Por debajo del polvo y las telarañas, les contemplaba desde el retrato, con una mirada acuosa, un gordito con un rostro hinchado, triste, granujiento. Geralt, a quien no le era extraña la tendencia a adular clientes, bastante general entre los retratistas, bajó la cabeza con tristeza.
—¿Lo ves? —repitió Nivellen, mostrando los dientes.
—Lo veo.
—¿Quién eres?
—No te entiendo.
—¿No me entiendes? —El monstruo levantó la cabeza, los ojos le brillaban como a los gatos—. Mi retrato, amigo, está colgado más allá de la luz de las velas. Yo puedo verlo, pero yo no soy un ser humano. Por lo menos, no en este momento. Un ser humano, para poder ver el retrato, se hubiera levantado, se hubiera acercado, seguramente hubiera tenido que coger una vela. Tú no lo has hecho. La conclusión es muy sencilla. Pero te pregunto sin rodeos: ¿eres un ser humano?
Geralt no bajó la vista.
—Si lo pones así —contestó al cabo de un instante de silencio—, no del todo.
—Ajá. No creo que peque de indiscreto, entonces, si pregunto quién eres.
—Un brujo.
—Ajá —repitió Nivellen un poco después—. Si no recuerdo mal, los brujos se ganan la vida de una manera curiosa. Matan monstruos por dinero.
—Recuerdas bien.
De nuevo se hizo el silencio. Las llamas de las velas temblaron, expulsaron hacia arriba unas estrechísimas lenguas de fuego, se reflejaron en los grabados de las copas de cristal, en las cascadas de cera que se deslizaban por el candelabro. Nivellen se sentó inmóvil, meneando apenas las enormes orejas.
—Pongamos —dijo al fin— que alcanzas a desenvainar la espada antes de que te agarre. Pongamos que alcanzas incluso a golpearme con ella. Con mi peso, no es suficiente para pararme, te tiraré al suelo con el propio impulso. Y luego deciden los dientes. Qué piensas, brujo, ¿quién de nosotros dos tiene más ventaja si llega el momento de morder gargantas?
Geralt, sujetando con el pulgar la caperuza de la jarra, se echó más vino, bebió un trago, se apoyó en el respaldo de su silla. Miró al monstruo con una sonrisa, y era aquélla una sonrisa harto amenazadora.
—Síííí —dijo prolongadamente Nivellen, hurgándose con las uñas en los huecos de las muelas—. Hay que reconocer que sabes responder a las preguntas sin usar muchas palabras. Interesante, cómo te las vas a apañar con la siguiente que te hago. ¿Quién te ha pagado por mí?
—Nadie. Estoy aquí por casualidad.
—¿No me mientes?
—No tengo por costumbre mentir.
—¿Y qué tienes por costumbre? Me han hablado de los brujos. Recuerdo que los brujos raptan niños pequeños a los que dan luego unas hierbas mágicas. Los que sobreviven se convierten ellos mismos en brujos, hechiceros con habilidades inhumanas. Se les enseña a matar, se les elimina todo sentimiento e impulso propio de seres humanos. Se hace de ellos monstruos que han de matar a otros monstruos. He oído por ahí que ya va siendo hora de que alguien comience a cazar brujos. Porque monstruos hay cada vez menos, y brujos cada vez más. Come perdices, antes de que se enfríen.
Nivellen tomó del cuenco una perdiz y se la metió entera en la boca. La mascó como si fuera una galletita, haciendo crujir los huesos pulverizados entre los dientes.
—¿Por qué no dices nada? —dijo entrecortadamente, tragando—. ¿Qué hay de eso que dicen de vosotros, es verdad?
—Casi nada.
—¿Y qué es mentira?
—Eso de que cada vez hay menos monstruos.
—Cierto. Hay un montón. —Nivellen enseñó los dientes—. Justo uno está sentado delante de ti y se está pensando si hizo bien en invitarte. Desde el principio no me ha gustado el escudo de tu gremio, amigo.
—Tú no eres un monstruo, Nivellen —dijo secamente el brujo.
—Ah, cuernos, esto es algo nuevo. Entonces, según tú, ¿qué soy yo? ¿Jalea de arándanos? ¿Una bandada de patos gordos que vuelan al sur en una triste mañana de noviembre? ¿No? ¿Y puede entonces que sea la virtud perdida junto a una fuente por la dulce hija de un molinero? Venga, Geralt, dime quién soy. ¿No ves que me muero de curiosidad?
—No eres un monstruo. De otro modo no hubieras podido tocar esa taza de plata. Y en ningún caso hubieras podido coger con la mano mi medallón.
—¡Ja! —gritó Nivellen de tal forma que las llamas de las velas tomaron por un momento la posición horizontal—. ¡Hoy es justo el día en el que se aclararán todos los grandes misterios! ¡Ahora me voy a enterar de que estas orejas me han crecido porque cuando era un crío no me gustaban las papillas de cereales!
—No, Nivellen —dijo Geralt con tranquilidad—. Sucedió a causa de un hechizo. Estoy seguro de que sabes quién te lanzó el hechizo.
—¿Y qué pasa si lo sé?
—Los hechizos se pueden deshacer. En muchos casos.
—Y tú, como brujo, por supuesto que sabes deshacer hechizos. ¿En muchos casos?
—Sé hacerlo. ¿Quieres que probemos?
—No. No quiero.
El monstruo abrió la boca y sacó una lengua roja de dos palmos de larga.
—Te has quedado pasmado, ¿eh?
—Pero pasmado —admitió Geralt.
El monstruo se rió, se removió en el sillón.
—Sabía que te iba a chocar —dijo—. Échate más vino, siéntate cómodamente. Te contaré toda la historia. Brujo o no, me caes bien y tengo ganas de hablar. Échate más.
—No hay más que echar.
—Ah, cuernos. —El monstruo carraspeó y de nuevo golpeó la mesa con la zarpa. Junto a las dos jarras vacías aparecieron de la nada varias damajuanas de barro en una cesta de mimbre. Nivellen abrió con los dientes un tapón de cera.
—Como sin duda habrás observado —comenzó mientras servía—, estos alrededores están bastante despoblados. Hay un buen trecho hasta el lugar habitado más cercano. Porque, sabes, mi padre, y también mi abuelo, en sus tiempos, no dieron demasiados motivos para que los apreciaran los vecinos ni los mercaderes que recorrían la carretera. Todo el que se aventuraba por aquí, si mi padre lo veía desde la torre, perdía, en el mejor de los casos, su haber. Y un par de aldeas cercanas se quemaron porque mi padre pensaba que pagaban los tributos con demasiada lentitud. Poca gente quería a mi padre. Excepto yo, claro. Lloré amargamente cuando cierta vez trajeron en un carro lo que quedaba de él después del golpe de una tizona. De todos modos, por aquel entonces padre ya no se ocupaba de saquear activamente, porque, desde el día en que le habían dado en la cabeza con una porra, tartamudeaba de un modo terrible, babeaba y pocas veces alcanzaba a llegar a tiempo al retrete. Y pasó entonces que, como su heredero, tuve que liderar la banda.
»Muy joven era yo entonces —siguió Nivellen—, un niño de teta, así que los de la banda hacían de su capa un sayo. Yo los lideraba, como puedes imaginarte, de la misma forma que un lechón bien gordo puede liderar una horda de lobos. De modo que comenzamos a hacer cosas que, de haber vivido mi padre, no hubiera permitido. Te ahorraré los detalles, iré derecho al asunto. Cierto día nos llegamos hasta Gelibol, cerca de Mirt, y saqueamos un santuario. Para más inri, había también una sacerdotisa muy jovencita.
—¿De qué santuario se trataba, Nivellen?
—El diablo sabe cuál, Geralt. Pero tenía que tratarse de un santuario poco bueno. Me acuerdo de que en el altar había cráneos y huesos y ardía un fuego verde. Apestaba como el infierno. Pero, al caso. Los muchachos se apoderaron de la sacerdotisa y la liberaron de sus ropas, después de lo cual dijeron que yo tenía que obrar como un hombre. Bueno, y obré como un hombre, estúpido mocoso. Durante mi actuación como hombre la sacerdotisa me escupió en la cara y gritó algo.
—¿El qué?
—Que soy un monstruo en la piel de un ser humano y que voy a ser un monstruo en la de un monstruo, y algo sobre amor y sobre sangre, no me acuerdo. El estilete, así de pequeño, lo tenía, me parece, oculto entre sus cabellos. Se suicidó, y entonces... Huimos de allí, Geralt, te digo que a poco no reventamos los caballos. Era un santuario poco bueno.
—Sigue.
—Siguiendo. Sucedió tal y como la sacerdotisa había dicho. Un par de días después, me despierto temprano, y los sirvientes, todo el que me veía, un grito y pies en polvorosa. Voy al espejo... Sabes, Geralt, entré en histeria, me dio algún ataque, recuerdo todo aquello como a través de una niebla. En pocas palabras, hubo cadáveres. Unos cuantos. Usé todo lo que caía en mis manos, de pronto me había hecho muy fuerte. Y la casa ayudaba como podía: se cerraban las puertas, volaba la vajilla por el aire, estallaba el fuego. Quien pudo escapó llevado por el pánico, mi tía, mi prima, los muchachos de la banda, qué digo, si se escapó hasta mi gata Tragoncilla. Incluso el papagayo de mi tía se quedó seco del miedo. Al final me quedé solo, rugiendo, aullando, gritando, rompiendo lo que caía en mis manos, sobre todo los espejos.
Nivellen se interrumpió, suspiró, se sorbió los mocos.
—Cuando se me pasó el ataque —dijo al cabo—, era ya demasiado tarde para hacer nada. Estaba solo. A nadie pude explicar ya que se me había transformado única y exclusivamente mi aspecto, que, aunque con una figura horrible, era tan sólo un crío estúpido, sollozando en un castillo vacío sobre los cadáveres de sus sirvientes. Luego me entró un miedo terrible: volverán y me matarán a golpes antes de que me dé tiempo a explicarme. Pero nadie volvió.
El monstruo se quedó en silencio por un momento, se frotó la nariz con la manga.
—No quiero volver a aquellos primeros meses. Geralt, todavía tiemblo cuando me acuerdo. Iré al grano. Mucho, mucho tiempo me quedé en el castillo como el ratón en su ratonera, sin sacar la nariz al exterior. Si aparecía alguien, y esto sucedía raramente, no salía, sino que mandaba a la casa que hiciera golpear dos o tres veces las ventanas o aullaba un poco a través de las gárgolas del canalón y, por lo general, esto bastaba para que el tipo dejara tras de sí una bonita nube de polvo. Así fue hasta el día en el que, un pálido amanecer, miro por la ventana y, ¿qué veo? Un gordo arranca una rosa del rosal de mi tía. Y has de saber que no se trataba de cualquier tontería, sino de rosas azules de Nazair, el esqueje lo había traído mi padre. La rabia me embargó y salté al patio. El gordo, cuando recobró la voz que había perdido al verme, murmuró que tan sólo quería una de aquellas rosas para su hija, que le perdonara y la dejara la vida y la salud. Ya me había decidido a echarlo de una patada por la puerta principal cuando se me ocurrió algo, me acordé de un cuento que me contara una vez Lenka, mi niñera, un vejestorio. Cuernos, pensé, se dice que las muchachas hermosas transforman las ranas en príncipes, y al revés, así que quizás... Puede que en esas habladurías haya una pizca de verdad, una posibilidad... Salté media legua, aullé de tal modo que las parras se desprendieron de los muros y grité: «¡Tu hija o la vida!», no se me ocurrió nada mejor. El mercader, porque era un mercader, se echó a llorar y después me dijo que su hija tenía ocho años. ¿Qué pasa, te ríes?
—No.
—Porque yo no sabía si llorar o reír por mi suerte de mierda. Me dio pena el mercader, no podía ver cómo temblaba, le invité a entrar, le agasajé y cuando se iba le metí oro y piedras preciosas en su bolsa. Has de saber que en los subterráneos quedaban todavía muchas riquezas desde los tiempos de mi padre, no sabía muy bien qué hacer con ellas, así que me podía permitir tal gesto. El mercader se iluminó, me dio las gracias hasta quedarse seco. Debió de vanagloriarse de sus aventuras donde fuera porque no habían pasado dos meses cuando apareció otro mercader por aquí. Traía preparadas bolsas de sobra. Y una hija. También de sobra.
Nivellen metió los pies debajo de la mesa, se estiró hasta que el sillón crujió.
—Por segunda vez hablé con un mercader —siguió—. Acordamos que me dejaría a la hija por un año. Hube de ayudarle a cargar el saco en la mula, él solo no hubiera sido capaz.
—¿Y la muchacha?
—Durante algún tiempo le daban convulsiones cuando me veía, estaba convencida de que me la iba a comer. Pero al cabo de un mes comíamos ya en la misma mesa, charlábamos y dábamos largos paseos. Y aunque era simpática y muy despabilada, la lengua se me quedaba pegada cuando hablaba con ella. Sabes, Geralt, siempre he sido tímido con las mujeres, siempre he hecho el ridículo, incluso con las mozas de los establos, ésas que tienen estiércol en las pantorrillas, a las que los muchachos de la banda se llevaban de acá para allá a su gusto. Hasta ésas se burlaban de mí. Y qué no será ahora, pensé, con este morro. No fui capaz, ni siquiera, de mencionar la causa por la que había pagado tan caro por un año de su vida. El año continuó más largo que un día sin pan, hasta que al fin apareció el mercader y se la llevó. Yo entonces, resignado, me encerré en casa y durante algunos meses no reaccioné ante ninguno de los sujetos con hijas que fueron viniendo. Pero después de pasar un año en compañía, me di cuenta de lo difícil que era no tener nadie a quien abrir la boca—. El monstruo produjo un sonido que había de ser un suspiro pero que sonó como si tuviera hipo.
—La siguiente —dijo al cabo— se llamaba Fenne. Era pequeña, nerviosa y parlotera, un verdadero ratoncito. No me tenía miedo en absoluto. Un día, justo el día de mi mayoría de edad, nos emborrachamos con licor de miel y... je, je. Inmediatamente después me eché abajo de la cama y directo al espejo. Lo reconozco, me sentí decepcionado y rabioso. El morro estaba allí, tal y como era, puede que incluso con el añadido de una expresión más estúpida. ¡Y dicen que en los cuentos se encierra la sabiduría del pueblo! Una mierda de sabiduría, Geralt. Pero Fenne intentó con mucho ardor que olvidara mis preocupaciones. No te haces una idea de qué muchacha más alegre era. ¿Sabes lo que se le ocurrió? Asustábamos los dos juntos a los visitantes no deseados. Imagínate: entra uno en el patio, echa un vistazo y de pronto, con un aullido, le salto encima yo, a cuatro patas, y Fenne que, completamente desnuda, está sentada en mi lomo y sopla el cuerno de caza del abuelo.
Nivellen se convulsionó de risa, le brillaba el blanco de los colmillos.
—Fenne —continuó— estuvo en casa un año entero, luego volvió con su familia, con una gran dote. Pensaba casarse con cierto criador de cerdos, un viudo.
—Sigue, Nivellen. Esto es muy entretenido.
—¿Tú crees? —dijo el monstruo, arrascándose entre las orejas con un crujido—. Venga, vale. La siguiente, Prímula, era la hija de un caballero empobrecido. El caballero, cuando llegó aquí, tenía un caballo esquelético y una cota de mallas herrumbrosa e increíblemente larga. Era asqueroso, Geralt, ya te digo, como un montón de estiércol, y echaba a su alrededor una peste parecida. Prímula, me dejaría cortar una mano, debía de haber sido concebida cuando él estaba en la guerra, porque era bastante bonita. Y yo no le producía miedo, cosa no tan extraña al fin y al cabo, pues en comparación con su progenitor podía dármelas hasta de garboso. Ella tenía, como luego pude comprobar, un temperamento considerable, pero yo, habiendo cobrado confianza en mí mismo, tampoco me dormí en mis laureles. Apenas dos semanas después me encontraba ya en unas muy estrechas relaciones con Prímula, durante las cuales solía tirarme de la oreja y gritar: «¡Muérdeme, animal!», «¡Despedázame, bestia!». Y parecidas tonterías. Yo, en los descansos, corría al espejo, pero, imagínate, Geralt, que me miraba en él con creciente desasosiego. Cada vez me apetecía menos volver a ser aquella persona menos sana. Sabes, Geralt, antes yo era un flojucho, había crecido siempre metido en casa. Antes estaba siempre enfermo, tosía y se me salían los mocos, mientras que ahora no se me pegaba nada. ¿Y los dientes? ¡No te creerías cómo tenía de podridos los dientes! ¿Y ahora? Puedo morder la pata de una silla. ¿Quieres que muerda la pata de una silla?