturón y mi espada contra una alpargata vieja a que en un año ya habrá pasado hasta el luto.

—Pobrecillo Clococo, pero, y al mismo tiempo, también eres un suertudo. —Calanthe sonrió aún más cortésmente—. Tu mujer es, de hecho, debilucha. He oído que cuando la última cosecha te pilló con una moza, te persiguió con un vierno durante menos de una milla y no te alcanzó. Tienes que darle mejor de comer y mimarla y cuidar de que no se le enfríen las espaldas por las noches. Y en un año, verás como se recupera.

Clococo se amorriñó de forma poco convincente.

—Entiendo la alusión. Pero, ¿puedo quedarme en el banquete?

—Me place, barón.

—¡Embajada de Skellige! —gritó el heraldo, ya bastante ronco.

Los cuatro isleños se acercaron con paso gallardo y sonoro. Iban vestidos con jubones de cuero brillante con forros de piel de foca, ceñidos con echarpes de lana a cuadros. Los dirigía un fibroso guerrero de rostro oscuro y nariz de águila, que tenía a un lado a un costilludo muchacho de cabellera pelirroja. Todos se inclinaron ante la reina.

—Grande es nuestro honor —dijo Calanthe, ligeramente ruborizada— al saludar de nuevo en mi castillo a tan dotado caballero como es Eist Tuirseach de Skellige. Si no fuera de sobra conocido el hecho de que desprecias el matrimonio, me haría feliz la esperanza de que hubieras venido a pedir la mano de Pavetta. ¿Acaso al fin y al cabo te atormenta la soledad, señor?

—Ni una sola vez, hermosa Calanthe —respondió el moreno hombre de las islas, mirando a la reina con unos ojos relampagueantes—. Demasiado azarosa es mi forma de existencia para pensar en una relación estable. Si no fuera que... Pavetta es todavía joven doncella, una flor todavía inmadura, pero...

—¿Pero qué, caballero?

—De tal palo tal astilla —sonrió Eist Tuirseach, haciendo brillar el blanco de sus dientes—. Basta mirarte a ti, reina, para saber qué belleza cobrará la princesa cuando alcance la edad que una mujer ha de tener para hacer feliz a un guerrero. Sin embargo, en este momento, a su mano han de aspirar los jóvenes. Tales como el aquí presente Crach an Craite, sobrino de nuestro rey Bran, que con ese objeto ha venido con nosotros.

Crach, inclinando la cabeza pelirroja, dobló una rodilla delante de la reina.

—¿A quién más has traído, Eist?

Un hombre achaparrado y fuerte con una barba como una escobilla y un mozallón con una cornamusa a la espalda se pusieron junto a Crach an Craite.

—He aquí a nuestro valeroso druida Myszowor, el cual, tal como yo, es amigo y consejero del rey Bran. Y éste es Draig Bon-Dhu, nuestro famoso skald. Además, treinta marineros de Skellige esperan en el patio, devorados por la esperanza de que la hermosa Calanthe se les muestre, siquiera desde la ventana.

—Sentaos, nobles invitados. Tú, don Tuirseach, aquí.

Eist ocupó uno de los lugares libres en la cabecera de la mesa, separado de la reina sólo por una silla vacía y por Drogodar. Los otros isleños se sentaron juntos, a la izquierda, entre el mariscal Vissegerd y los tres hijos del noble Strept, que se llamaban Murmurón, Comegatos y Cargamontes.

—Éstos son más o menos todos. —La reina se inclinó en dirección al mariscal—. Comencemos, Vissegerd.

El mariscal dio una palmada. Los pajes, portando fuentes y cántaros, se movieron hacia las mesas en una larga fila, siendo recibidos con alegría por los comensales.

Calanthe casi no comía, recorría sin gana con su tenedor de plata los manjares servidos. Drogodar, tragándose algo con ansia, siguió tañendo el laúd. Los otros invitados saquearon los cochinillos asados, las aves, los peces y moluscos, tarea en la que el pelirrojo Crach an Craite se mostró como líder. Rainfarn de Attre amonestaba severamente al joven príncipe Windhalm, incluso una vez le dio en las manos por intentar coger una jarra de sidra. Clococo, dejando por un momento de roer unos huesos, alegró a los vecinos con la imitación del silbido de la tortuga de los pantanos. La fiesta se volvió cada vez más alegre. Se pronunciaron los primeros brindis, cada vez más incoherentes.

Calanthe compuso la delgada diadema de oro sobre sus cabellos cenicientos y peinados en rizos, se volvió ligeramente en dirección a Geralt, que estaba ocupado en abrir el caparazón de un enorme y pesado cangrejo rojo.

—Bueno, brujo —dijo—. A nuestro alrededor hay ya suficiente ruido para que podamos intercambiar unas palabras discretamente. Comencemos con las cortesías. Me alegro de conocerte.

—Es una alegría para mí también, majestad.

—Después de las cortesías, a lo concreto. Tengo un trabajo para ti.

—Lo imagino. Pocas veces me invitan a banquetes por pura simpatía.

—Bah, quizás no eres un invitado interesante. ¿Piensas que pueda ser alguna otra cosa?

—Sí.

—¿Qué es ello?

—Te lo diré cuando me entere de la tarea que tienes para mí, reina.

—Geralt —dijo Calanthe, retorciendo con los dedos un collar de esmeraldas de las cuales la menor era como un grueso abejorro de mayo—, ¿cuál, piensas, puede ser el tipo de tarea que se puede tener para un brujo? ¿Qué? ¿Cavar un pozo? ¿Arreglar un agujero en el tejado? ¿Tejer un tapiz mostrando todas las posiciones que el rey Vridank y la hermosa Cerro intentaron en su noche de bodas? Creo que sabes mejor que nadie de qué trata tu profesión.

—Sí, lo sé. Y ahora puedo decir lo que me imagino, reina.

—Siento curiosidad por oírlo.

—Me imagino que, como muchos otros, equivocas mi oficio con una profesión completamente distinta.

—Oh. —Calanthe, inclinada en dirección al bardo tañedor de laúd, daba la impresión de estar pensativa y ausente—. ¿Y quiénes, Geralt, son esos otros de los que hay tantos y a los que tuviste la bondad de comparar conmigo en ignorancia? ¿Y con qué profesión confunden tu oficio tales tontos?

—Reina —dijo Geralt con tranquilidad—, cuando venía a Cintra me encontré a aldeanos, mercaderes, enanos buhoneros, caldereros y leñadores. Me hablaron de una tragaldabas que tiene su guarida aquí en estos bosques, una casa sobre el trípode de una pata de pollo. Mencionaron un espanto que anida en las montañas. Hablaron de abejorros y escolopendromorfos. Al parecer, si se busca bien, hay hasta manticoras. Tantas tareas que podría realizar un brujo sin necesidad de vestirse con plumas y escudos ajenos.

—No has contestado a mis preguntas.

—Reina, no dudo de que la alianza con Skellige, sellada con el matrimonio de tu hija, sea necesaria para Cintra. Es posible también que los intrigantes que quieran interferir en ello se merezcan una lección, y de tal forma que el gobernante no se vea mezclado. Seguro que sería lo mejor que esta lección se la diera cierto caballero de Cuatrocuernos, desconocido para todos y que luego desaparece de escena. Y ahora responderé a tu pregunta. Equivocas mi oficio con la profesión de asesino a sueldo. Esos otros de los que hay tantos son aquéllos que gobiernan. No es la primera vez que me llaman a un palacio en el que los problemas de los gobernantes precisan de unos rápidos tajos de espada. Pero yo jamás he matado a nadie por dinero, independientemente de si se trata de una causa buena o mala. Y nunca lo haré.

La atmósfera de la sala se avivaba a medida que corría la cerveza. El pelirrojo Crach an Craite encontró agradecidos espectadores para su relato sobre la batalla de Thwyth. A grito limpio, señalaba los movimientos tácticos en un mapa que había dibujado sobre la mesa con la ayuda de huesos de carne que chorreaban salsa. Clococo, probando lo acertado de su apodo, cloqueó de pronto como una verdadera gallina clueca, provocando general alegría entre los comensales y consternación entre el servicio, quienes estaban convencidos de que el ave, burlando su vigilancia, había logrado pasar del patio a la sala.

—Por lo visto, el destino me ha castigado con un brujo demasiado imaginativo. —Calanthe sonrió, pero sus ojos estaban entrecerrados y mostraban enojo—. Un brujo que, sin sombra de respeto, ni siquiera de cortesía común y corriente, desenmascara mis intrigas y mis viles planes de asesinato. ¿Por casualidad la fascinación de mi belleza y de mi arrebatadora personalidad no te han privado del uso de razón? No vuelvas a hacer eso nunca más, Geralt. No te dirijas así a aquéllos que tienen poder. Más de uno podría no perdonarte esas palabras, y conoces a los reyes, sabes que disponen de diversos medios. Estilete. Veneno. Mazmorras. Tenazas al rojo vivo. Hay cientos, miles de métodos a los que los reyes se aferran a la hora de vengar su orgullo herido. No querrás creer, Geralt, cuán fácil es herir el orgullo de ciertos gobernantes. Raro el que soporta con tranquilidad palabras tales como: «No», «No lo haré» o «Nunca». Eso es decir poco, basta con interrumpir a uno de ésos cuando está hablando o introducir una advertencia poco adecuada, y ya se tiene asegurada una vueltecita de la rueda.

La reina juntó las blancas y delgadas manos y apoyó en ellas los labios ligeramente, haciendo una pausa bastante dramática. Geralt no la interrumpió, ni añadió nada.

—Los reyes —siguió Calanthe— dividen a las personas en dos categorías. A unos les ordenan y a otros los compran. Actúan siguiendo la antigua y banal verdad de que se puede comprar a todo el mundo. A todos. Sólo es cuestión de precio. ¿Estás de acuerdo? Ah, vaya pregunta. Al fin y al cabo eres brujo, haces tu trabajo y te ganas tu sueldo. Hablando de ti la palabra «comprar» pierde su sentido peyorativo. También en tu caso la cuestión del precio es algo que se da por supuesto, relacionada con el grado de dificultad de la tarea, la cualidad de la ejecución, el grado de maestría. Y de tu fama, Geralt. Los viejos de los mercados cantan las hazañas del brujo de cabellos blancos venido de Rivia. Si siquiera la mitad de ello es cierto, puedo apostar a que el precio de tus servicios no es pequeño. Contratarte a ti para tan sencillos y banales asuntos como una intriga de palacio o un asesinato sería tirar el dinero. Se puede resolver el asunto con otras manos más baratas.

—¡Braaak! ¡Ghaaa—braaak! —gritó de pronto Clococo, arrancando violentos aplausos por su nueva imitación de los sonidos de un animal. Geralt no sabía de cuál, pero no le gustaría tener que encontrarse alguna vez con algo como eso. Volvió la cabeza, observando tranquilamente la mirada virulenta y verde de la reina. Drogodar, con la cabeza baja y la faz invisible detrás de la cortina de cabellos grises que caían sobre las manos y sobre el instrumento, rasgueó bajito el laúd.

—Ah, Geralt —dijo Calanthe, prohibiendo con un gesto a los pajes que volvieran a llenar su copa—. Yo hablo y tú callas. Estamos en un banquete, todos se quieren divertir. Diviérteme. Empiezo a echar de menos tus aceradas advertencias y tus imaginativos comentarios. Estarían bien también uno o dos cumplidos, alabanzas y ofertas de servicio. En el orden que prefieras.

—Reina —afirmó el brujo—, sin duda soy un invitado poco interesante. No puedo dejar de asombrarme de que justo a mí me hayas hecho el honor de ocupar este lugar. Hubiera sido posible sentar aquí a una persona mucho más adecuada. A cualquiera que desearas. Bastaría con ordenárselo a alguien o comprar a alguien. Es sólo una cuestión de precio.

—Habla, habla. —Calanthe inclinó la cabeza hacia atrás, entrecerró los ojos, dando a los labios la forma de una hermosa sonrisa.

—Por ello estoy asombrado y orgulloso de que sea justo yo quien se siente junto a la reina Calanthe de Cintra, a cuya belleza sólo supera su inteligencia. También considero un gran honor el que la reina haya oído hablar de mí y de que, a causa de lo que escuchara, no quiera utilizarme para tan banales asuntos. El invierno pasado el príncipe Hrobarik, que no es tan benévolo, intentó contratarme para que le encontrara a una hermosa doncella que, harta de sus vulgares requiebros, se escapó del baile y perdió una zapatilla. Me fue difícil convencerle de que para eso le era preciso un buen cazador y no un brujo.

La reina escuchaba con una sonrisa enigmática.

—También otros gobernantes, menos dotados que tú, doña Calanthe, en lo relativo a inteligencia, no se guardaron de proponerme tareas banales. Por lo general se trataba de privar banalmente de su vida a un hijastro, padrastro, madrastra, tío, tía, es difícil contarlos a todos. Alguno opinaba que sólo era cuestión de precio.

La sonrisa de la reina podía significar cualquier cosa.

—Repito, pues —Geralt inclinó la cabeza ligeramente—, que no quepo en mí de orgullo por poder sentarme junto a ti, señora. El orgullo significa muchísimo para nosotros, los brujos. No podrías creer cuánto, reina. Cierto gobernante hirió una vez el orgullo de un brujo con una proposición de trabajo que no concordaba con el honor ni con el código de los brujos. Aún más, no aceptando la cortés negativa del brujo, quiso impedirle que saliera de su castillo. Todos los que comentaron después lo sucedido estuvieron de acuerdo en afirmar que no fue aquélla la mejor de las ideas del gobernante.

—Geralt —dijo Calanthe después al cabo de un rato de silencio—. Te has equivocado. Eres un invitado muy interesante.

Clococo, con los bigotes y el cuello del caftán manchado de espuma de cerveza, alzó la cabeza y aulló penetrantemente en una imitación muy bien conseguida de un lobo en época de celo. Los perros del patio y de los alrededores respondieron con aullidos.

Uno de los hermanos Strept, quizás Cargamontes, trazó con un dedo manchado de cerveza una gruesa línea junto a la formación dibujada por Crach an Craite.

—¡Error e ineficacia! —gritó—. ¡No habría que haber hecho eso! ¡Aquí, por el ala, habría que haber dirigido la caballería, y atacar en el flanco!

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