Un apasionante y vertiginoso thriller que reabre uno de los más grandes enigmas literarios de la historia. ¿Qué ocurrió con la novela inconclusa de Charles Dickens? ¿Hubo alguna relación entre la repentina muerte del escritor más admirado en vida, y esta misteriosa obra cuya sola mención deja un rastro de cadáveres en tres continentes?
Una brillante y adictiva trama que mezcla el tráfico del opio y la literatura, el efervescente Boston de fines del siglo XIX, el Londres victoriano y la India colonial.
Dejará sin aliento a la cada vez mayor legión de seguidores del maestro de la novela histórica de intriga, y atrapará desde la primera página a los nuevos lectores.
Matthew Pearl
El último Dickens
ePUB v1.5
ikero04.07.12
Título original:
The last Dickens
Matthew Pearl, 01/01/2009.
Traducción: Manu Berástegui
Editor original: ikero (v1.0)
ePub base v2.0
Bengala, India, junio de 1870
A ninguno de los jóvenes policías montados le agradaban aquellas comarcas de la provincia de Bagirhaut. A ninguno le agradaba la selva, en la que podía ocurrir todo tipo de cosas, inesperadas, imprevistas, como había ocurrido unos años antes cuando un pobre teniente fue desnudado, apaleado y arrojado al río por intentar recaudar los impuestos de distribución de bebidas alcohólicas.
Los oficiales hincaban con más fuerza los talones de las botas en los flancos de sus caballos. No es que estuvieran asustados, sólo eran precavidos.
—Hay que ser cautos siempre —le dijo Turner a Mason al tiempo que se agachaban para esquivar ramas bajas y lianas—. Ten la seguridad de que los nativos de India no valoran la vida. Ni siquiera al nivel del más pobre de los ingleses.
El más joven de ambos, Mason, asentía pensativo ante las palabras de su imponente compañero, que tenía casi veinticinco años, que tenía otros dos hermanos que habían venido desde Inglaterra para incorporarse al Servicio Civil de la India y que había luchado en la rebelión india unos años antes. Era un experto donde los hubiera.
—Tal vez deberíamos haber traído más hombres, señor.
—Vaya, ¡muy bonito! ¿Más hombres, Mason? No necesitaremos más que nuestras dos cabezas para capturar a un puñado de
dacoits
[
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]
. Recuerda que el caballo con coraje no se detiene ante setos ni zanjas.
Cuando Mason llegó de Liverpool a Bengala a ocupar su nuevo puesto, aceptó la oferta que le hizo Turner de «convivir», compartir ingresos y gastos comunes y pasar su tiempo libre jugando al billar o al cróquet. Mason, a sus dieciocho años, agradecía los consejos de una persona tan experimentada en las lides de la policía bengalí. Turner podía enumerar los lugares a los que un policía no debía ir nunca solo a causa de las tribus coles, santales, asamis, kukis y las montañesas de la frontera. Algunas de las bandas criminales de estas tribus se componían de
dacoits
, bandoleros; otras, le advirtió Turner, llevaban hachas y codiciaban las cabezas de los ingleses. «Los nativos de India sólo valoran la vida en la medida en que puedan asesinar mientras lo hacen», era otro de los proverbios de Turner.
Afortunadamente, aquella mañana de agotadora temperatura no habían salido en busca de esa clase de bandas sedientas de sangre. En lugar de eso, investigaban un descarado y simple robo. El día anterior, un largo tren de unos veinte o treinta vagones cargados de ganado había recibido una lluvia de piedras y rocas. En medio del caos, los
dacoits
provistos de antorchas volcaron los vagones y huyeron llevándose unos valiosos cofres del convoy. Cuando en la comisaría de policía tuvieron conocimiento de estos hechos, Turner se personó en el despacho del jefe para ofrecerse como voluntario junto a Mason, y su comandante les envió a interrogar a un conocido perista de objetos robados.
Ahora, mientras el terreno se iba despejando, se acercaban a una casa con tejado de paja junto al arroyo. Una columna de humo ascendía en espiral de la chimenea de barro. Mason agarró la espada que llevaba al cinto. A cada dos hombres de la policía bengalí se les asignaba una espada y una carabina ligera y, por supuesto, Turner se había adjudicado el rifle.
—Mason —dijo con una ligera sonrisa en la voz después de descubrir la expresión nerviosa en la cara de su compañero—. Estás verde, ¿eh? Lo más probable es que ya se hayan deshecho de las mercancías y volado. Puede que a las montañas, donde nuestra
elaka
(y eso significa «jurisdicción», Mason), donde nuestra
elaka
no llega. La verdad es que da lo mismo, porque cuando se les captura mienten y dicen que son inocentes campesinos hasta que los corruptos magistrados morenitos les sueltan. ¿Qué te parecería que fuéramos a cazar tigres a lomos de elefante?
—¡Turner! —susurró Mason interrumpiendo a su compañero.
Se acercaban ya a la casa de paja, ante la que había atado un caballo de un rojo brillante (los nativos de aquellas provincias a menudo pintaban sus caballos de colores inusuales). Un ligero rumor en la casa atrajo sus miradas hacia un par de hombres que se ajustaban a la descripción de dos de los ladrones. Uno de ellos sujetaba una antorcha. Estaban discutiendo.
Turner indicó con un gesto a Mason que no hiciera ruido.
—El de la derecha es Narain —susurró señalándole. Narain era un conocido ladrón de opio contra el que habían fracasado varios intentos de condena.
Las amapolas del opio se cultivaban en Bengala y se refinaban allí mismo bajo control inglés, después de lo cual el gobierno colonial vendía la droga en subasta a los mercaderes de opio de Inglaterra, América y otros países. Desde allí, los comerciantes transportaban el opio para su venta en China, donde era oficialmente ilegal pero tenía, a pesar de ello, una gran demanda. El comercio era muy provechoso para el gobierno británico.
Tras desmontar, Turner y Mason se aproximaron por separado a la casa, cubriendo los dos flancos. Mientras se arrastraba entre los arbustos que rodeaban la parte de atrás, Mason no podía evitar pensar en su buena suerte: no sólo dos de los ladrones seguían en la supuesta casa del compinche, sino que además su discusión les servía de distracción.
Después de rodear el espeso seto, Mason salió de un salto obedeciendo la señal de Turner y blandió la espada ante el sorprendido Narain, que levantó tembloroso las manos y se echó de bruces al suelo. El otro bandido había tirado a Turner de un empujón y desaparecido entre la densa vegetación. Turner se levantó inestable, apuntó con el rifle y disparó. Luego descargó un segundo disparo a ciegas al interior de la selva.
Ataron al prisionero y siguieron el rastro del fugitivo, pero no tardaron en perderle la pista. Mientras recorrían de punta a punta el recodo del impetuoso arroyo, Turner golpeó algo en el suelo. Cuando Mason se acercó al lugar vio con gran orgullo que su compañero había aplastado una cobra con la culata de la carabina. Pero el animal no estaba muerto y se levantó contra Mason al acercarse éste, intentando alcanzarle. Tales eran los peligros de la selva bengalí.
Tras abandonar la búsqueda del otro ladrón regresaron al lugar en el que habían dejado a Narain atado a un árbol y le soltaron para llevárselo al destacamento de la policía, donde devolvieron los caballos que habían tomado prestados. Allí abordaron un tren con el prisionero en custodia para llevárselo a la comisaría de su distrito.
—Duerme un poco —le dijo Turner a Mason con preocupación de hermano—. Pareces exhausto. Yo me puedo encargar del
dacoit
.
—Gracias, Turner —contestó Mason agradecido.
La agitada mañana había sido agotadora. Mason encontró una fila de asientos vacíos y se cubrió la cara con el sombrero. Al poco rato cayó en un profundo sueño bajo la ruidosa ventana, donde una suave brisa hacía que el compartimento resultara casi soportable. Le despertó un espeluznante grito ensordecedor, como los que en ocasiones poblaban sus pesadillas de selvas bengalíes.
Cuando logró recuperar los sentidos vio que Turner estaba de pie y solo mirando fijamente por la ventana.
—¿Dónde está el prisionero? —exclamó Mason.
—¡No lo sé! —gritó Turner con un brillo salvaje en los ojos—. ¡He retirado la mirada durante un instante y Narain debe de haberse lanzado por la ventana!
Tiraron de la alarma para detener el tren. Mason y Turner, con la ayuda de un vigilante indio, rebuscaron entre las rocas y encontraron el cuerpo de Narain destrozado y cubierto de sangre. La cabeza se le había abierto con el golpe. Sus manos seguían atadas con alambre.
Con gesto solemne, Mason y Turner dejaron el cadáver atrás y volvieron a subir al tren. Los jóvenes oficiales ingleses hicieron el resto del viaje hasta la comisaría en silencio, salvo por algún canturreo sin melodía de Turner. Casi habían llegado a su destino cuando éste planteó una pregunta.
—Contéstame una cosa, Mason. ¿Por qué te enrolaste en la Policía Montada?
Mason intentó pensar una buena respuesta, pero estaba demasiado alterado para hacerlo.
—Supongo que para hacer un poco de ruido. Todos queremos dejar nuestra huella en el mundo.
—¡Tonterías! —dijo Turner—. Nunca pierdas de vista las auténticas bendiciones del servicio civil. En definitiva, todos nosotros estamos aquí para hacer una civilización mejor y sólo por esa razón.
—Turner, en cuanto a lo que ha ocurrido hoy… —el rostro del más joven estaba pálido.
—¿Qué pasa? —inquirió Turner—. La suerte ha estado de nuestra parte. Esa cobra podía haber acabado con los dos.
—Respecto a Narain…, el presunto
dacoit
. Bueno, no sé si deberíamos, no sé, tomar los nombres y declaraciones de los otros pasajeros para nuestro informe, de manera que, si hubiera algún tipo de investigación…
—¿Presunto? Querrás decir culpable. Da igual, Mason. Mandaremos a uno de los nativos.
—Pero no tendríamos, en caso de que Dickens, o sea…
—¡Qué balbuceos son ésos! ¿Qué estás rumiando?
—Señor —el oficial más joven pronunciaba con esfuerzo—, suponiendo por un momento que Dickens…
—¡Mason, basta ya! ¿No ves que estoy cansado? —bufó Turner.
—Señor —dijo Mason asintiendo.
A Turner el cuello se le había puesto tenso y marcado de venas al escuchar aquel nombre concreto: Dickens. Como si la palabra se le hubiera podrido en lo más profundo de sí y ahora le ascendiera por la garganta.
Boston, el mismo día de 1870
Los trabajadores maldecían al alcalde de Boston y el calor del verano y al gobernador de Massachusetts y a los negros libres. Y, por supuesto, maldecían los barcos. Los negros liberados maldecían lo mismo, pero incluían a los irlandeses en sus epítetos.
En otros meses algunos estibadores cantaban. Pero en verano maldecían.
—¡Que se vaya al infierno el dinero! —dijo uno de los trabajadores. Pero no especificó si lo que maldecía eran sus propios y escasos emolumentos o el dinero que forraba los bolsillos de los tipos ricos con caras abotargadas cuyas pertenencias cargaban.
Un segundo trabajador añadió:
—¡Maldito sea
todo
el dinero! ¡Que se lo lleve el diablo! —ante esto, los demás lanzaron tres hurras al unísono.