—Bueno, el último estuvo aquí, en París —reconoció Watkin, sonriendo fríamente.
—No me diga. ¿Y quién era?
—Un banquero. Se llamaba Bernardin no sé qué.
Dunphy supuso que no tenía nada que perder si arriesgaba una pregunta.
—¿Gomelez? —inquirió. El genealogista lo miró fijamente—. Estoy en lo cierto, ¿verdad? —exclamó Dunphy. Y se volvió hacia Clem—: Sabía que no me equivocaba.
—¿Dónde ha oído usted ese nombre? —inquirió Watkin.
—Lo leí en Internet —dijo Dunphy—. Navego mucho por la red.
—¿Qué le pasó? —quiso saber Clem.
—¿A quién?
—Al señor Gomelez.
Mientras Clem hablaba, en la calle se oyó el petardeo de un coche. Watkin dio un respingo, y evitando mirar a sus huéspedes, comenzó a enrollar los gráficos y dijo:
—Creo que lo hirieron en la guerra.
—¿En qué guerra? —preguntó Dunphy.
—En la guerra civil española. Se alistó voluntario.
Clem se acercó a la ventana, apartó las cortinas y examinó la calle.
—Pues ya debe de ser muy viejo —comentó.
Watkin negó con la cabeza y mintió:
—Supongo que debe de estar muerto. Ese hombre estaba muy
enfermo. Y no sólo como consecuencia de la guerra. Tenía… ¿cómo se llama? Pernicieuse anémie?
—¿Anemia perniciosa? —sugirió Clem.
—¡Exacto! Y en la Gran Guerra, cuando vinieron los alemanes, convirtieron su casa, una mansión de la rué de Mogador, en hospital. Nadie lo ha visto desde entonces.
—¿Tampoco después de la guerra? —quiso saber Dunphy.
—Como he dicho, desapareció.
—Y la casa…
Watkin no lo dejó terminar.
—La casa cambió de manos. Ahora creo que es un museo de arqueología.
Dunphy escudriñó a Watkin. Parecía estar más atento que antes. De hecho, si el genealogista hubiera sido un perro, habría levantado las orejas en señal de alerta. En ese momento, Clem se apartó de la ventana con un sobresalto.
—Oh, oh —exclamó.
Dunphy se acercó a la ventana y al mirar a la calle vio a cinco hombres con traje negro y chalina que saltaba de la parte posterior de una furgoneta gris cuyas ruedas delanteras se hallaban sobre la acera. Uno de los hombres apretaba las teclas de un teléfono móvil mientras se dirigía a paso vivo al edificio de Watkin.
El teléfono del escritorio empezó a sonar. Watkin hizo ademán de contestar.
—¡Quieto! —le ordenó Dunphy. Luego cogió el maletín, lo abrió y sacó la Glock—. Y ahora escúcheme: dígales que acabamos de marcharnos, que nos dirigimos a la Bibliothéque Nationale. Dígales que vamos en un viejo Dos Caballos. Dígales lo que quiera, Georges, pero le aconsejo que se muestre convincente… o le aseguro que aquí y ahora acabará el linaje de la familia Watkin. ¿Sabe a qué me refiero?
El genealogista asintió, aterrado, y descolgó el teléfono con parsimonia. Habló en francés, aunque demasiado de prisa para que Dunphy pudiera entender todo lo que decía, aunque sí entendió las palabras «Deux Chevaux» y «Bibliothéque»… de manera que imaginó que Watkin había seguido al pie de la letra sus instrucciones.
Se acercó a la ventana y miró a la calle. Vio a tres hombres subir a la furgoneta y cerrar las puertas violentamente. Con un chirrido, el vehículo salió a la calzada marcha atrás, dio media vuelta, se detuvo un instante y salió disparado hacia adelante en dirección a la biblioteca, supuso Dunphy. Entretanto, dos hombres corrían por la acera hacia el edificio. Uno de ellos cojeaba, y durante unos instantes Dunphy pensó que cabía la posibilidad de que fuese Jesse Curry… pero, no, Curry era más alto y además había pasado muy poco tiempo como para ponerse a correr por ahí.
—¿Se han ido? —preguntó Clem con la voz rota como la de una adolescente.
—Unos sí —dijo Dunphy.
Sonó el timbre de la puerta.
Dunphy se volvió hacia Watkin.
—Ábrales.
El francés se acercó al interfono y pulsó el botón para abrir el portal. Después se dio la vuelta hacia Dunphy.
—¿Qué va a hacer? —quiso saber.
Dunphy pensó que Watkin debería haberle hecho esa pregunta antes de abrir la puerta. No le contestó y se limitó a menear la cabeza. Lo cierto era que no sabía exactamente qué iba a hacer.
—¿Jack? —Éste se volvió hacia Clem, que le preguntó—: ¿Qué va a pasar ahora?
—No lo sé —respondió él, encogiéndose de hombros—. Intentaré hablar con ellos.
Dos hombres subían por la escalera, los oía claramente. Si se les daba oportunidad, aquellos hombres los matarían a ambos con mucho gusto. Pero Dunphy no pensaba hacerlo, desde luego. Los tendría en el punto de mira antes de que se dieran cuenta de que se encontraba allí y no camino de la biblioteca.
Sin embargo, no era capaz de matarlos así como así. No podía dispararles nada más entrar por la puerta; eran personas. Pero…
También eran un «equipo de safari». Ése era el término que empleaba la Agencia, y aunque Dunphy nunca lo había oído con anterioridad, parecía sugerir que pretendían dar caza a un pobre animal, tonto y peligroso… y ese animal era él. Bambi armado con una Glock.
Se oyeron unos golpes en la puerta, ¡toe, toe, toe, toe, toe!
Dunphy le indicó a Clem con la cabeza que entrase en la habitación contigua, tras lo cual se colocó detrás de la puerta y le hizo una seña a Watkin para que abriese. El genealogista respiró hondo, como si fuera a salir a escena, giró el pomo de la puerta y…
Dunphy sujetaba la pistola con las dos manos y apuntaba al suelo cuando los dos hombres entraron en tromba en la habitación. Acababa de abrir la boca, quizá con intención de darles el alto, cuando vio primero el pie deforme y después las pistolas.
Dunphy no había imaginado que entrarían de aquel modo, cuando se suponía que él ni siquiera se encontraba allí. Tal vez fuera debido a que tenían que estar siempre preparados o algo así. No obstante, eso no les sirvió de nada.
La palabra «alto» salió de la boca de Dunphy como un bramido. Tenía delante al asesino de Roscoe, que en esos instantes se daba la vuelta hacia él con una automática en la mano. El hombre que se estaba a su lado, y que también se volvía, resultó ser el del traje; tenía más ojeras incluso que cuando lo había visto en McLean.
El primer disparo de Dunphy salió por la ventana situada detrás de aquellos dos individuos, pero el siguiente le acertó en el hombro al de los pies deformes, lo que hizo que éste girase sobre sí mismo y cayese. El del traje fue el siguiente en disparar, pero falló el tiro y se le doblaron las piernas cuando una bala le entró por el ombligo. Dunphy, de espaldas a la pared, disparaba como un poseso, apretaba el gatillo con tanta rapidez como podía, sin pensar siquiera en hacer puntería, limitándose a rociar la habitación con tanto plomo como pudiese vomitar la Glock, hasta que, de súbito, la pistola empezó a hacer clic, clic, clic.
Y entonces se dijo: «Soy hombre muerto. Clem…»
Durante unos instantes le pareció que se había quedado sordo, tal era el silencio que reinaba en la habitación. En el aire flotaban algunas nubéculas de humo y se había impregnado de un olor raro, casi eléctrico. Luego Dunphy oyó gimotear en el suelo al hombre del traje; se sujetaba el vientre con las manos y se mecía de un lado a otro sin dejar de lamentarse. A un par de palmos de distancia, Watkin lloraba aterrorizado junto a la puerta, agachado sobre la alfombra china y con las manos entrelazadas detrás de la nuca, como si esperase un ataque nuclear. Algo más cerca de Dunphy, el hombre de los pies deformes yacía de espaldas con una extraña expresión en el rostro mientras la sangre le manaba del agujero que tenía en la frente.
Dunphy tomó aire por primera vez en treinta segundos y dejó caer al suelo el cargador vacío de la Glock. Introdujo uno nuevo, amartilló la pistola y se la metió en la cintura del pantalón, debajo de la chaqueta.
Luego se aclaró la garganta y gritó:
—¿Clem? ¡Clem!
La muchacha salió de la habitación contigua con cara de susto y unas manchas negras debajo de los ojos; se le había corrido el rímel. Vio el humo, al hombre muerto, a Watkin llorando y al otro tipo estremeciéndose de dolor. Al ver la sangre se tambaleó. Finalmente pasó de puntillas y se dirigió a la puerta, intentando no mancharse los zapatos.
—Clem.
Dunphy se acercó a la muchacha y le pasó el brazo por los hombros.
—Es que… ha habido tantos disparos… ¡he oído tantos! —murmuró Clementine mientras las lágrimas le resbalaban por las mejillas.
—¡No permita usted que nos mate, señorita! —le suplicó Watkin a Clem.
—Usted no se meta en esto —le gritó Dunphy; luego se volvió de nuevo hacia Clem—. Han entrado aquí como si fueran del Departamento de Lucha contra la Droga —le explicó—, y todo ha sucedido muy de prisa.
—Pero no les hagas más daño, ¿de acuerdo? —le pidió Clementine.
—No les haré daño. No se lo he hecho. Es decir, lo han provocado ellos. ¡Yo sólo les he disparado!
No sabía si Clem lo creía o no, y al pensar en ello Dunphy se dio cuenta de que lo que había dicho no tenía sentido. Así que hizo lo que tenía que hacer: agarró a Watkin por la solapa de la americana y lo arrastró hasta el sofá.
—¡Siéntese!
Luego se acercó al escritorio y arrancó el cable del teléfono de la pared. Se acordó del teléfono móvil que llevaban aquellos hombres; echó un vistazo a su alrededor y lo vio en el suelo. Lo recogió, lo puso encima de la mesa y lo machacó con la culata de la Glock. Por último cogió las pistolas de aquellos individuos y las metió en su maletín. Lo cerró y dio media vuelta, dispuesto a marcharse.
—Necesito una ambulancia, por favor —le pidió el hombre del traje.
—Sí, ya lo veo —asintió Dunphy.
Y echó a andar hacia la puerta.
—Por Dios, hombre… ¡mírame! Soy… ¡soy un compatriota! —El hombre retiró la mano del vientre y al hacerlo la sangre empezó a salir a borbotones. Luego volvió a cubrirse la herida y le dijo—: Creo que me estoy muriendo…
No había reproche en su voz; si acaso, extrañeza.
Dunphy hizo un gesto de asentimiento. Recordó la escena en casa de Roscoe. Al hombre del traje allí de pie, con aquella son-risita extraña. Las luces de los vehículos de la policía centelleando en la calle. Su amigo muerto con unas medias de rejilla que el del traje había ayudado a ponerle.
—Sí, bueno, eso les ocurre incluso a los mejores.
Encontraron un taxi a cuatro manzanas y se dirigieron a Sainte-Clothilde, el primer lugar alejado del hotel que a Dunphy le vino a la mente. Tras echarles una breve mirada a las agujas góticas de la iglesia, anduvieron hasta una boca de metro y bajaron hacia las entrañas del mismo. Media hora más tarde emergieron del subterráneo en Mutualité, en medio de un chaparrón, y cruzaron el río para ir al hotel.
Clem se mostraba sorprendentemente tranquila. Abrió una botella de soda Campari y se dejó caer en el sofá, junto al teléfono.
—Oye, Clem —empezó a decir Dunphy.
Ella negó con la cabeza.
—No tienes que darme explicaciones.
—Entraron por la puerta y…
—Ya lo sé. Igual los de la DNA.
—No. Las siglas no son…
—No importa —lo interrumpió Clem—. Te sigo queriendo. Lo que pasa es que tengo que acostumbrarme al hecho de que me acuesto con la Muerte.
Dunphy no insistió más en el tema, quizá porque sabía que la muchacha en realidad no lo culpaba… sobre todo después de lo que le había pasado en Tenerife. Abrió una botella de cerveza 33 y se dejó caer en un sillón.
Al cabo de un rato Clem comentó:
—¿Y ahora qué?
—No lo sé —respondió él, encogiéndose de hombros. Bebió un poco de cerveza y se quedó pensativo—. Creo que nunca averiguaremos más de lo que ya sabemos… y no es suficiente. No nos sirve para nada, no nos proporciona ninguna salida. Lo único que conseguimos en meternos cada vez más adentro. Así que…
Clementine lo miró, y como Dunphy no terminaba la frase, preguntó:
—¿Así que qué?
—Pues que creo que deberíamos olvidarnos de todo, dar media vuelta y marcharnos. Tenemos dinero y documentos de identidad. No nos sucederá nada.
—Pero… es que si hacemos eso… —empezó a protestar Clementine.
—Sí, ya lo sé. Ellos ganan. ¿Y qué?
Clementine no pronunció palabra durante un buen rato, se limitó a quedarse allí con los ojos cerrados, bebiendo Campari. Después miró a Dunphy y dijo:
—Pues que eso no está bien. Así que ni hablar de dejarlo correr.
Clem encontró la dirección en la guía telefónica, en el apartado de los museos de la ciudad de París. Watkin les había dicho que Gomelez había vivido en una mansión del Boulevard des Capucines y que su casa se había convertido en museo arqueológico después de la guerra.
Solamente había un museo así en la rué de Mogador, y en la relación figuraba como Musée de l'Archaeologie du Roi Childeric I.
Se dirigieron en taxi hasta aquella dirección, que resultó estar a la vuelta de la esquina de la place de l'Opéra. El museo se encontraba en una mansión de cuatro plantas de la Belle époque cuyas imponentes puertas de hierro se sujetaban para que permanecieran abiertas con grandes anillas de bronce ancladas a las paredes de granito. Múltiples ventanas que iban del suelo hasta el techo recorrían el edificio en toda su longitud; la lluvia resbalaba por los cristales. Las gárgolas parecían mirarlos con una sonrisa lasciva. Los canalones resonaban debido al agua que caía por ellos.
Junto a la puerta había un pequeño letrero en el que constaba el horario del museo. Dunphy consultó el reloj: disponían de una hora más o menos.
Un viejo canoso de bigote caído se encontraba sentado detrás de una mesa de madera tallada, justo a la entrada. Llevaba un uniforme azul descolorido y leía una novela de Simenon en edición de bolsillo; las cubiertad del libro estaban muy gastadas. Dunphy le dio veinte francos al hombre y se quedó esperando mientras éste cortaba dos entradas y, muy sonriente, se las entregaba ceremoniosamente a Clem.
No eran los únicos visitantes. Había un grupo de colegialas que recorrían las salas muy juntas, riendo en voz baja y haciendo caso omiso de las explicaciones del profesor.
Se trataba de un museo verdaderamente notable; albergaba una colección cuyas piezas eran más antiguas cuanto más alto se subía. En la planta baja había cuadros de los siglos xv, xvi y xvn, emblemas heráldicos, blasones y escudos de armas de media docena de países. La mayoría de los lienzos representaban escenas bucólicas en las que se veían pastores arrodillados frente a la tumba de Jesús y caballeros orando sobre campos de flores.