Y eso significaba que había pocas salidas para Clem y para él. Una: podían apartarlos definitivamente del asunto transportándolos en bolsas de plástico para cadáveres. (Inaceptable.) Dos: quizá hallaran un lugar donde esconderse, de modo que pasarían el resto de sus días desconfiando de cualquiera que se les acercase. (También inaceptable, y probablemente ineficaz.) Tres: destruirían la Sociedad Magdalena antes de que ésta los destruyera a ellos. (Buena idea, Jack, pero…) Analizarlo todo con detenimiento, llegar hasta el fondo del asunto era la única salida razonable. Al fin y al cabo, el planeta era grande, igual que la CÍA, y seguro que tendrían alguna oportunidad de sobrevivir.
Volviendo a los informes, Dunphy comprobó que todos eran iguales. En ellos constaba la fecha de cada uno de los vuelos, así como la hora de salida y la de llegada. Se incluía una lista con los nombres de los miembros de la tripulación y se tomaba nota de las condiciones meteorológicas. Por último se hacía siempre un breve relato de cada misión.
03-03-99 Sal. 05.10 Regr. 11.21
143° Grupo Aéreo Quirúrgico
J. Nesbitt (piloto)
R. Kerr E. Pagan
P. Guidry T. Conway
J. Sozio J. MacLeod
Dr. S. Amirpashaie (cirujano)
Temp. -5 °C. Vientos SO, 4-10 nudos Visibilidad 18 kilómetros Pres. atmos. 30,11 y subiendo
Espécimen Black Angus capturado en tierras de rancho perteneciente a un tal Jimmy Re, Platte 66, Parcela 49, a 16,3 kilómetros al norte de Silverton. Anestesia administrada por el cap. Brown. Extracción de tejido ocular, ojos, lengua, órganos auditivos internos y externos. Incisiones de 6,5 cm hechas en las regiones axilares inferiores, órganos digestivos extraídos. Orificio anal extirpado, cavidad succionada con pistola aspiradora. Órganos reproductores extirpados. Perforaciones de 2,5 cm en tórax y pecho. Columna vertebral seccionada en tres puntos utilizando sierra láser. Animal desangrado y devuelto a los terrenos de pastos. Sin contacto con ningún ciudadano.
Había docenas de informes por el estilo que, leídos al tiempo que se observaban las fotografías, se convertían en un relato nauseabundo.
Clem volvió con un número de The Independent, y Dunphy cerró la carpeta y la dejó a un lado.
—Bueno, ¿te lo has pasado bien leyendo? —preguntó ella.
—No. Es horrible.
Clementine alargó una mano por encima de la mesa, cogió la carpeta y empezó a hojear el contenido mirando las fotografías con detenimiento.
—¿Qué vas a hacer con esto?
—No lo sé. Probablemente nada.
—En ese caso… ¿puedo cogerlo?
Dunphy lo pensó durante unos instantes.
—¿Por qué no?
Clem sonrió y se puso en pie. Giró sobre sus talones, se acercó al mostrador y le dijo a un empleado que le gustaría utilizar uno de los ordenadores. Éste le entregó una tarjeta de socio que
ella rellenó a nombre de Veroushka Bell. Luego el empleado le cobró una tarifa de mil quinientas pesetas y la acompañó hasta una de las terminales. Clementine se sentó, entró en Internet y buscó en Alta Vista una dirección de Londres.
Sólo tardó un minuto en encontrarla. Sacó un sobre del bolso, pegó muchos sellos en el mismo e imprimió la dirección que había encontrado. Después volvió a la mesa donde Dunphy, perplejo, seguía sentado, y metió la carpeta dentro del sobre. Por último lo cerró y con una sonrisa de satisfacción dijo:
—¿No es hora de irnos?
Dunphy vio lo que Clementine había escrito en el sobre:
Organización en Defensa de los Derechos de los Animales
10, Parkgate House
Broomhill Rd.
Londres SW 18 4JQ
Inglaterra
—¿Seguro que es una buena idea? —le preguntó. —Sí —sonrió ella.
Europa y África fueron haciéndose cada vez más pequeñas mientras el avión se adentraba en el Atlántico. Dunphy contemplaba por la ventanilla el mundo de color azul que había bajo sus pies, y se dijo que en él debía de haber muchos sitios donde perderse. Lo único que había que hacer era instalarse en algún lugar donde los perseguidores no tuvieran ninguna influencia. Sitios como… Kabul. O Pyongyang. O Bagdad.
El problema era que en lugares como Kabul escaseaban las cosas a las que Dunphy y Clem estaban acostumbrados. Cosas como… bueno, las propias del siglo xx: cacahuetes con miel, o simplemente agua corriente. De manera que mejor sería probar suerte en un lugar como Tenerife que, aunque remoto, en él se vendían cacahuetes con miel en abundancia. Además, Dunphy ya había estado en la isla en dos ocasiones.
Llevaban casi una hora sobrevolando el océano cuando la azafata se acercó a los asientos que ambos ocupaban y, pasando la mano por delante de Clem, dispuso la bandeja de Dunphy. La cubrió con un mantel blanco de lino, le tendió el menú y le preguntó si le apetecía tomar una copa de champán. Él declinó el ofrecimiento y la azafata repitió la misma operación con Clem, que pidió una botella de Perrier.
—¿Ya sabes dónde vamos a alojarnos? —le preguntó la muchacha a Dunphy.
—Ya encontraremos algún sitio —respondió él, encogiéndose de hombros.
—¿Y luego qué?
—¿Luego? Bueno, pues supongo que lo mejor será que decidamos sobre la marcha. —Al ver que Clementine fruncía el ceño con desagrado, quiso mostrarse algo más explícito—: Cuando hable con Tommy ya pensaré qué es lo que nos conviene hacer.
—¿Y por qué no hablamos con la prensa y ya está? —sugirió ella.
Aquella ocurrencia hizo sonreír a Dunphy.
—¿Quieres decir… igual que en Los tres días del Cóndor?
—Sólo era una idea —replicó la muchacha—. No hace falta que te burles de mí.
—No me burlo de ti —le aseguró Dunphy—. Pero la prensa no haría nada en absoluto.
—¿Cómo lo sabes?
—Tú confía en mí.
—Bueno, entonces… ¿por qué no lo publicamos en Internet? Nadie podría impedir eso, y ahí todo el mundo puede leerlo.
Dunphy consideró la idea, pero sólo durante un segundo. Luego negó con la cabeza y declaró:
—Ya hay un millón de páginas raras en Internet. De platillos volantes, chupacabras, abusos sexuales con tintes satánicos. Se puede encontrar de todo; desde el abominable hombre de las nieves hasta el Zorro tienen su propia página en Internet. Así que, ¿quién va a fijarse en nuestra pequeña queja, o a quién le va a importar que tengamos o no pruebas de lo que decimos? Archivos… Todo el mundo tiene archivos.
La azafata le llevó a Clementine el agua mineral que había pedido y les preguntó si preferían ternera o linguine para cenar. Clem eligió la pasta y Dunphy optó por la ternera. Cuando se marchó la azafata, Clem se volvió hacia él e inquirió:
—¿Cómo puedes hacer eso?
Dunphy no la entendía.
—¿A qué te refieres? —le preguntó. Clem miró a otra parte y Dunphy repitió—: ¿Que como puedo hacer qué?
Clementine metió la mano en la bolsa del asiento y sacó una revista un tanto manoseada de las que proporcionan en los aviones.
—¡Comer ternera!
Se dio la vuelta dándole la espalda a Dunphy, abrió la revista y se puso a leer sin hacer caso de su acompañante mientras se enroscaba obsesivamente en el dedo un mechón de cabello.
—Voy a estirar un poco las piernas —comentó Dunphy.
Se puso en pie y se dirigió caminando despacio hacia la parte trasera del avión mientras notaba bajo los pies las vibraciones del aparato. Al llegar a la cocina llamó a la azafata y cambió el pedido.
—Creo que mejor tomaré linguine —le dijo.
La azafata sonrió y lo anotó.
Al pasar de primera a segunda clase percibió un tufillo procedente de la parte de atrás del avión, donde un grupo de personas pasaban el rato ante la puerta del lavabo. Miró a su alrededor y vio que el avión no iba tan lleno como había pensado. Los pasajeros eran muy variados. Había madres con niños pequeños, hombres de negocios, estudiantes universitarios, mochileros y algún que otro árabe. Un grupo de turistas británicos, de sesenta y tantos años, se lo pasaban en grande bebiendo con entusiasmo y jugando a las cartas. Más o menos un tercio de ellos llevaban una chaqueta igual de punto de color rojo con una especie de escudo de armas bordado en el pecho. Mientras pasaba a duras penas entre ellos por el pasillo, se dio cuenta de que compartía el avión con la «Sagrada Orden del Tojo». Uno de los hombres levantó la vista de las cartas y le advirtió que Dunphy se había quedado perplejo al verlos.
—Somos golfistas —le explicó con una sonrisa.
Dunphy continuó pasillo adelante y se detuvo junto a una de las salidas de emergencia; se agachó y miró hacia el exterior por la ventanilla. Abajo, a lo lejos, brillaba la superficie azul del océano, surcado por buques de carga que viajaban en distintas direcciones. Permaneció unos instantes contemplando el hermoso paisaje mientras se preguntaba si Clem seguiría disgustada con él.
Después se incorporó, se apartó de la ventanilla y regresó por el mismo camino dispuesto a sentarse de nuevo en su sitio. Cuando ya casi había llegado a la cortina que separaba la primera clase de la turista, sintió un cosquilleo en la nuca, como si supiera que alguien lo estaba observando. Se volvió y sus ojos se encontraron con los de un hombre de mediana edad con el pelo color rubio platino y la piel curtida.
El Rubiales.
Más allá, dormido en un asiento junto al tabique de separación, estaba el Deportista.
«Mierda —pensó Dunphy—. Ahora sí que estamos jodidos.» Notó que la adrenalina se le agolpaba súbitamente en el corazón, después la sensación se atenuaba unos instantes y a continuación volvía.
No sabía qué hacer. No entendía cómo habían dado con él, ni qué lo aguardaría cuando el avión tomase tierra en el aeropuerto de Tenerife. De pronto, se encontró caminando hacia el mayor de aquellos dos hombres.
—¿Está ocupado este asiento? —Sin esperar respuesta, pasó
por encima de sus piernas y se dejó caer en el asiento contiguo. Luego le preguntó, al tiempo que levantaba el brazo que separaba ambos asientos—: ¿Habla usted inglés? —El hombre asintió con un gesto y tragó saliva—. Estupendo, porque es importante que entienda bien lo que voy a decirle Y si no me cuenta la verdad le aseguro que le romperé el cuello aquí mismo. Comprende la palabra «cuello», ¿verdad? Le cou?
El hombre miró a su alrededor con desesperación, como buscando ayuda. Acto seguido, bajó la mano hasta el cinturón de seguridad y trató de desabrochárselo.
—No quiero problemas, por favor —le advirtió a Dunphy, hablando con un fuerte acento alsaciano—. De lo contrario, llamaré a la hótesse.
Finalmente desistió de soltarse el cinturón y alargó la mano en dirección al botón para llamar a la azafata. Pero en esos momentos Dunphy le agarró la entrepierna con fuerza y el tipo cayó hacia atrás en el asiento.
Dunphy tuvo la impresión de que a aquel hombre iban a salírsele los ojos de las órbitas; amenazaban con estallar si su mano apretaba un poco más.
—¡Por favor!
Y apretó un poco más.
En el asiento situado al otro lado del pasillo, un niño empezó a tirarle de la manga a su madre al tiempo que señalaba hacia ellos. Dunphy le sonrió como si todo aquello no fuese más que una broma. Finalmente abrió la mano y al punto el alsaciano respiró aliviado.
—¿Cómo me han encontrado? —inquirió Dunphy.
El alsaciano cerró los ojos con fuerza, parpadeó y sacudió la cabeza para despejarse. Luego cogió aire y respondió:
—La chica.
—¿Qué chica?
—La inglesa. Cuando llega a Zurich, yo reconozco a ella de Jersey.
—Así que me tenían vigilado…
—Sí, desde St. Helier hasta Zurich. Luego usted nos despista en hotel. Pero… ella va allí, así que nosotros seguimos a ella.
Lo dijo como si se tratara de un reproche, como si pretendiese regañar a Dunphy por haber conseguido engañarlos.
—Yo no tenía ni idea de que la hubieran visto a ella en Jersey.
—Sí. Nosotros la vemos. Y ella es verdaderamente difícil olvidar.
—Así que…
—Seguimos a la chica al banco. Luego al aeropuerto. Luego a Zug.
—Y a Madrid.
—Sí, claro —asintió el hombre, desabrochándose el cuello de la camisa—. Madrid.
—¿Y ahora, qué? —quiso saber Dunphy.
El alsaciano se encogió de hombros.
—Creo que mejor habla usted con Roger. Porque ahora… él lo mata a usted.
—¿Ah, sí? ¿Y me espera en Tenerife?
Al ver que el hombre no respondía, Dunphy se volvió amenazador hacia él, pero el alsaciano levantó las manos para que se tranquilizara.
—No sé decirle. Comprenda, él tiene problemas legales… en Cracovia. Cuando usted está en St. Helier, los polacos retienen el pasaporte de él. Si no, ya lo habría visto en Zurich, se lo prometo.
—¿Y ahora?
Pequeño mohín.
—Creo que quizá devuelven el pasaporte.
Dunphy le puso con suavidad una mano en el antebrazo al alsaciano.
—¿Cree?
Una expresión de cautela cruzó rápidamente por el rostro de aquel hombre.
—Sí, ya tiene.
Dunphy asintió y le habló en voz baja:
—De manera que lo verá usted muy pronto. Muy bien, eso es bueno. Porque quiero que le diga algo: dígale que puedo darle la mitad del dinero inmediatamente, y el resto… digamos que un poco después. Pero no se lo daré si lo veo en Tenerife. Si lo veo por allí…
Dejó la frase sin terminar con la esperanza de que su falta de seguridad pareciera una amenaza.
El alsaciano se volvió hacia él con cara de inocencia y una expresión de desconcierto y miedo.
—¿Sí? ¿Si ve usted en Tenerife qué pasa? ¿Qué tengo que decir a él?
Dunphy se preguntó si aquel tipo intentaba jorobarlo. Porque si era así… no podría hacer absolutamente nada. En el avión, no. Finalmente le indicó:
—Dígale que se llevará una sorpresa. Después se levantó y volvió a su asiento.
Nada más aterrizar en el aeropuerto Reina Sofía, tomaron un taxi hasta la playa de Las Américas. El paisaje que se veía desde la carretera era básicamente una extensión de terreno de color ocre llena de cactus, rocas y suelo duro dividido en dos por un atasco de tráfico al parecer permanente. Tras cuarenta y cinco minutos de continuas retenciones, aquel yermo desierto dejó paso a su complemento urbano: Las Américas, un extenso enclave lleno de turistas, bares populacheros, discotecas ruidosas y tiendas que vendían camisetas y souvenirs. Un termómetro en la fachada del Banco de Santander indicaba que la temperatura era de treinta y seis grados.