—No —respondió Picard mirándolo dubitativamente—. Es que… bueno, por lo visto tenemos cierta demanda de líquido esta mañana.
Dunphy se inclinó hacia él y bajó la voz hasta convertirla en un susurro.
—A ese respecto, señor Picard, yo que usted no me preocuparía, porque tengo que hacerle una confesión.
—¿Ah, sí?
—Sí. En realidad, debería habérselo dicho en seguida. Ayer hablé por teléfono con su ayudante y… Mire, eso me recuerda que quería preguntarle algo. ¿Esa mujer es la única persona que trabaja aquí con usted?
—Pues sí, y es muy competente.
—Sí, de eso no me cabe la menor duda; se nota que es muy eficiente —convino, mientras pensaba que la muy zorra debía de estar contándole en aquel momento al hombre de Blémont que Dunphy se hallaba en el banco—. Pero como le decía, hablé con ella por teléfono ayer por la mañana. Yo había llegado aquí el día anterior por la noche, y… no sé si me comprende…
—Ya. Estaba usted borracho.
—Como una cuba. Y… bueno, lo hice sin mala intención, naturalmente, pero tengo que reconocer que me hice pasar por otro… sólo para divertirme.
—Entiendo —asintió Picard—. En realidad no me sorprende. Me dijo que había hablado con alguien que fingía tener acento norteamericano. Supongo que era usted, ¿no?
Dunphy se encogió de hombros, algo dolido por aquella descripción.
—Probablemente, sí.
—Y eso nos deja… ¿dónde nos deja exactamente?
El banquero se quedó mirando con aire expectante a Dunphy, quien le tendió una carta escrita en papel con membrete de El Longueville Manor.
—Esta carta lo explica todo —indicó Dunphy—. Si tiene la amabilidad de prestarme la pluma, la firmaré. Sólo hay una firma en la cuenta, y el número de la cuenta está ahí, en la parte superior de la página. Una vez haya retirado el dinero, no volveré a molestarle.
Picard le tendió la pluma y observó cómo Dunphy firmaba la carta, en la que se solicitaba al banco que cerrase la cuenta de Sirocco.
—¿Sabe? Hace algún tiempo tuvimos un incidente bastante desagradable aquí —comentó.
—¿Ah, sí?
—Sí. Y a causa de esta cuenta precisamente.
—No me diga —se sorprendió Dunphy con voz incrédula.
—Pues sí… Verá, un tipo llamado Blémont vino por aquí. Fue hace varios meses. Aseguraba que el dinero era suyo.
—¡Santo Dios…! ¡Cada día hay más sinvergüenzas en el mundo! —exclamó Dunphy.
—Ya ve.
—¿Y qué le dijo usted a ese hombre?
—Pues puede imaginárselo. Aquí nadie lo conocía de nada. Su firma no estaba registrada, y tampoco tenía referencias. ¡Pero, fíjese, en cambio sí mencionó su nombre!
—¿Mi nombre?
—Sí, varias veces.
—¡Qué desfachatez! ¿Y qué hizo usted?
—Lo acompañé hasta la puerta y lo amenacé con llamar a la policía. ¿Qué otra cosa podía hacer?
—Muy acertado.
—¡Es mi trabajo! Aunque tengo que decir que se mostraba muy decidido, incluso ofendido.
—¡Un gran actor, sin duda!
—Sí. Y también debo hacer notar que no se mostró muy contento cuando recibió la negativa.
—Santo Dios. ¿Lo amenazó?
—Desde luego. Bueno, sólo he querido ponerlo a usted sobre aviso. No debo quejarme. —Dunphy se ruborizó—. Y ahora, si hace el favor de seguirme, iremos a buscar el dinero —dijo Picard con una amplia sonrisa—. Sea quien sea el dueño.
La travesía de St. Helier a Saint-Malo resultó bastante movida; el mar estaba agitado, y el canal, lleno de olas altas y espumosas. Mientras tomaba café sentado a una mesa del restaurante de primera clase, Dunphy observaba a sus compañeros de viaje y se preguntaba si alguno de ellos estaría siguiéndolo.
Al salir del banco estaba prácticamente seguro de que Blémont lo estaría esperando en la esquina, pero no resultó ser así. Sólo para cerciorarse, Dunphy había viajado en diferentes taxis de un extremo a otro de la isla, tras darles instrucciones a los conductores para que circularan por carreteras secundarias, tan pequeñas que más bien parecían caminos rurales. Finalmente, Dunphy llegó a la conclusión de que nadie lo seguía, aunque los taxistas debieron de pensar que era un lunático por los rodeos que los obligó a dar.
Además, ¿por qué iban a ir tras él? Jersey era una isla, lo que significaba que sólo había dos maneras de salir de allí: en barco o en avión, de modo que no había necesidad de seguirlo mientras permaneciera en Jersey. Lo único que tenía que hacer Blémont era vigilar el aeropuerto y los muelles; así, sabría exactamente adonde se dirigía Dunphy y cuándo llegaría a su destino.
Y eso haría que a Dunphy le resultase difícil detectar si lo vigilaban. Tal vez hubiese alguien con él a bordo del ferry o tal vez no. Si lo preferían podían capturarlo cuando desembarcase en Saint-Malo. En cualquier caso, no lo dejarían solo. De eso sí estaba seguro.
Así que, cuando el transbordador llegó a Saint-Malo, Dunphy se propuso ser el último en desembarcar. De pie junto a la pasarela, examinó con la mirada los muelles buscando lo que él creía que sería un equipo de dos hombres, pero le resultaba imposible
distinguirlos entre tantas personas. Allí había agentes de aduanas, turistas, hombres de negocios, amas de casa, dependientas y obreros. Cualquiera de ellos podía trabajar para Blémont… o no.
Apoyado en la barandilla de cubierta del ferry de Emeraude Lines, a Dunphy se le ocurrió que tal vez Blémont tardara más tiempo en reaccionar. El francés viajaba mucho y era probable que se encontrara ausente cuando lo llamaran de Jersey para informarle de la visita de Thornley al Banque Privat. En ese caso, Blémont ordenaría que alguien siguiera a Dunphy hasta que él pudiera hacer acto de presencia; evidentemente, era uno de esos tipos que quieren encargarse de los interrogatorios personalmente.
Pero Dunphy no tenía elección. Si se quedaba donde estaba, de pie en la cubierta, se encontraría volviendo otra vez a Jersey. Y al cabo de seis o siete viajes acabarían echándolo del barco y ahí terminaría todo. De modo que respiró hondo, se incorporó y echó los hombros hacia atrás. Luego bajó sin prisa por la pasarela con el maletín lleno de dinero, se quitó de encima a un grupo de taxistas que lo acosaban ofreciéndole sus servicios y se adentró a pie en los muelles.
El aire era frío y húmedo, pero el puerto se veía muy animado, con restaurantes bien iluminados y repletos de gente, y olor a ajo y a aceite de oliva. Tenía hambre, así que cambió un poco de dinero en un burean de change y después se detuvo en un quiosco para comprar algo que leer. Aunque tenían a la venta el Herald Tribune se decidió por Le Point, pues no quería llamar la atención. Finalmente eligió un restaurante en el que encontró una mesa agradable, una en la que podía sentarse de espaldas a la pared y desde donde alcanzaba a ver la puerta.
Nadie.
Empezaba a pensar que tal vez no lo hubieran seguido. Pidió un cuenco de cotriade (una especie de guiso marinero de pescado y marisco) y un vaso grande de cerveza belga. Después se puso a hojear Le Point. Aunque casi no hablaba francés, lo leía bastante bien, y pronto encontró un artículo que le despertó la curiosidad. Era una reflexión sobre las conversaciones para la paz en Oriente Medio que destacaba el papel de la CÍA en las negociaciones entre palestinos e israelíes. Según el artículo, un punto escabroso y clave había sido el acceso de los judíos al monte del Templo. Éste era considerado «el epicentro espiritual de Israel», un monte de Jerusalén donde se habían construido el primer y el segundo templos. Aquél se tenía por el último lugar
donde había reposado el Arca de la Alianza y el punto destinado para construir algún día el tercer, y último, templo.
Pero, dadas las circunstancias, eso tendría que hacerse pasando sobre los cadáveres de muchísimos árabes, que durante siglos había rezado en la cúpula de la roca y en la mezquita Al-Aqsa, que se alzaban en la misma montaña (de hecho, sobre las ruinas de aquellos dos templos más antiguos) y que eran dos de los lugares más sagrados del islam. La administración israelí, temerosa de que los judíos piadosos fuesen origen de disturbios si intentaban rezar en el monte del Templo, habían prohibido a los judíos orar en aquel lugar. Pero ahora los negociadores israelíes y sus compañeros de la CÍA buscaban la ayuda de Arafat para conseguir que los judíos pudieran rezar de nuevo en el monte al mismo tiempo que lo hacían los árabes.
Era un artículo interesante y en cierto aspecto relacionado con las profecías bíblicas sobre el fin del mundo, que según las Escrituras tendría lugar cuando se construyera el tercer templo. No dejaba de ser curioso que la CÍA se implicara en un asunto escatológico como aquél. Pero ¿por qué no? Si Brading había dicho la verdad, la Agencia andaba metida en muchos asuntos extraños.
Una vez más, Dunphy levantó la vista del periódico e inspeccionó el local. Había un hombre en la barra al que ya había visto antes en el barco. Debía tener entre treinta y cinco y cuarenta años, el pelo rubio platino, constitución física normal y algunas cicatrices causadas por el acné. Llevaba una trenca con botones de madera. Fumaba. Dunphy no podía verle bien la cara, pero recordaba perfectamente su pelo. Aquel tipo era inconfundible.
También conocía a la pareja joven que se hallaba sentada a una mesa junto a la puerta. Dunphy los había visto en el muelle, en St. Helier, comprando los billetes. Debían de haber entrado en el restaurante mientras él leía.
Bueno… ¿y qué? Todo el mundo tenía que comer en alguna parte, hasta el Rubiales, y eso no significaba necesariamente que lo estuvieran siguiendo.
Aun así, Dunphy pensó que ojalá tuviese una pistola. Después de haberle destrozado la rodilla a Curry y de haber sacado del banco el dinero de Blémont, conseguir un arma no era una idea descabellada. Sobre todo porque andaba por ahí con casi medio millón de dólares en efectivo, motivo suficiente por el que mucha gente estaría más que dispuesta a matarlo, incluidas algunas personas que ni siquiera lo conocían.
Pero lo primero era lo primero. El cotriade estaba buenísimo. Rebañó el cuenco con pan y lo acompañó con un segundo vaso de Corsendonk, una cerveza belga exorbitantemente cara, casi para millonarios, que fabricaban unos monjes. Por último se tomó un café expresso y se fumó un cigarrillo mientras trataba de decidir si se arriesgaba a alquilar una habitación de hotel o no. En Jersey había consultado los horarios de los trenes; había uno de alta velocidad de Saint-Malo a París que salía aproximadamente una hora más tarde. Una vez en París le sería fácil llegar a Zurich, ciudad que conocía bien. Allí podría alquilar una caja de seguridad y esconder el dinero que llevaba encima.
O…
O posponer el viaje y dormir bien aquella noche. Buscaba un hotel, aseguraba la puerta con una silla y… sintió que un escalofrío le recorría el cuerpo. La idea era tentadora. Había pillado un buen resfriado en el trayecto a Saint-Malo y empezaba a encontrarse mal. Pasar una noche en el hotel de Ville, tomar un baño caliente y dormir entre sábanas frescas era justo lo que le convenía.
Pero para él los hoteles suponían un problema y seguirían siéndolo hasta que consiguiese un pasaporte nuevo. Dondequiera que se alojase le pedirían el número de la tarjeta de crédito para asegurar el cobro de las llamadas telefónicas y otros gastos cargados a la cuenta de la habitación. Y aunque le prometieran destruir el recibo sin procesarlo, a veces cometían errores, lo cual podría resultar fatal para Dunphy. Además, si cogía una habitación de hotel tendría que rellenar la ficha de registro que la policía pasaría a recoger aquella misma noche. Normalmente examinaban aquellas fichas de madrugada, y cotejaban los nombres de los huéspedes con las listas de personas buscadas. Y aunque era cierto que a veces la policía tenía un comportamiento bastante negligente, siempre era un error dejar el propio destino en manos de la incompetencia de la otra parte. Al fin y al cabo, hasta un reloj parado es capaz de señalar la hora exacta dos veces al día.
Sería más prudente, pues, coger el tren y pasar la noche de viaje, meciéndose en el vagón de camino a Suiza.
De mala gana, Dunphy empujó la silla hacia atrás. Se puso en pie y dejó unos cuantos francos sobre la mesa junto a la cuenta; luego, tras preguntar el camino, se dirigió a la estación bajo una fría llovizna. Una hora después se encontraba estornudando en un asiento de primera clase del TGV Atlantique, que atravesaba Normandía a doscientos kilómetros por hora.
A pesar de lo rápido que era el tren, tardó toda la noche en llegar a Zurich. Aprovechando que estuvo atascado durante dos horas en la mugrienta Gare de l'Est a causa de una avería, Dunphy compró una tarjeta telefónica en un quiosco que abría por la noche y llamó desde una cabina a Max Setyaev, que se encontraba en Praga. El teléfono sonó cinco o seis veces antes de que una voz somnolienta contestase.
—¿Diga?
—Geneviéve, s'ilvous plait.
—¿Quién?
—Geneviéve —repitió Dunphy.
De pronto sintió cierta aprensión al pensar que a Max se le hubiese olvidado en qué habían quedado, o peor aún, que intentara sobreactuar dándole conversación.
Pero oyó aliviado que el ruso soltaba una imprecación en un idioma que Dunphy no entendía y luego colgaba con un fuerte golpe, exactamente como habían quedado que haría. Si había alguien escuchando, no le merecería la pena dar parte de aquella conversación.
Tras colgar el teléfono, Dunphy se dio la vuelta y… allí estaba otra vez el tipo rubio que había visto en el ferry y en el restaurante de Saint-Malo. Estaba sentado en un banco de madera, a unos veinte metros de Dunphy, fumando tranquilamente.
¿Qué posibilidades había de que fuese una coincidencia?, se preguntó. Dos personas que no se conocían tomaban el mismo ferry desde Jersey el mismo día y luego cogían el mismo tren a París. ¿Cuántas probabilidades había de que eso sucediera?
«Bueno, pues en realidad hay muchas. Creo que lo llaman transporte público», se dijo.
Sin embargo…
A causa de una avería en el convoy estuvieron detenidos en una vía lateral a las afueras de Dijon durante dos horas. Mientras solucionaban el problema, Dunphy durmió a intervalos, pero en cuanto el tren volvió a ponerse en marcha se sumió en un sueño tan profundo que cualquiera podría haber pensado que se encontraba en estado de coma. Cuando ya se acercaban a la frontera suiza apareció un agente de aduanas y le pidió que le enseñara el pasaporte. Sin embargo, al comprobar que Dunphy era estadounidense, le indicó con un gesto que podía guardarlo.