—Yennefer, no querría ser inoportuno, pero el tiempo vuela. Mi amigo...
—Geralt —le cortó con sequedad—. He salido por ti de la cama y no pensaba hacerlo antes de que sonaran las campanadas del mediodía. Estoy dispuesta a renunciar al desayuno. ¿Sabes por qué? Porque me has traído zumo de manzana. Tenías prisa, la cabeza nublada por los sufrimientos de tu amigo, y pese a todo sacrificaste unos minutos a una mujer sedienta. Te has ganado mi simpatía con esto y no está descartado que te ayude. Pero al agua y al jabón no renuncio. Vete. Por favor.
—Está bien.
—Geralt.
—Dime. —Se detuvo en el umbral.
—Aprovecha la ocasión y báñate tú también. Por tu olor me siento capaz de adivinar no sólo la raza y la edad de tu caballo, sino hasta su color.
Entró en el baño en el momento en que Geralt, sentado desnudo en un pequeño taburete, se echaba agua por encima con una palangana. Éste carraspeó y, con vergüenza, se dio la vuelta.
—No te sientas incómodo —dijo, colgando un brazado de ropa en una percha—. No me voy a desmayar al ver a un hombre desnudo. Triss Merigold, mi amiga, dice que visto uno, vistos todos.
Él se levantó y se envolvió los muslos con una toalla.
—Bonita cicatriz —sonrió Yennefer, mirando su pecho—. ¿Qué fue? ¿Caíste bajo una sierra en algún aserradero?
No contestó. La hechicera todavía le miraba, inclinando coquetamente la cabeza.
—El primer brujo que me es dado contemplar de cerca y está desnudito como un pollo. ¡Ajá! —se inclinó, poniendo la oreja—. Escucho tu corazón. Un ritmo muy lento. ¿Eres capaz de controlar la secreción de adrenalina? Ah, perdona, curiosidad profesional. Eres, por lo que parece, bastante sensible en lo tocante a las características de tu organismo. Estás acostumbrado a describir estas características con palabras que no me gustan nada, y caes además en el sarcasmo patético, algo que me gusta incluso menos.
No respondió.
—Va, basta de todo esto. El agua se enfría. —Yennefer hizo un movimiento como para soltar el abrigo, se detuvo—. Yo me voy a bañar y tú vas a contármelo todo. Ahorraremos tiempo. Pero... No quisiera turbarte y, aparte de eso, apenas nos conocemos. Además, por cortesía...
—Me daré la vuelta —propuso inseguro.
—No. Debo ver los ojos de aquél con el que hablo. Tengo una idea mejor.
La escuchó pronunciar un maleficio, sintió una vibración de su medallón y vio el abrigo negro cayendo ligeramente sobre el pavimento. Y luego escuchó el sonido del agua.
—Ahora soy yo el que no ve tus ojos, Yennefer —dijo—. Lástima.
La invisible hechicera resopló, chapoteó en la tina.
—Cuenta.
Geralt terminó de forcejear con los pantalones que se estaba poniendo por debajo de la toalla y se sentó en un poyo. Mientras se abrochaba las hebillas de las botas, narró lo sucedido en el río, reduciendo al mínimo la descripción de la lucha con el siluro. Yennefer no parecía alguien a quien le pudiera interesar la pesca.
Cuando llegó al momento en el que la nube-monstruo salió del ánfora, una gran esponja que estaba enjabonando la invisibilidad se detuvo.
—Vaya, vaya —escuchó—. Interesante. Un genio encerrado en una botella.
—Qué genio ni que ostras —se opuso—. Se trataba de algún tipo de niebla escarlata. Algún tipo nuevo, desconocido...
—Un nuevo y desconocido tipo se merece que se lo llame de alguna manera —dijo la invisible Yennefer—. Genio es un nombre que no es peor que otros. Continúa, por favor.
Le hizo caso. Los enjabonamientos en la tina produjeron espuma encarnizadamente durante el resto del relato, el agua se salía por los bordes. En cierto momento algo le saltó a la vista. Miró con más atención y percibió los contornos y siluetas mostrados por el jabón que cubría la invisibilidad. Los contornos y siluetas lo turbaron tanto que se calló.
—¡Cuenta! —le apremió una voz que salía de la nada—. ¿Qué pasó después?
—Eso es todo —dijo—. Eché a ese genio, como tú le llamas...
—¿De qué forma? —Una palangana se alzó y derramó agua. El jabón desapareció, la silueta también. Geralt suspiró.
—Con un maleficio —dijo—. Más exactamente, con un exorcismo.
—¿Con cuál? —La palangana echó agua de nuevo. El brujo comenzó a observar con atención los efectos de la palangana porque el agua, aunque por escasos instantes, también mostraba lo mismo. Repitió el maleficio, de acuerdo con las reglas de seguridad, sustituyendo la letra «e» por una aspiración. Pensaba que iba a impresionar a la hechicera con su conocimiento de estas reglas, así que se asombró cuando escuchó en la tina unas carcajadas salvajes.
—¿Qué tiene esto de gracioso?
—Ese exorcismo tuyo... —La toalla se dobló en una bola y comenzó a limpiar violentamente los restos de la silueta—. ¡Triss se va a morir de risa cuando se lo cuente! ¿Quién te lo enseñó, brujo? ¿Ese... maleficio?
—Cierta sacerdotisa de la catedral de Huldra. Es el lenguaje secreto de este santuario...
—Será secreto para el que sea secreto. —La toalla chapoteó al borde de la tina, el agua salpicó el suelo, las huellas de pies desnudos marcaron los pasos de la hechicera—. Eso no es un maleficio, Geralt. No te aconsejaría repetir esas palabras en otros santuarios.
—Si no es un maleficio, ¿entonces qué es? —preguntó, mirando cómo dos medias negras delimitaban en el aire, la una detrás de la otra, unas esbeltas piernas.
—Un gracioso dicho. —Unas bragas con volantes abrazaron la nada de una forma extraordinariamente interesante—. Aunque algo falto de censura.
Una camisa blanca con grandes chorreras en forma de flores tremoló desde arriba y creó una forma. Yennefer, advirtió el brujo, no llevaba ningún tipo de ballena para sujetar los pechos como muchas otras mujeres. No lo necesitaba.
—¿Qué dicho? —preguntó.
—Nada importante.
Saltó el tapón de una botellita de cristal en forma de prisma que estaba sobre una mesita. En el baño se extendió un olor a lilas y grosellas. El tapón describió unos cuantos círculos y volvió a su sitio. La hechicera abotonó los puños, se puso el vestido y se materializó.
—Ciérrame —le ofreció la espalda, mientras se peinaba con un peine de carey. El peine, según observó, tenía un mango largo y afilado que podía sustituir en caso necesario a un estilete.
Le cerró el vestido con una lentitud interesada, corchete por corchete, alegrándose del perfume de los cabellos que caían en negra cascada hasta la mitad de su espalda.
—Volviendo al ser de la botella —dijo Yennefer al ponerse en la oreja un pendiente de brillantes—, está claro que no fue tu ridículo «maleficio» lo que le obligó a huir. La hipótesis más cercana a la verdad es, me da la sensación, que descargó su rabia en tu compañero y huyó, simplemente aburrido.
—Con toda seguridad —asintió Geralt de mal humor—. No pienso, sin embargo, que echara a volar para ir a Cidaris a estrangular a Valdo Marx.
—¿Quién es Valdo Marx?
—Un trovador que tiene a mi amigo, también poeta y músico, por un canalla sin talento y falto de gusto.
La hechicera se volvió con un extraño brillo en sus ojos violetas.
—¿Acaso tu amigo tuvo tiempo de pedir deseos?
—Dos, incluso. Ambos monstruosamente idiotas. ¿Por qué preguntas? Al fin y al cabo se trata de una tontería evidente, lo de los d'jinns, genios y espíritus de las lámparas que otorgan deseos...
—Una tontería evidente —repitió Yennefer con una sonrisa—. Por supuesto. Es una invención, un cuento sin sentido, como todas las leyendas en las que espíritus buenos y hadas cumplen deseos. Tales cuentos se los imaginan los pobres palurdos que ni siquiera pueden soñar con calmar sus numerosos deseos y anhelos a través de su propia actividad. Me alegra de que no te cuentes entre ellos, Geralt de Rivia. Somos parecidos en espíritu. Yo, si algo deseo, no sueño, sino que actúo. Y siempre consigo aquello que deseo.
—No lo dudo. ¿Estás lista?
—Estoy lista. —La hechicera se ató los cordones de los zapatos, se levantó. Incluso con tacones no era demasiado alta. Agitó los cabellos, los cuales mantenían un desorden pintoresco, retorcido y enredado pese al largo peinado a que habían sido sometidos.
—Tengo una pregunta, Geralt. El sello que cerraba la botella... ¿lo tiene tu amigo todavía?
El brujo lo pensó con cuidado. El sello no lo tenía Jaskier, sino él, y además consigo. Pero su experiencia le enseñaba que no hay que decir demasiado a los hechiceros.
—Hummm... Creo que sí —la engañó acerca de los motivos de su tardanza en contestar—. Sí, creo que lo tiene. ¿Y qué? ¿Es importante el sello éste?
—Extraña pregunta —dijo ella secamente— para un brujo, especialista en monstruosidades sobrenaturales. Alguien que debiera saber que tal sello es importante hasta el punto de que no hay que tocarlo. Y no permitir que ningún amigo lo toque.
Apretó las mandíbulas. El golpe era certero.
—En fin. —Yennefer cambió el tono a uno significativamente más suave—. Nadie es perfecto, tampoco los brujos, por lo que se ve. Cualquiera puede cometer errores. Venga, podemos ponernos en camino. ¿Dónde se encuentra tu camarada?
—Aquí, en Rinde. En casa de un cierto Errdil, elfo.
Le miró atentamente.
—¿En casa de Errdil? —repitió, torciendo los labios en una sonrisa—. Sé dónde es. Como me imagino, está allí también su primo, Chireadan. ¿No?
—Es cierto. Y qué...
—Nada —le interrumpió, cerró los ojos. El medallón en el cuello del brujo tembló, tiró de la cadena.
En la húmeda pared del baño rebrilló una forma de luz que recordaba una puerta, entre cuyo marco se arremolinaba una nada fosforescente y láctea.
El brujo maldijo en silencio. No le gustaban los portales mágicos, ni viajar con su ayuda.
—¿Tenemos que...? —graznó—. No está lejos...
—No puedo caminar por las calles de esta ciudad —cortó—. No les gusto mucho, me pueden insultar, tirar piedras y puede que incluso algo peor. Algunas personas me crean mala fama porque juzgan que hago mi trabajo sin que me castiguen. No tengas miedo, mis portales son seguros.
Geralt había sido testigo de cómo una vez a través de un portal seguro había volado la mitad del que lo estaba pasando. La otra mitad no la encontraron nunca. Conocía también algunos casos de alguien que había entrado en un portal y se había perdido todo rastro de él.
La hechicera por última vez se colocó el pelo y se enganchó al cinturón un saquete con perlas bordadas. El saquete parecía demasiado pequeño como para tener algo dentro aparte de un puñado de reales y un pintalabios, pero Geralt sabía que no se trataba de una bolsa normal.
—Abrázame. Más fuerte, no soy de porcelana. ¡En camino!
El medallón vibró, algo relampagueó y Geralt se encontró de pronto en medio de una nada negra, en el interior de un frío penetrante. No veía nada, no oía, no sentía. El frío era lo único que registraba su consciencia.
Quiso blasfemar pero no le dio tiempo.
—Va a hacer una hora desde que entró. —Chireadan dio la vuelta a la clepsidra que estaba sobre la mesa—. Empiezo a ponerme nervioso. ¿Tan mal estaba Jaskier? ¿No piensas que habría que ir a echar un vistazo allá arriba?
—Ella dijo bien claramente que no quería. —Geralt terminó de beber el vaso de infusión de hierbas, torciendo la cara con disgusto. Apreciaba a los elfos sedentarios por su inteligencia, tranquila reserva y su específico sentido del humor, pero sus gustos en lo relativo a comida y bebida ni los comprendía ni los compartía—. No pienso molestarla, Chireadan. La magia precisa su tiempo. Que dure todo el día, si hace falta, con tal de que Jaskier sane.
—En fin, tienes razón.
Del cuarto de al lado les alcanzó el sonido de los martillos. Errdil, por lo visto, vivía en una posada abandonada que había comprado, con la intención de arreglarla y llevarla en compañía de su esposa, una elfa callada y poco parlanchina. El caballero Vratimir, que después de la noche pasada en el cuerpo de guardia se había unido a la compañía, de propia voluntad había ofrecido su ayuda para los trabajos de reforma. Así, junto con el matrimonio, se había lanzado a cambiar el revestimiento de madera de las paredes apenas se hubo calmado el revuelo causado por la espectacular aparición del brujo y Yennefer saltando desde la pared bajo el centelleo del portal.
—Si he de ser sincero —añadió Chireadan—, no esperaba que te fuera tan sencillo. Yennefer no es de las personas especialmente espontáneas, si se trata de ayuda desinteresada. Los problemas del prójimo no la escandalizan lo más mínimo ni le alteran el sueño. En pocas palabras, no he oído hablar nunca de que ayudara a alguien desinteresadamente. Me pregunto qué interés tiene en esto para ayudarte a ti y a Jaskier.
—¿No exageras? —se rió el brujo—. No me ha causado tan mala impresión. Desde luego le gusta demostrar su superioridad, pero en comparación con otros hechiceros, con toda esa banda de arrogantes, es la gracia en persona y la amabilidad encarnada.
Chireadan también se rió.
—Esto es más o menos como si pensaras que el escorpión es más hermoso que la araña porque tiene esa preciosa cola. Cuidado, Geralt. No eres el primero que la valora así sin saber que de su gracia y su belleza ha hecho un arma. Un arma de la que hace uso hábilmente y sin escrúpulos. Lo que, por supuesto, no implica que no sea una mujer fascinante y hermosa. No lo negarás, ¿verdad?
Geralt miró al elfo con aire perspicaz. Ya por segunda vez le daba la impresión de percibir en su tez la huella del sonrojo. Le asombraba esto no menos que las palabras de Chireadan. Los elfos de pura sangre no tienen por costumbre enamorarse de mujeres humanas. Incluso de aquéllas muy hermosas. Yennefer, por su parte, y aunque atractiva a su manera, no podía considerarse una belleza.
Para gustos son los colores, pero era cierto que pocos tenían a las hechiceras como «bellezas». Todas procedían de círculos sociales donde el único destino de las hijas era casarse. ¿Quién podía pensar en enviar a su hija a años de penosa ciencia y a la tortura de cambios somáticos si se la podía casar y emparentar con provecho? ¿Quién deseaba tener en la familia a una hechicera? Pese al respeto del que gozaban los magos, la familia de la hechicera no sacaba de ello el más mínimo beneficio, porque antes de que la muchacha terminara su educación dejaba de ligarlos cualquier lazo. Lo único que contaba era la hermandad de los nigromantes. Por eso quienes se convertían en hechiceras eran exclusivamente las hijas que no tenían ninguna posibilidad de hallar un marido.