—Elfo —habló con voz baja el hasta entonces silencioso Jaskier—. Tengo amigos. Gente que dará un rescate por nosotros. Si lo quieres, también en forma de víveres. En cualquier forma. Piensa en ello. Sabes que esos granos robados no os salvarán...
—Nada los puede salvar ya —le interrumpió Geralt—. No llores delante de él, Jaskier, no le niegues. No tiene sentido y es indigno.
—Para alguien que vive tan poco —sonrió forzadamente Filavandrel—, muestras un sorprendente desprecio por la muerte, humano.
—Naces una vez y una vez te mueres —dijo con serenidad el brujo—. Una buena filosofía para las pulgas, ¿verdad? ¿Y tu longevidad? Me das pena, Filavandrel.
El elfo alzó las cejas.
—Explica por qué.
—Sois lamentables y risibles, vosotros, con vuestras bolsas robadas de sementera en las alforjas de los caballos, con semillas de guisantes, con esa pizca con la que queréis perdurar. Y con esa misión vuestra que tiene que alejar vuestros pensamientos del cercano holocausto. Porque tú mismo sabes que esto es ya el final. Nada se cría y nada crece en los altiplanos, nada os salvará. Pero gozáis de larga vida, viviréis mucho, mucho tiempo, en vuestro arrogante aislamiento, elegido por vosotros mismos, cada vez menos numerosos, más débiles, cada vez más amargados. Y tú sabes lo que sucederá entonces, Filavandrel. Sabes que entonces los jóvenes desesperados, de ojos viejos como siglos, y muchachas marchitas, estériles y enfermas como Toruviel, llevarán al valle a aquéllos que todavía puedan sostener en las manos espadas y arcos. Cabalgaréis hacia el valle florecido al encuentro de la muerte, anhelando morir con dignidad, en lucha, y no en vuestros lechos, donde os derriba la anemia, la tuberculosis o el escorbuto. Entonces, longevo Aén Seidhe, me recordarás. Recordarás que me diste pena. Y comprenderás que tenía razón.
—El tiempo dirá quién tenía razón —habló en voz baja el elfo—. Y en esto, la ventaja la posee la longevidad. Yo tengo la oportunidad de convencerme de ello. Aunque sea gracias a esas semillas de guisante robadas. Tú no tendrás tal oportunidad. Morirás en unos instantes.
—Déjale al menos a él. —Geralt señaló a Jaskier con un movimiento de cabeza—. No, no por alguna misericordia patética. Por razonamiento. Nadie se acordará de mí, pero a él querrán vengarlo.
—Poco valoras mi razón —dijo indeciso el elfo—. Si él sobrevive gracias a ti, sin duda se sentirá en la obligación de vengarse.
—¡Puedes estar seguro! —estalló Jaskier, pálido como la muerte—. Puedes estar seguro hijo de perra. Mátame también porque te prometo que de otro modo levantaré contra vosotros al mundo entero. ¡Verás para lo que sirven las pulgas de la manta! ¡Os aniquilaremos aunque tengamos que igualar con la tierra esas montañas vuestras! ¡Puedes estar seguro!
—Cuidado que eres tonto, Jaskier —suspiró el brujo.
—Naces una vez y una vez te mueres —afirmó con dureza el poeta, aunque el efecto de dureza lo estropearon un tanto los castañeteos de los dientes.
—Esto cierra el asunto. —Filavandrel sacó los guantes del cinturón y se los enfundó—. Es hora de terminar este episodio.
A una orden suya, unos elfos con arcos se colocaron de frente. Llevaron a cabo esto muy deprisa, debían de estar esperando desde hacía tiempo. Uno, observó el brujo, roía todavía un nabo. Toruviel, con los labios y la nariz vendados en cruz con cintas de tela y corteza de abedul, estaba de pie delante de los arqueros. Sin arco.
—¿Os vendamos los ojos? —preguntó Filavandrel.
—Largo. —El brujo volvió la cabeza—. Lárgate.
—A d'yeabl aép arse —terminó Jaskier, con los dientes como castañuelas.
—¡Oh, no! —berreó de pronto el diablo, corriendo y poniéndose delante de los condenados—. ¿Habéis perdido la razón? ¡Filavandrel! ¡Esto no es lo que convinimos! ¡No así! Tenías que llevarlos a las montañas, guardarlos en alguna cueva hasta que terminemos aquí...
—Torque —dijo el elfo—. No puedo. No puedo arriesgarme. ¿Viste lo que hizo a Toruviel estando atado? No puedo arriesgarme.
—¡No me interesa lo que puedes o lo que no! ¿Qué es lo que os imagináis? ¿Pensáis que os permitiré cometer un asesinato? ¿Aquí, en mi tierra? ¿Junto a mi pueblo? ¡Vosotros, malditos tontos! Largo de aquí con vuestros arcos, porque si no os ensarto en mis cuernos, ¡uk, uk!
—Torque. —Filavandrel apoyó las manos en el cinturón—. Esto que tenemos que hacer es necesario.
—¡Düvvelsheyss es, y no necesidad!
—Échate a un lado, Torque.
El cuernocabra movió las orejas, berreó aún más fuerte, abrió desmesuradamente los ojos y dobló el codo en un gesto insultante muy popular entre los enanos.
—¡Aquí no vais a matar a nadie! ¡Subíos a los caballos y largaos a vuestras montañas, al otro lado del puerto! ¡Si no, vais a tener que matarme a mí también!
—Sé razonable —dijo despacio el elfo de cabellos blancos—. Si les dejamos vivos los humanos se enterarán de lo que haces. Te atraparán y te torturarán. Los conoces.
—Los conozco —bramó el diablo, todavía cubriendo con su cuerpo a Geralt y Jaskier—. ¡Resulta que los conozco mucho mejor que vosotros! ¡Y a decir verdad no sé quién es mejor de los dos! ¡Lamento haberme aliado con vosotros, Filavandrel!
—Tú mismo lo quisiste —habló con frialdad el elfo, dando una señal a los arqueros—. Tú lo quisiste, Torque. ¡L'sparelleán! ¡Evellién!
Los elfos sacaron las flechas de las aljabas.
—Vete, Torque —dijo Geralt, apretando los dientes—. Esto no tiene sentido. Échate a un lado.
El diablo, sin moverse del sitio, le hizo el gesto de los enanos.
—Escucho... una música... —sollozó de pronto Jaskier.
—Suele suceder —afirmó el brujo, mirando a las puntas de las flechas—. No te preocupes. No es ninguna vergüenza volverse tonto del miedo.
El rostro de Filavandrel se transformó, se contrajo en un gesto extraño. El Seidhe de cabellos blancos se dio la vuelta con violencia, gritó a los arqueros, breve y precipitadamente. Los arqueros bajaron los arcos.
Lille entró en el claro.
Ya no era la delgada muchacha de aldea vestida con un traje de lana cardada. A través de la alta hierba del calvero venía, no, no venía, fluía hacia ellos una Reina, resplandeciente, de cabellos de oro, de ojos de fuego, la maravillosa Reina de los Campos, decorada con guirnaldas de flores, espigas, tallos de hierba. A su izquierda renqueaba sobre unas patitas inseguras un cervatillo, a su derecha se arrastraba un enorme erizo.
—Dana Méadbh —dijo con veneración Filavandrel, y luego inclinó la cabeza y se hincó de rodillas.
El resto de los elfos se puso también de rodillas, lentamente, como con desgana, uno tras otro cayeron sobre las rodillas, inclinaron la cabeza rindiendo homenaje. La última que se arrodilló fue Toruviel.
—Haél, Dana Méadbh —repitió Filavandrel.
Lille no respondió al saludo. Se detuvo algunos pasos por delante de los elfos. Posó su mirada celeste en Jaskier y Geralt. Torque, aunque también de rodillas e inclinado, inmediatamente se puso a liberar a los prisioneros. Ninguno de los Seidhe se movió.
Lille estaba delante de Filavandrel. No habló, no produjo el mínimo sonido, pero el brujo vio los cambios en el rostro del elfo, percibió el aura que les envolvía y no tuvo ninguna duda de que entre ellos se estaba llevando a cabo un intercambio de pensamientos. El diablo lo agarró de pronto por las manos.
—Tu amigo —baló en baja voz— decidió desmayarse. Justo a tiempo. ¿Qué hacemos?
—Dale un par de soplamocos.
—Con gusto.
Filavandrel se levantó. A una orden suya los elfos se lanzaron a ensillar los caballos.
—Ven con nosotros, Dana Méadbh —dijo el elfo de cabellos blancos—. Te necesitamos. No nos abandones, Eterna. No nos prives de tu amor. Sin él moriremos.
Lille giró lentamente la cabeza, apuntó hacia el oriente, en dirección a las montañas. El elfo se inclinó, dando agua en la mano a su caballo de crines blancas.
Jaskier apareció, pálido y enmudecido, apoyado en el silván. Lille le contempló, se sonrió. Miró a los ojos del brujo, miró largo rato. No dijo ni una sola palabra. Las palabras no eran necesarias.
Casi todos los elfos estaban ya sobre sus monturas cuando se acercaron Filavandrel y Toruviel. Geralt miró a la elfa, a sus ojos negros, visibles detrás de los vendajes.
—Toruviel... —comenzó. Y no terminó.
La elfa agitó la cabeza. Sacó de un lado de su silla un laúd, un maravilloso instrumento de madera ligera, artísticamente taraceada, con un grifo labrado en el mástil. Sin una palabra le alcanzó el laúd a Jaskier. El poeta aceptó el instrumento, se inclinó. También sin una sola palabra, pero sus ojos decían mucho.
—Salud, hombre extraño —dijo en voz baja Filavandrel a Geralt—. Tenías razón. No son necesarias las palabras. No cambiarán nada.
Geralt se mantuvo en silencio.
—Después de pensarlo —añadió el Seidhe—, llegué a la conclusión de que tenías razón. Antes, cuando decías que te dábamos pena. Hasta la vista, entonces. Hasta la vista dentro de poco, en el día en que bajaremos de las colinas para morir con honor. Te buscaremos entonces, yo y Toruviel. No nos falles.
Se miraron el uno al otro durante un largo rato. Y luego el brujo respondió con claridad y brevedad.
—Lo intentaré.
—¡Por todos los dioses, Geralt! —Jaskier dejó de tocar, acarició el laúd, lo tocó con la mejilla—. ¡Esta madera canta sola! ¡Estas cuerdas están vivas! ¡Vaya un tono maravilloso! Truenos, por este laúd es un precio muy barato el soportar un par de patadas y un poco de miedo. Me hubiera dejado patear del amanecer a la puesta de sol si hubiera sabido lo que iba a ganar. ¿Geralt? ¿Me estás escuchando?
—Es difícil no oíros. —El brujo sacó la cabeza de las páginas del libro, miró al diablo, el cual seguía empeñado en soplar un extraño caramillo hecho de pedazos de cañas de distinto tamaño—. Os oigo yo, y os oyen por todos los alrededores.
—Düvvelsheyss es, que no alrededores. —Torque soltó la flauta—. Desierto y eso es todo. Despoblado. Culo del mundo. ¡Ay, echo de menos mis cañaverales!
—Echa de menos los cañaverales —se rió Jaskier, mientras recorría con cuidado los misteriosos relieves de la caja del laúd—. Entonces habría que haberse quedado en aquella espesura como el ratón en su ratonera en vez de asustar mozas, destrozar enseres y cagarse en el pozo. Pienso que ahora serás más cuidadoso y te abstendrás de más chanzas, ¿no, Torque?
—Me gustan las chanzas —afirmó el diablo mostrando los dientes—. Y no me imagino vivir sin ellas. Pero como queráis, os prometo que en mis nuevos territorios seré más precavido. Haré travesuras con discreción.
La noche era nublada y borrascosa, el viento doblaba las cañas, susurraba en las ramas de los matorrales entre los que habían acampado. Jaskier echó unos leños al fuego. Torque se atrafagó en su lecho, espantando los mosquitos con su rabo. En el lago, un pez dio un salto.
—Describiré en un romance toda esta nuestra aventura en el confín del mundo —proclamó Jaskier—. Y a ti también te describiré en ella, Torque.
—No pienses que te vas a ir de rositas —graznó el diablo—. Porque entonces yo haré también un romance y te describiré a ti, y de tal modo que durante veinte años no te vas a poder mostrar delante de personas decentes. Así que ten cuidado. ¿Geralt?
—¿Qué?
—¿Has leído algo interesante en ese libro que sonsacaste de forma vergonzosa a los labriegos?
—Por supuesto.
—Pues léenoslo, mientras el fuego aún alumbra.
—Sí, sí. —Jaskier rasgueó las sonoras cuerdas del laúd de Toruviel—. Lee, Geralt.
El brujo se apoyó en los codos, acercó el libro a la lumbre.
—Contemplarla se puede —comenzó— en el estío, desde los Días de Maio y Iunio fasta los días de Otubre, mas lo más corriente es en la Festa de Augusto, a la que los antigos nombraban «Lammas». Aparécese ella como la Doncella de Pelo Claro, envuelta toda en flores, y todo lo vivo acude a ella y siente apego a ella, tanto las verduras y yerbas como las animalias. Por eso su nombre de ella es «Vivia». Los antigos la nombraron «Danamebi» y la adoraban con gran devoción. Y fasta los Barbudos, contra que viven dentro de las sierras y no en la mitad de los campos, la veneran y la nominan «Bloëmenmagde».
—Danamebi —murmulló Jaskier—. Dana Méadbh, la Doncella de los Campos.
—Por ende Vivia anda, la tierra pare y florece y rebulle de todas las criaturas, tal es su poder. Las naciones todas le entregan ofrendas con veneración, en vana esperanza de que a ellos, y no a campos ajenos, Vivia los visite. Porque también se dice que vendrá el tiempo en que al fin Vivia asiento tome entre aquestas gentes que ella mesma escoja, pero es esto sólo cuento de mulleres. Pues los sabios dicen que Vivia las tierras todas ama, y todo lo que se cría y crece en ella, por igual, sin diferencia, el pequeño árbol o el gusano cualquier, y las gentes todas no son para ella más que el árbol delgado, pues y también ellos habrán de pasar algún día, y nuevos vendrán, otras tribus y gentes. Y Vivia eterna es, fue y será, siempre, por los siglos de los siglos.
—¡Por los siglos de los siglos! —cantó el trovador y tañó el laúd. Torque se le unió con un agudo tono de su silbato de caña—. ¡Sé alabada, Doncella de los Campos! Por la belleza, por las flores de Dol Blathanna, pero también por la piel del que suscribe, por la piel que salvaste de que la agujerearan con la punta de una flecha. ¿Sabéis? Os diré algo.
Dejó de tocar, abrazó el laúd como si fuera un niño y se puso triste.
—Creo que no hablaré en mi romance de los elfos y de las dificultades con las que tienen que bregar. No faltarían buitres dispuestos a irse a las montañas... Por qué adelantar...
El trovador se calló.
—Termina —dijo Torque con amargura—. Querías decir: adelantar aquello que es inexorable. Inevitable.
—No hablemos de eso —les cortó Geralt—. ¿Para qué hablar? Las palabras no son necesarias. Tomad ejemplo de Lille.
—Se comunicaba telepáticamente con los elfos —murmuró el bardo—. Lo sentí. ¿No es cierto, Geralt? Tú eres capaz de percibir tal comunicación... ¿Entendiste de qué...? ¿Lo que le comunicaba el elfo?
—Un tanto.
—¿De qué hablaba?
—De la esperanza. De que todo se renueva y no deja de renovarse.
—¿Sólo eso?
—Es suficiente.
—Humm... ¿Geralt? Lille vive en la aldea, entre los humanos. ¿Crees que...?