El último deseo (7 page)

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Authors: Andrzej Sapkowski

Tags: #Fantasía épica

BOOK: El último deseo
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La yegua agitó la cabeza, relinchó salvajemente, pataleó, bailoteó en el sendero, levantando un remolino de hojas secas. Geralt, agarrando el cuello del caballo con el brazo izquierdo, dirigió la mano izquierda hacia la cabeza de su montura, con los dedos en forma de la Señal de Axia, silbando el conjuro al mismo tiempo.

—¿Tan malo es? —murmuró, mirando alrededor sin dejar de hacer la Señal—. ¿Tan malo? Tranquila, Sardinilla, tranquila.

El hechizo funcionó con rapidez pero la yegua movía sus pezuñas obligada, con torpeza, desconcertada, falta de naturalidad, perdiendo el elástico ritmo de la marcha. El brujo saltó a tierra, siguió a pie llevando el caballo de las riendas. Vio un muro.

Entre el muro y el bosque no había solución de continuidad, ni transición evidente. Árboles jóvenes y arbustos de enebro entremezclaban sus hojas con la hiedra y la vid silvestre, pegadas a las paredes de piedra. Geralt alzó la cabeza. En ese mismo momento sintió cómo se le aferraba y se le arrastraba por el cuello, erizándole e irritándole los cabellos, una blanda criatura invisible. Sabía lo que era.

Alguien le estaba mirando.

Se volvió con lentitud, con fluidez. Sardinilla resolló, los músculos de su cuello temblaron, se movieron por debajo de la piel.

En la pendiente de la loma por la que había venido hacía unos momentos estaba de pie e inmóvil una muchacha que apoyaba una mano en el tronco de un aliso. Su largo vestido blanco contrastaba con el brillante negro de los largos y sueltos cabellos que le caían sobre los hombros. A Geralt le pareció que sonreía, pero no estaba seguro: se encontraba demasiado lejos.

—Hola —dijo, levantando una mano en gesto amistoso. Dio un paso hacia la chica. Ésta, girando levemente la cabeza, siguió sus movimientos. Tenía el rostro muy pálido y unos enormes ojos negros. La sonrisa —si era una sonrisa— desapareció de su cara como si se la hubieran borrado. Geralt dio un paso más. Las hojas crujieron. La muchacha echó a correr por la pendiente como un corzo, se deslizó por entre las matas de avellano, era ya sólo una estela blanca cuando desapareció en lo profundo del bosque. Su largo vestido parecía no estorbar en nada su libertad de movimiento.

La yegua del brujo relinchó quejumbrosamente, alzando su cabeza. Geralt, todavía mirando en dirección al bosque, la calmó con la Señal. Abrazó al caballo alrededor del muslo y avanzó con lentitud siguiendo el muro, hundiéndose en el sendero entre las hojas de las bardanas.

La puerta, sólida, cubierta de hierro, sujeta por unas oxidadas bisagras, estaba provista de una gran aldaba de latón. Después de dudar un momento, Geralt alzó la mano y tocó la enmohecida bola. Hubo de dar de inmediato un salto porque en ese momento la puerta se abrió, chirriando, chasqueando, apartando hacia los lados montoncillos de hierba, guijarros y ramas. Al otro lado de la puerta no había nadie: el brujo vio tan sólo un patio desierto, descuidado, obstruido por las ortigas. Entró, llevando al caballo detrás de él. Embotada por la Señal, la yegua no se resistió, pero asentaba las pezuñas insegura y con rigidez.

El patio estaba rodeado en tres de sus lados por una pared y ciertos restos de estructuras de madera, el cuarto lado lo constituía la fachada de un pequeño palacio, marcada por la viruela del revoco caído, sucia de chorreras de humedad, embellecida por guirnaldas de hiedra. Los postigos, de los que se había desprendido la pintura, estaban cerrados. La puerta también.

Geralt echó las riendas de Sardinilla a un poste que estaba junto a la puerta y anduvo lentamente en dirección al palacio, atravesando un paseo cubierto de grava que discurría junto al vaso de una pequeña fuente cubierta de hojas y de basura. En el centro de la fuente, en un pedestal de fantasía, había un delfín labrado en piedra blanca, alzando hacia el cielo una cola rota.

Junto a la fuente, sobre algo que hacía muchísimo tiempo había sido un macizo de flores, había un rosal. Aquel rosal no se diferenciaba en nada de otros que Geralt había tenido la ocasión de ver, excepto en el color de sus flores. Las flores eran excepcionales: tenían un color índigo, con ligeros ribetes púrpuras en las puntas de algunos pétalos. El brujo tocó una de ellas, acercó el rostro, la olió. La flor poseía el típico aroma de las rosas, pero, de algún modo, más intenso.

Las puertas del palacio —y al mismo tiempo todos los postigos— se abrieron con un estruendo. Geralt alzó la cabeza súbitamente. Por el paseo, levantando nubes de gravilla, se arrastraba en dirección a él un monstruo.

La mano derecha del brujo se elevó rápidamente hacia arriba por encima del hombro derecho mientras que la mano izquierda tiraba con fuerza del cinturón del pecho, gracias a lo cual el pomo de la espada saltó a los dedos. La hoja, saliendo con un silbido de la vaina, describió un corto semicírculo y se detuvo, apuntando con el filo a la bestia atacante. El monstruo, a la vista de la espada, frenó, se detuvo. La gravilla saltó a todos lados. El brujo ni siquiera respiraba.

El ser era de aspecto humano, vestido con una ropa destrozada pero de calidad, y sin que le faltaran adornos de buen gusto aunque absolutamente innecesarios. El aspecto humano, sin embargo, no alcanzaba más allá del sucio cuello de la camisa: sobre ella se alzaba una gigantesca cabeza, velluda como la de un oso, con enormes orejas, un par de ojos salvajes y un morro amenazador lleno de colmillos afilados entre los cuales, como un fuego, temblaba una lengua roja.

—¡Vete de aquí, mortal! —gritó el monstruo, agitando las manos pero sin moverse del sitio—. ¡Que te devoro! ¡Que te hago cachos!

El brujo no se movió, no bajó la espada.

—¿Estás sordo? ¡Vete de aquí! —bramó el ser, después de lo que expulsó un sonido que estaba entre el gruñido de un cerdo y el bramido de un ciervo macho. Los postigos de todas las ventanas se cerraron y golpetearon, haciendo caer cascotes y yeso de los muros. Ni el brujo ni el monstruo se movieron.

—¡Escapa, mientras estés entero! —gritó el ser, pero como si se sintiera menos seguro—. Porque si no...

—Si no, ¿qué? —le interrumpió Geralt.

El monstruo resolló salvajemente, inclinó la enorme cabeza.

—Vedlo ahí, que atrevido —dijo tranquilo, mostrando los colmillos y mirando a Geralt con los ojos enrojecidos—. Baja ese hierro, si no te importa. ¿Puede que no te hayas dado cuenta de que te encuentras en el patio de mi propia casa? ¿O es que de donde vienes es costumbre amenazar con una espada al anfitrión en su propio patio?

—Lo es —afirmó Geralt—. Pero sólo al anfitrión que recibe a los huéspedes a gritos y anuncia que los cortará en pedacitos.

—Ah, cuernos —se exaltó el monstruo—. Y todavía me va a ofender, el vagabundo. ¡Vaya un huésped! Se mete en el patio, destroza flores ajenas, campa por sus respetos y encima piensa que le van a dar el pan y la sal. ¡Puff!

El ser escupió, resopló y cerró el morro. Los colmillos inferiores se quedaron en el exterior, otorgándole el aspecto de un jabalí.

—¿Y qué? —dijo el brujo al cabo de un rato, bajando la espada—. ¿Nos vamos a quedar así, de pie?

—¿Y qué propones? ¿Que nos tumbemos? —bufó el monstruo—. Guarda ese hierro, te digo.

El brujo metió diestramente el arma en la vaina de su espalda, sin bajar la mano acarició el pomo que sobresalía por encima del hombro.

—Preferiría —dijo— que no hicieras movimientos demasiado violentos. Siempre es posible sacar esta espada, y más rápido de lo que te imaginas.

—Lo he visto —gargajeó el monstruo—. Si no fuera por ello, ya hace rato que estarías al otro lado de la puerta, con la huella de mis tacones en tu trasero. ¿Qué quieres? ¿De dónde has salido?

—Equivoqué el camino —mintió el brujo.

—Equivocaste el camino —repitió el monstruo, abriendo la boca en un gesto amenazador—. Pues entonces desequivócate. Al otro lado de la puerta, se entiende. Pon la oreja izquierda hacia el sol y sigue así y enseguida encontrarás la carretera. Venga, ¿a qué esperas?

—¿Hay agua por aquí? —preguntó tranquilamente Geralt—. El caballo está sediento. Y yo también, si esto no te molesta demasiado.

El monstruo se apoyó de una pierna a la otra, se arrascó la oreja.

—Escucha, tú —dijo—. ¿De verdad no tienes miedo de mí?

—¿Y tendría que tenerlo?

El monstruo miró a su alrededor, resopló, se tiró impetuosamente de los pantalones.

—Ah, cuernos, qué más me da. Un huésped en casa, es como Dios en casa. No todos los días se encuentra uno a alguien que al verme no salga corriendo ni se desmaye. Bueno, vale. Si eres un viajero cansado, pero honesto, te invito a entrar. Si eres, sin embargo, un ladrón o malhechor, te aviso: esta casa me obedece. ¡Dentro de estos muros yo gobierno!

Levantó una garra velluda. Todos los postigos de nuevo chocaron contra la pared y en la garganta de piedra del delfín algo hizo un ruido sordo.

—Bienvenido —dijo.

Geralt no se movió, mirándolo inquisitivamente.

—¿Vives solo?

—¿Y a ti qué te importa con quién vivo? —dijo con furia el ser, abriendo la boca y seguidamente riéndose en voz alta—. Ajá, entiendo. Seguro que te refieres a que si tengo cuatrocientos sirvientes de mi misma belleza. No los tengo. ¿Y qué, vas a aceptar una invitación hecha de corazón? ¡Si no, la puerta está allí, justo detrás de tu culo!

Geralt se inclinó con rigidez.

—Acepto la invitación —dijo formalmente—. No faltaré a la hospitalidad del anfitrión.

—Mi casa es tu casa —dijo el ser, también con mucha formalidad pero descuidadamente—. Por aquí. Y pon el caballo ahí, junto al pozo.

También en su interior pedía el palacio a gritos una reforma capital, aunque se mantenía una cierta limpieza y un cierto orden. Los muebles habían salido con seguridad de las manos de buenos artesanos, aunque esto había tenido lugar hacía mucho tiempo. En el ambiente se percibía un agudo olor a polvo. Estaba oscuro.

—¡Luz! —bramó el monstruo y en el mismo momento de una tea sujeta con un mango de hierro saltaron humo y llamas.

—No está mal —dijo el brujo. El monstruo se rió.

—¿Sólo eso? Ciertamente veo que no es fácil impresionarte. Te dije que esta casa obedece mis órdenes. Cuidado, las escaleras son empinadas. ¡Luz!

En las escaleras, el monstruo se volvió.

—¡Algo se te menea en el cuello, amigo! ¿Qué es?

—Míralo.

El ser tomó el medallón en las garras, se lo acercó a los ojos, tensando la cadena ligeramente en el cuello de Geralt.

—Este animal tiene una cara poco agradable. ¿Qué es?

—El escudo de mi gremio.

—Ajá, entonces seguro que te dedicas a fabricar bozales. Por aquí, por favor. ¡Luz!

El centro de una amplia cámara, completamente falta de ventanas, lo constituía una enorme mesa de roble, vacía excepto por un candelabro de latón verdoso cubierto con festones de cera derretida y vuelta a solidificar. Ante una nueva orden del monstruo las velas se encendieron, temblaron, iluminaron un tanto el interior.

Una de las paredes de la habitación estaba cubierta de armas. Colgaban allí composiciones de escudos redondos, alabardas cruzadas, picas y lanzas, pesadas porras y hachas. La mitad de la pared siguiente la ocupaba el hogar de una gigantesca chimenea, sobre el que colgaban filas de descascarillados y polvorientos retratos. La pared frente a la salida estaba repleta de trofeos de caza: cornamentas de alces y enmarañados cuernos de ciervos arrojaban largas sombras sobre los hocicos repletos de dientes de jabalíes, osos y linces y sobre las desgreñadas y deshilachadas alas de águilas y azores disecados. El lugar central, honorífico, lo ocupaba una ennegrecida y destrozada cabeza de dragón alpino con la estopa saliéndosele por los agujeros. Geralt se acercó.

—Lo cazó mi abuelo —dijo el monstruo, arrojando en medio del hogar un gran tronco—. Creo que era el último de estos alrededores que se dejó cazar. Siéntate, amigo. ¿Estás hambriento, como me supongo?

—No lo negaré, señor.

El monstruo se sentó a la mesa, bajó la cabeza, juntó sobre la barriga las velludas garras, murmuró algo durante un momento, hizo girar los enormes pulgares, después de lo cual mugió en voz baja, colocando las zarpas sobre la mesa. Cuencos y platos chasquearon con el sonido del cinc y la plata, las copas tintinearon con el del cristal. Olía a asado, ajo, majorana, nuez moscada. Geralt no mostró sorpresa alguna.

—Sí —alzó las garras el monstruo—. Esto es mejor que el servicio, ¿no es cierto? Sírvete, amigo. Aquí hay gallina, aquí jamón de jabalí, aquí paté de... no sé qué. De algo. Aquí tenemos codornices. No, cuernos, son perdices. Me equivoqué de hechizo. Come, come. Es comida de verdad, sabrosa, no tengas miedo.

—No tengo miedo. —Geralt partió la gallina en dos mitades.

—Me había olvidado —resopló el monstruo— de que no eres de los miedosos. ¿Cómo hay que llamarte, en este caso?

—Geralt. ¿Y a ti, señor?

—Nivellen. Pero en los alrededores me llaman la Bestia o el Colmilludo. Y asustan a los niños conmigo. —El monstruo se echó en la garganta el contenido de una enorme jarra y luego hundió los dedos en el paté, sacando del cuenco casi la mitad de un sólo golpe.

—Asustan a los niños —repitió Geralt con la boca llena—. ¿Seguramente sin motivo?

—Absolutamente. ¡A tu salud, Geralt!

—Y a la tuya, Nivellen.

—¿Qué tal el vino? ¿Has observado que es de uva y no de manzana? Pero si no te gusta, te hago otro.

—No, gracias, éste no está mal. ¿Tus habilidades mágicas son de nacimiento?

—No. Las tengo desde el momento en que esto me creció. El morro, se entiende. Yo mismo no sé de dónde salió, pero la casa cumple todo lo que yo deseo. Nada especial, sé crear comida, bebida, trajes, ropa de cama, agua caliente, jabón. Lo que toda hembra sabe hacer hasta sin encantamientos. Abrir y cerrar las puertas. Encender el fuego. Nada especial.

—Ya es algo. Y este... como tú dices, morro, ¿lo tienes desde hace tiempo?

—Desde hace doce años.

—¿Y cómo fue?

—¿Y a ti que te importa? Échate más vino.

—Con gusto. A mí no me importa un comino, pregunto por curiosidad.

—Un motivo comprensible y aceptable —se rió roncamente el monstruo—. Pero yo no lo acepto. Ni te va, ni te viene, y basta. Pero para satisfacer al menos en parte tu curiosidad, te mostraré cómo era yo antes de todo esto. Mira allí, sí, a los retratos. El primero, contando desde la chimenea, es mi padre. El segundo, el diablo sabe quién. Y el tercero soy yo. ¿Lo ves?

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