—Si quieres saber mi opinión… —dijo Simón.
—¿Sobre qué?
—Sobre la muerte de Schidlof. Si fuera yo quien tuviese interés en el tema, llamaría a control de tráfico aéreo de Heathrow. Les preguntaría qué vieron ellos.
—¿A qué te refieres?
—Pues al maldito helicóptero.
—¿Qué helicóptero?
—¡Silencio! Los periódicos no lo dijeron, pero lo vieron. Yo lo leí en Internet, en alt.rec.mutes. El chico que encontró al viejo Schidlof aseguró que los periódicos se equivocaban, que él no se había tropezado con el cuerpo del profesor. El muchacho dijo que un gran helicóptero estaba suspendido en el aire por encima del Inner Temple… pero que era tan silencioso que más parecía un dibujo animado que un helicóptero de verdad. Y a continuación el profesor cayó desde él al césped con un ruido sordo, desde unos quince metros de altura.
—Joder —exclamó Dunphy.
—¡Hablo en serio!
—Lo sé, pero…
Simón sonrió. Entonces vio a Clementine, que entraba de nuevo en la tienda, y la saludó con la mano. La muchacha se había
puesto sobre una chaqueta azul con hombreras doradas que le llegaba hasta medio muslo. En el pecho izquierdo llevaba prendida una insignia de bronce con la hoz y el martillo junto a un lazo contra el Sida.
—¿Todavía seguís con lo mismo? —les preguntó, al tiempo que le devolvía la cartera a Dunphy.
Éste negó con la cabeza.
—Creo que ya hemos terminado. ¿Cuánto me ha costado eso? —quiso saber mientras indicaba con un gesto de la cabeza la chaqueta de Clem.
—Sesenta libras —dijo ella.
Dunphy gruñó, sacó un billete de cincuenta libras de la cartera y se lo dio a Simón.
—Gracias.
El muchacho se metió el dinero en el bolsillo.
—Entonces, ¿eso es todo?
—Sí —contestó Dunphy mientras se ponía en pie—. Ya está. La cabeza me da vueltas.
La sonrisa de Simón se hizo aún más amplia.
—¿Te ha servido de algo lo que te he contado?
—Sí —dijo Dunphy—. Ahora estoy hecho un lío, pero me has sido de gran ayuda.
No podía dormir.
Tendido en la cama junto a Clementine, Dunphy veía las luces de los coches que se reflejaban en las paredes y el techo. A pesar de los cristales de la ventana, en la habitación penetraba una música procedente de la calle; se trataba de una canción antigua de Leonard Cohén que se repetía una y otra vez. Y luego, de pronto, se hizo un silencio absoluto.
Dunphy se dio la vuelta hacia Clementine y la atrajo hacia sí con el brazo izquierdo. Hundió la cara en el cálido cabello de la muchacha y permaneció inmóvil durante un rato. Depués se apartó. La mente le funcionaba a toda velocidad.
Se sentó, puso los pies en el suelo y miró a su alrededor. Por las ventanas entraba un haz de luz acuosa que irradiaba la farola de la calle y que formaba un arco de claridad en la superficie de una alfombra roja bastante raída. Sobre la mesilla de noche había varios libros.
Dunphy forzó la vista para leer los títulos: Código Génesis. Times Arrow. The Van. Nunca se había percatado de que Clementine leyera tanto.
Se puso en pie y comenzó a vestirse despacio, sin hacer ruido, en medio de la oscuridad. Le apetecía salir a correr, pero eso quedaba descartado de antemano: no tenía zapatillas, ni pantalón de deporte ni calcetines. Sin embargo, sí podía caminar; siempre sería mejor que permanecer allí sentado a oscuras.
El apartamento era demasiado pequeño para quedarse allí despierto mientras Clementine seguía durmiendo. Consistía en una única habitación de techo alto y ventanas con doble cristal que daban a Bolton Gardens. Quedaba justo a la vuelta de la esquina según se venía de la sofisticada y transitada Oíd Brompton
Road, y la tía de Clem, una mujer mayor que era actriz y que se había ido a vivir a Los Angeles el año anterior, lo utilizaba para alojarse en sus visitas esporádicas a la ciudad. Clem no tenía que pagar nada, y además el trato incluía un pase de temporada para los partidos de fútbol de Stamford.
Mientras cerraba la puerta al salir, Dunphy oyó la suave respiración de Clementine. Luego bajó por la escalera hasta la calle. A pesar de que todavía no eran las cinco de la mañana, se sentía muy despierto. Matta. Blémont. Roscoe. Schidlof. Los rostros de todos ellos acudían a su mente uno detrás de otro.
Mientras caminaba por Cromwell Road en dirección a Thurloe Square, pasó por delante del museo Victoria and Albert y luego subió por Brompton Road en dirección a Harrod's. Se trataba de la misma calle, pero cambiaba de nombre cada varias manzanas, como si la calle quisiera huir. Le hizo gracia pensar que él y Cromwell Road tenían eso en común, que ambos huían.
Hacía una madrugada perfecta para los enamorados. Un frente cálido se aproximaba por el oeste sobre un banco de niebla que captaba la luz de las estrellas y la difuminaba. El aire era fresco y vivificante. Al pasar por Harrod's, cruzó a la acera de enfrente hasta la Scotch House y se detuvo un rato bajo el toldo para mirar hacia los cristales. No había motivo para pensar que lo siguieran, pero dadas las circunstancias, era difícil no dejarse llevar por la paranoia. Así que observó reflejado el vidrio el mundo que tenía a su espalda, y se sintió aliviado al comprobar que no había nadie más que él. Se alejó de la Scotch House, cruzó la calle en dirección al viejo hotel Hyde Park y siguió caminando hasta llegar al parque.
Pensó que debería llamar a Max desde una cabina. O mejor no. Era inútil llamar a Max o visitarlo antes de conseguir el dinero.
En cierto modo, y a pesar de las circunstancias, tenía ganas de marcharse. Clem y él podrían pasar un par de días en St. Helier disfrutando de la mutua compañía… hasta que llegara el momento de partir hacia Zurich.
Caminó un rato por Rotten Row y después cruzó por la hierba hasta llegar a las orillas del Serpentine.
La primera ocasión en que vio el lago fue en un campeonato de atletismo en el que participaba. Por aquel entonces tenía veinte años y había sido la única vez, al menos que recordase, que el equipo de atletismo del Bates College había ido a competir al extranjero. Dunphy participaba en la carrera de la milla y terminó en un respetable cuarto puesto, teniendo en cuenta que competía contra una docena de universidades, entre las que se encontraban Oxford, Haverford, Morehouse y Harvard. No recordaba las demás, pero nunca olvidaría el tiempo que había hecho: 4,12, poco más, la mejor marca de toda su vida.
La niebla se elevaba de la superficie del lago como si fuese vapor. Dunphy pensó que ya habían pasado doce años desde entonces, pero aún seguía corriendo.
El aire se había vuelto ahora más luminoso, como si la noche empezase a anticipar la salida del sol. Dunphy cogió un sendero que lo condujo fuera del parque y luego volvió por el mismo camino por el que había venido, retrocediendo sobre sus pasos por Brompton Road y Cromwell Gardens. Al llegar a la parada de metro de Gloucester Road, entró en un café frecuentado por obreros para tomar un té y un bollo. El local empezaba a llenarse de hombres que llevaban botas con puntera de acero y vaqueros sucios, y el aire estaba cargado de humo de cigarrillos baratos. Era un lugar cálido y discreto, y la única ventana que daba a la calle se encontraba empañada por el vaho. El té estaba caliente, dulce y delicioso, y Dunphy se lo bebió sin prisas mientras le echaba una ojeada a un ejemplar del Sun que alguien había dejado olvidado. El Manchester United volvía a figurar en cabeza y Fergie… bueno, Fergie hacía publicidad para Weight Watchers, una empresa de métodos para adelgazar.
Cuando terminó, salió del café y siguió andando por Cromwell Road en dirección a Bolton Gardens. El sol empezaba a asomar por el horizonte, y la calle iba iluminándose poco a poco y llenándose de gente. Un hombre con traje, chaleco y bombín pasó velozmente a su lado en dirección al metro. Con el limes bajo el brazo y un paraguas cerrado y sujeto con correas al portafolios, parecía una aparición, El Fantasma de los Negocios del Pasado o algo así.
En un callejón cercano, los servicios de limpieza hacían su trabajo vaciando los cubos de basura con estruendo. Entonces Dunphy oyó otro ruido, uno que no logró ubicar. Se trataba de un chirrido lejano que se iba haciendo más intenso y más grave hasta que, al darse la vuelta, comprendió de qué se trataba: un Jaguar negro pasó junto a él a toda velocidad. Dunphy tuvo que reprimir un grito. «Dios mío —pensó—, ¿adonde cono irán con tanta prisa? ¿Y dónde está la policía cuando se la necesita?» Se quedó mirando el coche, que aceleraba bruscamente al acercarse a Collinham Road. Se produjo un estallido, como un disparo lejano, y el Jaguar torció a la izquierda, derrapó y desapareció.
Mientras caminaba despacio, con cansancio, por el mismo camino que había tomado el coche, vio los primeros rayos de la mañana reflejados en las ventanas de los edificios residenciales que quedaban a su derecha. Hasta el apartamento de Clem le quedaban cinco minutos a pie, y cuando llegó, en seguida se dio cuenta de que sucedía algo malo. El Jaguar se hallaba a la puerta del edificio, estacionado a casi un metro de la acera, como si lo hubieran abandonado. Dunphy se quedó parado un momento escuchando el ruido que hacía el motor al enfriarse; después giró sobre sus talones y echó a andar por el mismo camino por donde había venido. No le cabía la menor duda de que los ocupantes del coche iban a por él. ¿Cuántos serían? ¿Dos? ¿Tres? Dos. Y en vista de cómo conducían y del modo en que habían aparcado el coche, resultaba evidente que lo que querían no era simplemente charlar un rato.
Querían cazarlo. Y si así era, ¿qué harían cuando viesen que no se encontraba en el apartamento? ¿Esperarían a que regresara? Desde luego. Y mientras esperaban, ¿la tomarían con Clem? Tal vez… al fin y al cabo, no eran bobbies. Eso seguro. Los bobbies no conducen un Jaguar XJ12. ¿Le harían daño a Clementine? ¿La violarían? Dunphy lo ignoraba. Lo único que sabía era que tenía que hacer algo inmediatamente. Pero… ¿qué? El apartamento era una ratonera, y por mucho que pensara en ello, eso no había manera de cambiarlo. Tendría que acabar por morder el anzuelo; tendría que entrar. Pero ¿cuándo y cómo?
Al llegar de nuevo a Cromwell Road se detuvo ante el quiosco de prensa y se quedó allí muy concentrado durante unos instantes, considerando el asunto. Aquellos hombres le preguntarían a Clementine dónde estaba él, y cuando la muchacha les contestase que no lo sabía, lo cual era cierto, empezarían a golpearla. Lo harían porque podían y porque además eso no suponía inconveniente alguno para ellos. A lo mejor así Clementine acababa por cambiar de idea, y si no, ¿qué importaba?
Á Dunphy se le ocurrió que quizá si llamara por teléfono… Compró una tarjeta en el quiosco y cruzó la calle hasta una cabina que había a la puerta de Cat & Bells. Una vez allí, metió la tarjeta de teléfono en la ranura, marcó el número y se quedó escuchando la señal.
Si Clementine estaba sola, él lo notaría; lo percibiría en su tono de voz. Y si no lo estaba, también se daría cuenta, ya que aquellos tipos no la dejarían contestar; no se lo permitirían porque no tenían manera de prever qué diría o haría Clem. Y basta-
ría una palabra para advertirlo a él, una ligera inflexión en la voz o un silencio demasiado largo. Si eran mínimamente eficaces en el trabajo que hacían, sabrían eso, y si eran empleados de la Agencia, como sospechaba Dunphy, lo más probable es que fuesen algo más que eficaces.
—Hola… ¡soy Clem!
Dunphy sintió un sobresalto y la tensión de los hombros le desapareció. Clementine se encontraba bien, contenta, y no fingía; lo notaba en su tono de voz.
—Oh, nena, estaba… —empezó a decir.
—O no me encuentro en casa en estos momentos o es que estoy hablando por la otra línea, pero si dejas el mensaje y tu número de teléfono te llamaré en cuanto pueda.
Mierda. Era el contestador. Se le agarrotaron de nuevo los músculos de los hombros y se encorvó mientras esperaba la señal para dejar un mensaje. Cuando por fin la oyó, se esforzó para que la voz le sonase indiferente.
—¡Hola, Clem! Soy Jack. Lo siento, pero he tenido que salir. Escucha… tardaré más o menos un par de horas en volver… estoy en la otra punta de la ciudad… pero no te muevas de ahí; luego te invitaré a desayunar.
Colgó el teléfono y miró a su alrededor. Con eso los entretendría un rato, y eso era lo único que necesitaba. Un poco de tiempo para pensar… en cómo hacerlos salir del apartamento, en cómo conseguir que se acercasen a él. Dunphy soltó un gruñido. Eso podía llevarle bastante tiempo, porque no tenía ni idea de cómo conseguirlo.
Se metió en un callejón detrás de Cat & Bells y pasó junto a un sofá abandonado que empezaba a ponerse mohoso en medio del hedor de un contenedor de basura cercano. El sofá sirvió para recordarle a Dunphy lo cansado que estaba, pero sin embargo no sintió tentaciones de sentarse. El sofá estaba cubierto con una colcha estampada tan mugrienta que ni siquiera se le adivinaba el color. Pensó que deberían quemarlo. Y eso le dio que pensar otra vez.
Veinte minutos después, y con cincuenta libras menos en su haber, Jack Dunphy caminaba por Collingham Road con una larga tira de tela que había arrancado de la colcha en una mano y una lata de gasolina en la otra. Dobló la esquina y entró en Bolton Gardens, cruzó la calle hasta el Jaguar y, sirviéndose de la lata
a modo de ariete, hizo añicos la ventanilla del lado del conductor. Retiró con la mano los pedazos de vidrio que no habían caído, metió la cabeza por la ventanilla, bajó la mano hasta el suelo y soltó el seguro que abría la tapa del depósito de gasolina. Luego se situó en la parte trasera del coche.
Desde el apartamento era posible verlo todo, pero Dunphy no podía hacer nada para evitarlo. Si los dueños del automóvil vigilaban la calle, lo verían… No esperaban que él llegara hasta dentro de dos horas, pero aun así…
Metió parte del trapo en el depósito y dejó el resto colgando hasta el suelo. Abrió las puertas del coche, roció los asientos con gasolina de la lata y después arrojó el recipiente al interior. El corazón le golpeaba en el pecho, acelerado por el olor a gasolina. Se palpó los bolsillos hasta encontrar la caja de cerillas de tres peniques; sacó una y justo cuando estaba punto de encenderla oyó un ruido a su espalda. Dunphy se dio la vuelta.
Esperaba que le disparasen a la cara. Esperaba ver a un hombre con chalina y pistola, pero lo que vio fue… una mujer en camisón; se hallaba de pie en el porche de la casa situada detrás de Dunphy y sostenía una botella de leche en la mano. Lo miraba fijamente.