El funcionario de inmigración que le correspondió era un joven delgado de ojos azules y mirada fría. Llevaba una barba oscura que formaba un escudo alrededor de la boca y seguía la línea
de la mandíbula hasta encontrarse con las patillas. Tras dirigirle a Dunphy una mirada aburrida y fijarse en la nariz rota, pasó las inmaculadas páginas de su pasaporte en busca de algún sello.
—Señor Pitt —dijo, pronunciando el nombre como si estuviera escupiendo el hueso de una aceituna.
—Dígame.
—¿Viene usted de…?
—De Tenerife —respondió Dunphy.
—¿Viene usted al Reino Unido de vacaciones o de negocios?
—Ambas cosas.
—¿Y de qué negocios se trata?
«Tengo que decirle algo que no sea demasiado interesante», pensó Dunphy.
—De contabilidad.
El hombre de inmigración miró por encima del hombro de Dunphy.
—¿Viaja usted solo? —quiso saber.
Dunphy asintió.
—Por ahora, sí. Pero voy a reunirme con unos amigos en Londres.
—Ya. —El funcionario de inmigración frunció el ceño y señaló con un gesto la nariz de Dunphy—. ¿Una pelea?
Dunphy trasladó el peso del cuerpo de un pie a otro, incómodo.
—No. Es que me atracaron.
El hombre de inmigración asintió.
—¿En Las Américas?
Dunphy asintió a su vez. Parecía que ésa era la respuesta que quería oír aquel hombre.
El funcionario inclinó la cabeza a un lado.
—Esos españoles son unos cabrones —masculló. Y a continuación selló el pasaporte de Dunphy. Luego se lo devolvió y le dijo, sonriendo—: ¡Bien venido a las islas Británicas, señor Pitt!
Encontrar a Van Worden no fue difícil. Los tonos que se oían en la grabación de Schidlof cuando éste marcaba el número indicaban que se trataba de una llamada local. A Dunphy y Clementine les resultó fácil encontrar un cibercafé en el Strand y buscar la dirección de Van Worden en Internet. Dunphy se sorprendió al ver que el profesor vivía en Cheyne Walk, en Chelsea. Por fuerza, él tenía que haber pasado por delante de aquel lugar cien veces cuando hacía footing.
—¿Vienes conmigo? —le preguntó a Clem.
—Desde luego. ¿Pero no crees que deberíamos llamarlo antes?
—No.
—¿Por qué?
¿Por qué? Aunque Dunphy no tenía manera de saber si Schidlof había llegado a encontrarse con Van Worden, una cosa era segura: que éste se habría enterado de que el profesor había fallecido poco después de hablar con él por teléfono. Y por ese motivo debía mostrarse muy cauto en lo referente a entrevistarse con desconocidos.
—Pues porque vamos a darle una sorpresa —le explicó.
Resultó que el profesor era el único ocupante del Faery Queen, una casa flotante que se oxidaba atracada junto al puente de Battersea. Como Dunphy no sabía cuál era el protocolo requerido para subir a una embarcación situada en medio de la ciudad y se sentía incapaz, por miedo al ridículo, de empezar a gritar «¡Ah, del barco!», ayudó a Clem a cruzar la pasarela y ambos subieron a bordo. Al llegar ante una puerta, llamó con tiento y aguardó unos segundos. Al no obtener respuesta, volvió a llamar… más fuerte esta vez.
—¡Un segundo!
Un momento después les abrió la puerta un hombre de aspecto distinguido de casi cincuenta años que llevaba una copa de vino tinto en una mano y un cigarrillo en la otra.
—¿Qué desean? —preguntó, mirando a alternativamente Dunphy y a Clem.
—Buscamos a Al Van Worden.
—¿Para qué?
—Me llamo Jack Dunphy. ¿Es usted…?
—Sí, soy yo.
—Bueno, pues… me preguntaba si podríamos… bueno, quisiéramos hablar con usted. No lo entretendremos mucho.
Van Worden los miró de arriba abajo.
—No serán testigos de Jehová, ¿verdad?
Clem soltó una risita.
—No, no —le aseguró Dunphy—. Nada de eso. Somos amigos del profesor Schidlof.
Van Worden parpadeó. Luego bebió un sorbo de vino.
—Ah, ya, ese tipo que murió.
—El mismo.
—¿Y dice usted que son amigos suyos?
—Sólo en cierto modo. Nos encargamos de continuar una investigación que comenzó él.
Van Worden asintió, más para sí mismo que para Dunphy y Clementine.
—Mucho me temo que no puedo ayudarlos.
Ytras decir eso empezó a cerrar la puerta.
—Pues yo estoy seguro de que sí —repuso Dunphy, metiendo el pie entre la puerta y el marco de la misma—. Y Schidlof también lo creía así.
Van Worden le echó una fugaz mirada al pie de Dunphy e hizo una gesto evasivo.
—Es que no quiero líos.
—Lo comprendo, pero…
—En cualquier caso, es una pérdida de tiempo.
—¿Y eso por qué? —quiso saber Dunphy.
—Porque sólo hablé con ese hombre una vez, y por teléfono. En realidad, nunca llegué a verlo.
—Ya lo sé.
Van Worden pareció sorprendido.
—¿Que ya lo sabe? —repitió. Luego inquirió—: ¿Y cómo lo ha averiguado?
Dunphy lo pensó unos instantes y finalmente decidió que lo mejor era decir la verdad.
—Porque le intervine el teléfono a Schidlof.
Van Worden dio una larga calada del cigarrillo y después dejó salir lentamente el humo por la nariz. A continuación bebió un sorbo de vino.
—Ustedes no son de la policía —sugirió.
—No —respondió Dunphy—. No somos de la policía.
Van Worden asintió, agradecido por su sinceridad. Luego frunció el ceño.
—Déme un buen motivo por el cual debería hablar con ustedes.
Dunphy se quedó pensando en ello, pero no se le ocurría nada. Finalmente Clem dio un paso hacia la puerta y le dirigió una mirada suave a Van Worden.
—Pues porque sería un gesto amable por su parte.
Van Worden se aclaró la garganta.
—Hecho.
Yles abrió la puerta para que entraran.
Siguieron a Van Worden por un pasillo estrecho de cuyas paredes colgaban fotografías en blanco y negro de iglesias y catedrales medievales. Pasaron junto a una cocina que olía a pan cociéndose, siguieron hacia una especie de salón atestado de libros y finalmente salieron a cubierta, donde se encontraron con una mesa de hierro forjado con el sobre de cristal alrededor de la cual había muchas sillas.
—¿Una copa de oporto?
—Gracias —aceptó Dunphy—. Con mucho gusto.
—Es Clocktower. No está mal. Y, en cualquier caso, es lo mejor que tengo. —Van Worden les sirvió una copa a cada uno y después les indicó un plato con queso—. Es Stüton, muy bueno. Pruébenlo.
Clem se hallaba de pie junto a la barandilla mirando río arriba hacia el puente de Battersea.
—Qué lugar tan maravilloso —comentó con entusiasmo mientras el oleaje producido por otra embarcación que pasaba junto a ellos lamía el casco del barco.
—¿Quieren comprarlo?
Dunphy se echó a reír.
—No nos interesa…
—Se lo dejaría a buen precio.
—Lo siento.
Van Worden se encogió de hombros.
—Bueno, no los culpo; en realidad, es un fastidio.
—Entonces… ¿no le gusta? —quiso saber Clem.
—No.
—¿Por qué?
—Pues, para empezar, porque soy hincha del Arsenal. Daría lo que fuera con tal de salir a tomar una cerveza los fines de semana.
—Entonces… ¿por qué lo compró?
—Por culpa de Albert Hoffman. —Dunphy se echó a reír, pero Clem hizo un leve movimiento con la cabeza y frunció el ceño—. Es el tío que inventó el LSD —explicó. Luego se volvió hacia Dunphy y le preguntó—: ¿Entiende usted algo de motores?
—No —contestó él.
—Yo tampoco… así que supongo que tendremos que quedarnos donde estamos.
El hombre se dejó caer en un sillón Adirondack de color lima
y les indicó con un gesto que hicieran lo propio en los asientos situados frente a él—. Y díganme, ¿de qué se trata?
Dunphy no estaba seguro de qué debía contarle a aquel hombre, así que fue directo al grano:
—De lo que le dijo Schidlof. Estamos interesados en la Sociedad Magdalena.
—¿Por qué?
—Pues, por una parte, porque no estamos en absoluto convencidos de que sea cosa del pasado.
Van Worden gruñó.
—Bien, en eso tienen razón. No sólo pertenece al pasado.
La respuesta fue tan inesperada que Dunphy frunció el ceño, perplejo. Trataba de recordar lo que había oído en la grabación.
—Cuando habló usted con Schidlof por teléfono pareció sorprenderse de que él le sugiriese que quizá la Sociedad Magdalena siguiera existiendo —le recordó.
—Y me sorprendió.
—Pero ahora ya no le sorprende.
Van Worden negó con la cabeza.
—Verá, hasta que asesinaron al doctor Schidlof, sólo había rumores al respecto.
—¿Y su muerte cambió eso?
—¡Desde luego!
—¿Por qué? —quiso saber Clem.
—Por el modo en que murió.
—¿A qué se refiere? —dijo Dunphy.
Van Worden se removió en la silla y pareció querer cambiar de tema.
—¿Qué saben ustedes de la Sociedad Magdalena?
—No mucho —respondió Dunphy.
—Pero un poco sí, seguro.
—Sí.
—Entonces dígame algo que yo no sepa para demostrar su buena fe —insistió Van Worden.
Dunphy se quedó pensando. Luego habló:
—Al que la dirige lo llaman Timonel.
—Eso no es ningún secreto.
—Pues… en los años treinta y cuarenta el Timonel era Ezra Pound.
Van Worden se quedó boquiabierto.
—¿El poeta? —Dunphy asintió—. ¡Santo Dios! —exclamó el profesor. Y luego recordó—: ¿Pero no fue Pound el que…?
Dunphy asintió de nuevo.
—¿El que acabó encerrado en un manicomio? Sí, en efecto. Pero eso no interfirió para nada en su trabajo. Recibía a su corte en el asilo… veía a quien quería ver y hacía lo que le daba la gana.
—¡No me diga! Bueno, en realidad no me sorprende tanto —señaló Van Worden—. Han tenido varios Nautonniers que eran poetas. Y locos también.
Animado con el tema, Van Worden pasó a contarles que la Logia de Munsalvaesche (nombre por el que se conocía en un principio a la Sociedad Magdalena) había empezado a despertar su interés mientras escribía la introducción para una antología de literatura gnóstica.
—Esperen, la tengo aquí mismo —les dijo. Se levantó, entró y al cabo de unos segundos volvió con un libro titulado Gnóstica. Era del grosor del antebrazo de Dunphy—. Algunos de los documentos más interesantes eran los pseudoapócrifos. Y el más interesante de todos era el Apócrifo de la Magdalena.
Dunphy se quedó perplejo.
—¿Qué significa esa palabra que ha usado?
—¿Cuál? —preguntó Van Worden.
—Pseudo algo.
—¿Pseudoapócrifos? —repitió Van Worden. Dunphy asintió—. Se refiere a los evangelios que se supone fueron escritos por figuras bíblicas —le explicó el profesor—. El que nos ocupa, el Apócrifo de la Magdalena, se encontró entre las ruinas de un monasterio irlandés hace unos mil años.
Abrió el libro por la página apropiada y se lo entregó a Dunphy.
Éste leyó unas líneas y luego levantó la vista.
—¿Y el original lo escribió María Magdalena?
—Se le atribuye a ella, así es.
Van Worden pasó a explicar que, aunque había muchas lagunas en la narración, el Apócrifo de la Magdalena era a la vez un diario y una especie de almanaque de profecías y adivinaciones. Y que, como diario, daba a entender que se había producido una boda secreta entre Cristo y María Magdalena.
Dunphy puso cara de escepticismo.
—No es tan raro como parece —insistió Van Worden—. En muchos pasajes de los Evangelios a Jesús se lo llama rabino o maestro… Eso nos resulta muy ilustrativo en lo referente a su estado civil.
—Yo creía que Jesús era carpintero —aventuró Dunphy.
—Eso es una mala interpretación, un error frecuente —repuso Van Worden, negando con la cabeza—. La palabra que se emplea para describirlo en realidad significa «maestro». Una persona con formación… alguien como un rabino. Y eso tiene bastante sentido. Todo el mundo sabe que Cristo era judío y que predicaba para quienes quisieran escucharlo. Lo que es menos conocido es que la ley judaica exige que los rabinos tomen esposa… porque «un hombre soltero nunca puede ser maestro». De modo que la idea de que Cristo pudiera haberse casado, y como esposo, haber engendrado hijos, no es tan extraña como parece.
—Pero… ¿y la esposa? —preguntó Clem—. ¿No se habría hablado de ella en la Biblia si en realidad hubiese existido?
—Predicar sin estar casado habría sido algo escandaloso… —explicó Van Worden—. Y de eso sí que habríamos tenido noticias. Por lo demás, ese tema no tendría por qué mencionarse siquiera en la Biblia. Al fin y al cabo, estamos hablando de Oriente Medio y de hace dos mil años. En aquella época, la esposa no tenía ningún papel público. Tampoco hemos tenido noticia de las mujeres de los apóstoles, ¿no? Y aun así, parece poco probable que ninguno de ellos estuviera casado…
Dunphy no había pensado nunca en ello, pero ahora que lo hacía…
Van Worden continuó explicando que, después de la crucifixión, y mientras estaba embarazada del hijo de Cristo, subieron a Magdalena a bordo de una embarcación sin velas ni remos y la internaron en el mar.
—Según algunos relatos, iba acompañada de Marta, de Lázaro y de José de Arimatea, y parece ser que se desencadenó una tormenta de cierta importancia causada por unos ángeles que libraban batalla con los demonios que perseguían a Magdalena. Finalmente ella consiguió desembarcar en Marsella y allí dio a luz a un niño: Mérovée. —Van Worden sonrió y volvió a rellenar todas las copas—. Interesante historia, ¿verdad?
—¿Y qué pasó después? —preguntó Clementine con unos ojos como platos.
—Bueno, sobre eso hay gran cantidad de teorías… Si ha leído usted el Apocalipsis ya sabrá a qué tipo de cosas me refiero.
—Pero… ¿qué le pasó a Mérovée? —insistió la muchacha.
—Oh, le fue muy bien. Fundó la dinastía merovingia, la dinastía de los «reyes de Larga Cabellera».
—¿Por qué los llamaban así? —inquirió Clem.
—Pues porque nunca se cortaban el pelo.
Ahora intervino Dunphy, extrañado.
—¿Y por qué razón?
—Porque sus cabellos eran mágicos, así como su aliento y su sangre. —Van Worden hizo una pausa—. Miren, estamos hablando de leyendas —les recordó—. Era la época del rey Arturo… y la época del Grial, que, dependiendo de con quién hable uno, se trataba de un cáliz… o de un linaje.