—Yo también tengo siete hijos, señor Dickens, y me temo que muchas veces los padres esperan demasiado de sus retoños —respondió el magistrado solícito—. Me atrevería a decir que, sobre todo, de usted.
—¿Qué quiere decir?
—¡Acérquese a ese espejo de encima de mi cómoda, señor Dickens! El parecido que guardan sus ojos y boca con los de su padre es asombroso. Estoy convencido de que, cada vez que le veía, se veía a sí mismo.
—Mi pa-padre —Frank se interrumpió. Volvió a empezar, conteniendo esta vez la emoción—. Mi padre nunca se vio en mí. A pesar de que sus admiradores lo imaginan como uno de los hombres más tolerantes, no tuvieron la ocasión de verse sometidos a su disciplina. Tener el mundo a los pies durante treinta años hace que uno crea que es de una naturaleza perfecta. Siempre nos dijo que su nombre era nuestro mejor capital y que no lo olvidáramos nunca.
La conversación se vio interrumpida por un inesperado alboroto fuera del bungaló. Los dos hombres salieron apresuradamente y encontraron a un indio que se debatía agarrado por varios policías nativos.
—¿Qué pasa aquí? —inquirió Frank.
—¡Comisario Dickens! ¡Éste es el
dacoit
del opio que faltaba! —gritó uno de los policías de piel oscura. Tras algunas indagaciones, quedó claro que, efectivamente, era el ladrón que había escapado de Turner y Mason en la selva. Se había escondido en un sótano de barro unas cuantas aldeas más allá, hacia el interior de la selva. Al ver a Frank paseando por las calles, un compatriota se había adentrado en la selva para advertirle de que la policía andaba cerca. Le habían seguido y habían detenido al ladrón cuando intentaba huir.
Frank ordenó a los policías que maniataran al prisionero y lo pusieran en un carro para llevárselo al cuartel.
—Se dará cuenta, señor comisario, de que mis compatriotas ni siquiera ahora, en nuestra infancia intelectual, intentan eludir la justicia —dijo el magistrado con una sonrisa que le llenaba la cara—. Estoy deseando escuchar su caso ante mi
cutcherry
.
Después de haber dado agua a su sediento caballo, Frank montó en él y bajó la mirada hacia el
babu
.
—Nuestro recorrido por los senderos, los puentes, la escuela… Usted quería que todo el mundo me viera para asegurarse de que alguien fuera a dar la alerta al ladrón y así atraparle. Y para retrasar mi partida hasta que su plan surtiera efecto, sacó el tema de mi padre.
Su anfitrión mantuvo la amplia sonrisa.
—Los dos hemos obtenido el resultado que deseábamos.
—Eso me hace pensar,
babu
, que los habitantes de su jurisdicción temen a los británicos, pero no le temen a usted. ¿Cómo afecta eso a su promesa de mantener el orden? Recuerde que, aunque sea usted nativo de esta tierra, es el representante de Su Majestad la Reina.
—No lo olvido nunca, comisario —respondió el magistrado haciendo una reverencia.
—¡Agentes, monten con el prisionero! —Frank dijo esto en un tono suficientemente alto como para que le oyeran todos los observadores de los alrededores—.
Babu
, puede usted estar seguro de mi más profundo agradecimiento… Le sugiero que informe a todos los amigos y familiares de este bellaco de que prestar ayuda a un rufián, aunque sea de la propia sangre, no será bien visto por las autoridades británicas. Quedan avisados.
Boston, a la mañana siguiente, 1870
—Imagínese —dijo Fields mesándose la barba hasta dejarla convertida en un revoltijo enmarañado—. Esta mañana, al leer los periódicos con el café, me entero de que ese abogadillo quisquilloso con el que consultó usted, ese Sylvanus Bendall, ha aparecido muerto en la calle. ¡Con el cuello cortado de oreja a oreja y la cabeza colgando de un hilo! La policía se está volviendo loca. La misma gente que hizo que se aboliera nuestro corrupto departamento de detectives está pidiendo que se vuelva a convocar. ¡El alcalde culpa a las vías del ferrocarril porque traen forasteros a nuestra ciudad!
Era temprano por la mañana y Fields paseaba nervioso sobre la lujosa alfombra de su despacho, manoteando mientras hablaba. Era como si señalara a los diferentes retratos y fotografías del pasado y del presente de la editorial que había en las paredes. Aquéllos eran los artistas que habían llevado la literatura a las masas, que habían cambiado las mentes sobre prejuicios y política, que habían reconstruido los puentes entre Inglaterra y América, todo a través de las páginas de sus novelas y poemas.
Osgood estaba sentado en silencio en una silla contigua a la que acababa de dejar vacía el agente Carlton.
—Bendall no me dijo toda la verdad sobre la muerte de Daniel Sand, señor Fields —replicó Osgood después de esperar a ver si Fields iba a decir algo más.
Fields observó a Osgood como si no le hubiera visto nunca en su vida.
—¿Y usted cree que ha sido por eso por lo que le han asesinado? —preguntó sarcásticamente—. Dudo mucho que la razón tuviera algo que ver con Daniel Sand, un muchacho de diecisiete años y un empleado corriente.
Osgood no quería traspasar los límites de su posición. La necesidad de ser resolutivo que imponía su oficio le había ayudado a reconocer que a veces podía ser demasiado precipitado a la hora de abrazar sin condiciones una nueva idea antes de comprenderla del todo y, en otras ocasiones, de discrepar demasiado alegremente. Pero no podía alterar su opinión.
—Bendall estaba presente cuando Daniel murió. Las páginas anticipadas de los episodios que Daniel tenía que recoger, las que debíamos utilizar para publicar la entrega, desaparecieron, a pesar de que el conductor creía haberle visto llevar un paquete.
—Ya sabemos que el joven Sand estaba bajo el influjo del opio, Osgood. Podría haber dejado caer el paquete en un charco sin darse ni cuenta. En cuanto a Bendall, ¡a un hombre se le puede rajar el cuello por menos de la leontina de un reloj o un alfiler de oro! Incluso en éste —Fields hizo una pausa teatral—, ¡el septuagésimo año del siglo diecinueve!
—¿Qué me dice del hecho de que Dickens escriba sobre los consumidores de opio en las primeras páginas de
Drood
y que ésa sea, según la policía, la razón de la muerte de Daniel? ¿Es una coincidencia?
—¿Qué otra cosa podría ser? Daniel era un consumidor de opio como lo son cada día más personas. Seguramente por eso decidió Dickens escribir sobre ese tema en primer lugar, a causa de la cantidad de gente que se ha perdido en las brumas de esas drogas, ¡aquí y en Inglaterra! Dickens siempre ha sido consciente de las enfermedades sociales, desde sus primeras novelas. ¿Cree que el conductor del ómnibus quería impedir que Daniel cumpliera con su encargo? Al diablo con Daniel Sand. Ya no es problema suyo. Nadie espera que haga nada mas.
—Lo sé. Y sin embargo hay algo…
—Osgood, le ruego que considere…
Osgood no estaba dispuesto a ceder.
—Hay
algo
raro en todo esto, señor Fields. La explicación de la policía parecía poco fiable desde el principio. ¡Yo confiaba en Daniel Sand como en mi propio hijo!
Fields frunció el ceño.
—En esta profesión, nuestros hijos son los autores, Osgood, y es nuestro deber, nuestro único deber, protegerlos. ¿Cree que no he pensado en tener mis propios hijos si Annie estuviera más predispuesta a ello? Pero ¿qué tiempo tendría para dedicarles y qué tendría que sacrificar?
Osgood cambió de táctica.
—Si puedo, dedicaré un poco de tiempo a hacer pesquisas. Aunque sólo sea por su hermana Rebecca.
—¡Piénselo, Osgood! ¿Qué habría pasado si hubiera estado con Sylvanus Bendall cuando ocurrió eso? Habría quedado para los perros y los buitres, y su cabeza estaría ahora en la comisaría de policía con ese forense de ojos de langosta hurgándole los sesos con los dedos. Curiosidad: ¿cómo se llama esta empresa?
Osgood adoptó una actitud contrita. Sabía lo que Fields pretendía con aquella pregunta y hasta los ojos de la extensa galería de retratos parecían estar esperando la respuesta. A la izquierda, el rostro del señor Longfellow, el primer poeta auténticamente nacional, paciente y bueno en su remota mirada. A la derecha, los ojos llenos de estricta contención clerical de Emerson, con una ligerísima sonrisa en las pupilas, conocedores del mundo y exigiendo lo mejor de él como sus afamados ensayos. Al frente, la mirada fuerte del varonil Tennyson, henchida de confesiones íntimas y soñadoras en tono de poesía épica. Sobre el escritorio de pie, la mirada baja de la cabeza prodigiosamente intelectual del melancólico Hawthorne.
Osgood respondió a la pregunta de Fields dócilmente.
—Fields, Osgood y Compañía.
Fields encendió un puro y lanzó al aire círculos de humo.
—Ahora mire a su alrededor, mi querido Osgood. Deténgase un minuto y observe. Podríamos perder todo esto. Todo lo que ve, todo lo que Bill Ticknor y yo pusimos en pie y que usted, mi querido amigo, usted está llamado a dirigir si esta casa logra sobrevivir a este período.
—Tiene razón —dijo Osgood.
—El alma humana es un misterio inexplicable. No podemos saber por qué Daniel Sand eligió seguir el camino que siguió; por qué decidió dejar sola a su pobre hermana. Pero usted tiene que olvidarse de él. Recuerde que hay dos cosas en esta vida por las que no merece la pena llorar: lo que tiene remedio y lo que no tiene remedio.
En ese punto Fields hizo una pausa antes de decir:
—Sé exactamente cómo va a volver a implicarse en lo que tiene delante. Va usted a embarcarse con dirección a Londres para tomar las riendas del problema de Dickens.
A Osgood le pilló por sorpresa.
—Pero ¿quién se va a ocupar de las cosas de aquí si nos vamos los dos?
Fields sacó un paquete de su escritorio y se lo entregó a su socio menor mientras sacudía la cabeza.
—Los dos no. Yo me voy a quedar exactamente donde usted me ve. En cuanto a cualquier compromiso que tenga aquí, yo me encargaré de atenderlo por usted.
—¡Se ha estado preparando para el viaje, señor Fields! Ha reunido cartas de presentación, ha anunciado su llegada…
—Puede usarlas usted en mi lugar. Y, además, ¡su cara de persona honesta es su carta de presentación! Para ser totalmente claro, a Annie no le ha hecho ninguna gracia la idea de que me vaya desde que oyó hablar de ella. Quiere que el resto del verano pase los fines de semana en Manchester-by-the-Sea; dice que hará mucho bien a mi salud. Además, ya sabe que soy un navegante penoso. En mi último viaje a Inglaterra tuve el honor de ser el pasajero más mareado a bordo, más todavía que las vacas. Vamos, no discuta. Recuerde lo que decía nuestro querido Hawthorne: «América es un país del que hay que estar orgulloso, ¡y del que hay que huir!».
Tal vez
El misterio de Edwin Drood
había ejercido sobre él una influencia descabellada, haciéndole ver espectros de maldad donde no los había. ¡No había ningún misterio en la muerte del pobre Daniel, ni conexiones entre aquel terrible accidente, al que se arriesgaban todos los hombres y mujeres al salir a las calles de Boston, y el salvaje asesinato de Sylvanus Bendall! En la vida real sólo había pérdidas y tristeza, no relaciones significativas con los capítulos de las novelas por entregas.
A un visitante ocasional de Boston se le podría perdonar que pensara que en la ciudad conocida como el Centro del Universo todos sus habitantes pasaron aquella tarde preparando aceleradamente el viaje de James Osgood al otro lado del océano. Había una avalancha de preparativos que tenía que hacer él mismo o mandar hacer, tanto para los que se quedaban como para sus viajes. Ver a Osgood corriendo en persona de un destino a otro todo aturullado habría sorprendido a aquellos que conocieran al siempre compuesto editor.
En el exclusivo barrio de Beacon Hill, dentro de la casa de ladrillo de tres pisos situada en el 71 de Pinckney Street que había comprado con los beneficios de la gira de Dickens, Osgood daba instrucciones detalladas a su ayudante sobre el mantenimiento de aquella tranquila morada y de su segundo dueño, el señor Puss, su gato de largo pelo naranja y blanco, pagado de sí mismo y presuntuoso. El señor Puss, que normalmente se conformaba con estar tumbado entre los libros de la alfombrada biblioteca de Osgood, se sentía arrancado de su trance habitual por el correr de los criados que lustraban las botas y preparaban los trajes del editor para su equipaje.
Osgood fue a casa de los Fields, que estaba nada más doblar la esquina de Charles Street, a que Annie Fields le proporcionara la lista de hoteles y amigos en Londres. El mismo Fields en persona llegó mientras Annie acababa de copiar la lista para el socio menor en su escritorio.
—Aquí tiene, querido Ripley —le dijo Annie a Osgood entregándole una hoja con su membrete.
—Ah, bien, Osgood, ¿va a volver a la oficina cuando esta hermosa dama acabe sus asuntos con usted? —preguntó Fields. Cruzó el luminoso salón y se inclinó para besar a su sonriente y joven esposa en la mejilla.
—Por supuesto, mi estimado Fields —dijo Osgood—. Volveré andando con usted. Sinceramente, no sé cómo voy a acabar todo lo que tengo que hacer si debo zarpar mañana.
—Considero que las tareas que me habían sido encomendadas ya están resueltas, señor Osgood —dijo Annie—. ¿No va a tener ninguna ayuda en Londres?
—No lo creo —respondió Osgood.
—¿Qué le parece el señor Midges? Se puede confiar en su eficacia —sugirió Fields—. Aunque, pensándolo mejor, las revistas se vendrían abajo sin el apoyo de su capacidad aritmética.
Conteniendo un escalofrío interno, Osgood estuvo de acuerdo en que la supervivencia básica de las revistas requería la presencia de Midges en Boston.
—Entonces, una asistente —propuso Annie—. En fin, Jamie, no puedes mandar al señor Osgood a una empresa semejante sin los recursos necesarios —reprendió a su marido.
—¡Una asistente! —exclamó Fields ahuecando el pecho como si quisiera proteger las partes inocentes de tal idea—. ¿Qué le parecería al resto del mundo que nuestro respetable Osgood cruzara el mar con una mujer joven soltera o, si tal es el caso, con una casada?
—Parecería algo perfectamente moderno —respondió Annie despreocupadamente.
—¿Qué me dicen de la señorita Sand? —se escuchó decir Osgood.
—¿La señorita Sand? —repitió Fields lentamente, deteniéndose luego para ver si quedaba algo sin decir en la expresión de Osgood. No vio nada, de manera que continuó—. Es bastante enigmática. ¿Y no es también soltera?