El último merovingio (43 page)

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Authors: Jim Hougan

Tags: #Religión, historia, Intriga

BOOK: El último merovingio
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Chaud le thermos

saunas et bains

club privé

Un hombre de mediana edad con demasiado pelo, botas, vaqueros y una camiseta de lona se encontraba sentado a la puerta fumando un cigarrillo y conversando con un argelino que no parecía lo bastante mayor como para tener carnet de conducir. Dunphy pasó junto a ellos y ambos lo miraron de arriba abajo.

Cuando entró en el edificio lo recibió una oleada de vapor y un fuerte olor a humedad, aunque no resultaba desagradable. En la recepción había un viejo sentado detrás de una mesa de madera desvencijada; leía una novela de W. H. Hudson.

—C'est privé —le indicó.

—Estoy buscando a una persona —explicó Dunphy.

El viejo sonrió, mostrando una reluciente dentadura postiza.

—¿Acaso no buscamos todos a alguien? —dijo.

Dunphy acogió el chiste con una sonrisa.

—Busco a Sergei Azamov.

El viejo asintió.

—Usted no es policía.

—No.

—-Porque no tiene pinta de policía.

—-Gracias.

—Está abajo, pero primero tiene usted que hacerse socio de este club. —Empujó un libro hacia Dunphy—. La cuota es de cien francos.

Dunphy contó los billetes y firmó en el libro: «Eddie Piper, Great Falls (EE. UU.).»

El viejo metió el dinero en el cajón del escritorio, sacó un montón de tarjetas de socio y rellenó una con la ayuda de un bolígrafo. Cuando hubo acabado se la entregó a Dunphy y le dio también un par de toallas blancas dobladas.

—Los armarios se cobran aparte —señaló—. Debería usted coger uno.

—¿Para qué?

—Para guardar la ropa.

—No se preocupe. Haré lo posible por conservar los pantalones puestos.

Después dio media vuelta y empezó a bajar despacio por la escalera. A medida que bajaba, el aire iba haciéndose más denso, tanto que después de unos cuantos escalones empezó a sentir claustrofobia. Allí había poca luz y hacía más calor que arriba, por lo que al cabo de menos de un minuto empezó a brotarle el sudor en la frente. Al llegar al final de la escalera se detuvo y miró con los ojos entornados hacia la penumbra.

Tardó unos instantes en acostumbrar la vista a la oscuridad; cuando se hubo habituado a ella vio que se encontraba en un pequeño vestuario. Había un par de docenas de taquillas en una de las paredes, unos cuantos bancos y una hilera de duchas con unas cortinas de plástico que estaban asquerosas. Más allá de las duchas se veía una sauna y después una gran sala de vapor.

Un hombre bajo con el cuerpo perfectamente esculpido salió de la sala de vapor con una toalla alrededor de los hombros y se metió en la sauna. Otro hombre, de cincuenta y tantos años y con una barriga considerable, pasó desnudo junto a él cogido de un tipo que parecía el doble de Clark Kent, gafas de pasta incluidas.

«¿Y ahora qué?», se preguntó Dunphy, que tenía la sensación de llevar demasiada ropa. Luego oyó un suspiro a su espalda y al darse la vuelta vio a un hombre tendido boca abajo sobre un banco de madera; estaba desnudo y apoyaba la cabeza sobre una toalla. En el suelo, a su lado, había una lata de aceite Crisco y un número de la revista Blue Boy.

—¡Sergei! —Dunphy alzó la voz todo lo que pudo para llamarlo—. ¡Sergei Azamov! Busco a Sergei Azamov, el ucraniano! ¿Alguien lo ha…?

Azamov tardó tres segundos en aparecer. Salió atropelladamente de una habitación contigua con cara de pocos amigos.

—Qu'est-ce que tu fous? —inquirió mientras caminaba hacia Dunphy muy cabreado.

Dunphy levantó las manos.

—Soy amigo de Max —explicó.

Azamov se detuvo a unos quince centímetros de la nariz de Dunphy. Tenía el cabello largo y mugriento, los ojos azules muy vivos y llevaba un pendiente con un brillante.

—¿Quién es Max? —quiso saber.

—Setyaev. Me ha dicho que es amigo suyo.

Azamov lo miró de arriba abajo.

—¿Qué le ha pasado en la nariz?

Dunphy se encogió de hombros.

—Un tipo me atizó.

—Pues debería usted aprender kárate —señaló Azamov con una sonrisa.

—Buena idea —convino Dunphy—. Lo haré.

—Quiero que sepa que Max me debe mucho dinero —explicó Azamov.

Dunphy abrió los brazos con la palma de las manos hacia arriba.

—A lo mejor yo puedo arreglar eso.

Azamov dio un paso atrás. Luego se volvió, se agachó y le dio un azote en el culo al hombre de la lata de aceite Crisco.

—Dégagez —le ordenó. El hombre se levantó con expresión irritada, cogió la lata y se marchó a la habitación de al lado arrastrando los pies. Al cabo, Azamov le preguntó a Dunphy en voz baja—: ¿A qué ha venido?

—Necesito una pistola.

El ucraniano hizo una mueca de contrariedad.

—Me resultaría difícil encontrarle una. ¿Por qué no se emborracha en lugar de buscar un arma?

—Mire, estoy dispuesto a pagar lo que sea necesario —aseguró Dunphy.

Azamov ladeó la cabeza.

—¿Qué clase de pistola quiere? —preguntó.

—Una que pueda llevar encima y que al mismo tiempo sea lo bastante potente como para tumbar a un tipo a la primera. —Azamov sonrió en actitud pensativa y Dunphy le preguntó—: ¿Podría encontrar algo así?

—Tal vez. ¿Cuándo la quiere?

—Ahora mismo.

Azamov se encogió de hombros.

—Ya sabe que voy a llamar a Max, ¿verdad?

—No hay ningún problema —respondió Dunphy—. ¿Quiere que le dé su número?

Azamov negó con la cabeza y preguntó:

—¿Dónde se hospeda?

Dunphy se lo dijo.

—De acuerdo. Si le consigo el arma, me pasaré por allí mañana. A primera hora de la tarde.

El ucraniano cumplió con su promesa. Llegó al hotel a la una en punto con un maletín de cuero nuevo. Clem había salido a ver una exposición de Matisse en el Centro Pompidou. Azamov abrió la cremallera del portafolios y sacó tres bultos envueltos en una basta tela, uno de ellos mayor que los demás, y los depositó sobre la mesita, frente a Dunphy.

—Tiene usted que darme dos de los grandes por esto —dijo el ucraniano—. El maletín va incluido en el precio.

—¿En francos? —preguntó Dunphy.

—¿Usted qué cree? —sonrió Azamov.

—No sé. Depende de lo que haya dentro. Podría tratarse de una pistola de fogueo para dar la salida en las competiciones deportivas.

—No, no es de fogueo —aseguró.

Dunphy cogió el bulto mayor, que era extraordinariamente ligero, y lo desenvolvió despacio. Dentro había lo más opuesto a una pistola de fogueo: una Glock-17 con un cañón de diez centímetros de largo. Amartilló el arma, apuntó a una fotografía de Dizzy Gillespie y apretó el gatillo tres veces seguidas. ¡Clic! ¡Clic! ¡Clic!

—¿Qué le pasa al gatillo? —preguntó.

—Que es muy sensible —explicó Azamov—. La pistola era de una mujer; no tenía mucha fuerza. ¿Quiere que lo ajuste?

—No, está bien así —repuso Dunphy.

Acto seguido desenvolvió los otros dos bultos. Dentro de cada uno había un cargador de quince balas de nueve milímetros.

—Ya sé que es cara, pero como puede ver, se trata de una buena herramienta.

Dunphy asintió con la cabeza y se puso en pie. Se aproximó a la cómoda, sacó un fajo de billetes del cajón superior y contó dos mil libras en billetes de cien. Luego se los entregó a Azamov.

El ucraniano cogió el dinero sin contarlo y se lo guardó en el bolsillo de la cazadora de cuero arrugando los billetes como si

fueran pañuelos de papel. Después se levantó dispuesto a marcharse.

—¿Ha hablado con Max? —le preguntó Dunphy.

—Sí, lo desperté —asintió Azamov—. Se cabreó mucho.

—¿Y qué le ha dicho?

—Que le dijera que tenga mucho cuidado.

Aquel mismo día por la noche, Clem se encontraba en la cama haciendo el crucigrama del Herald Tribune mientras Dunphy permanecía de pie junto a la ventana, contemplando cómo las luces de la ciudad se reflejaban en el río.

—¿En qué piensas? —preguntó Clementine mientras escribía una palabra en la parte superior derecha del crucigrama. Dunphy negó con la cabeza—. A ver, es imposible no pensar en algo.

Dunphy la miró fugazmente y después volvió a observar las luces reflejadas en el agua.

—Pues estaba pensando en que… en que hemos tenido mucha suerte.

Clementine levantó la vista del crucigrama y lo miró.

—¿Es un chiste?

—No.

—Porque a mí me parece que lo has pasado bastante mal. Se podría decir que te han dejado literalmente… clavado.

—Oh, Clem…

—Perdona, no he podido reprimirme.

—Lo importante es que seguimos vivos. La Agencia no nos ha encontrado.

—A mí sí me encontraron.

—Sí, pero eso fue entonces. Luego nos escapamos y no han vuelto a localizarnos.

—Porque hemos tenido cuidado.

—O suerte —repuso Dunphy—. Esa gente tiene recursos… que ni siquiera te imaginas.

—¿Como por ejemplo?

—No sé… Echelon.

—¿Qué es Echelon? —quiso saber Clementine.

Dunphy titubeó. Echelon era uno de los secretos mejor guardados dentro del ámbito del espionaje. No era algo de lo que se hablase normalmente fuera del cuartel general. Luego rió para sus adentros: «¿Esa gente intenta matarme y a mí me preocupa guardar un secreto?»

—Es algo parecido a un sistema de recaudación —explicó Dunphy—. La Agencia le da una lista de palabras a la NSA…

—Tampoco sé qué es eso.

—La Agencia de Seguridad Nacional. Es el mayor recurso de la comunidad del espionaje. Y lo que hace es interceptar todas las comunicaciones electrónicas del mundo… todas y cada una de ellas.

—Eso es imposible.

—No, no lo es —repuso Dunphy—. Todas las llamadas telefónicas, los faxes y los e-mails se filtran a través del sistema. Cada transferencia telegráfica y cada reserva de billete de avión, cada transmisión por satélite y cada emisión radiofónica. Todo ello se recoge y se pasa por ese enorme filtro llamado Echelon.

—¿Y eso para qué sirve?

—Controlan una lista de palabras, términos y operadores booleanos como «y», «o» y «no». Cuando aparecen las palabras de la lista…

—¿Qué palabras? ¿De dónde proceden?

—De muchos lugares. Del Departamento de Operaciones de la CÍA, de la Oficina de Embargos de Comercio, de la unidad de vigilancia bancaria del Departamento de Lucha contra la Droga, del centro antiterrorismo del FBI… Y eso sólo por parte de Estados Unidos. Luego hay que contar también con los aliados. Los británicos, los franceses, los turcos… todos esos países tienen su pequeña lista. Así es como consiguieron echarle mano a Oca-lan… y a Carlos.

—¿Y tú crees…?

—Creo que nosotros figuramos en la lista. Y la Sociedad Magdalena también. En cuanto aparecen esas palabras en algún mensaje, Echelon lo coge, lo copia y busca a quien lo ha enviado. Pero ahí no acaba todo. Echelon no es más que un sistema entre otros; hay varios sistemas, por lo que me sorprende que aún sigamos en libertad.

Clem se subió la sábana hasta la nariz.

—Qué miedo —murmuró.

—Hablo en serio.

—¡Yo también! A veces pienso que me gustabas más cuando creía que eras un economista irlandés.

Dunphy se apartó de la ventana, se acercó al minibar, abrió una botella de Trois Monts y se sentó en la cama al lado de Clementine.

—Me parece que ya no tiene ningún sentido continuar de estemodo. Si seguimos haciendo preguntas por ahí acabarán por encontrarnos. Y cuando nos encuentren, todo terminará definitivamente. Así que quizá lo mejor sería que… que desapareciéramos de alguna manera.

—Sí, pero ¿dónde?

—No lo sé. Donde se pone el sol.

—¿Donde se pone el sol?

—Vale, ya veo que no te gustan la puestas de sol. ¿Qué te parece Brasil?

—¿Brasil?

El tono de Clementine hizo que Dunphy se pusiera a la defensiva.

—Podríamos casarnos —dijo.

La muchacha pareció alarmada.

—¿Te estás declarando?

Dunphy no estaba muy seguro.

—No lo sé. Supongo que sí. Bueno, de hecho, no era más que una sugerencia.

—Y lo haces como si me preguntases si me apetece ir a ver Cats.

—No…

—¡Claro que, si nos casamos, seremos los señores Pitt! —Clem se quedó pensando y luego probó a decirlo en voz alta—: ¡Hola! Soy la señora Piiitt!
[2]

—En Brasil no hablan español —le recordó Dunphy.

—Ya lo sé, pero como yo no hablo portugués, tendré que conformarme con el español. —De repente Clem sonrió con picardía y bajó la voz hasta adquirir un timbre sedoso, de alcoba—. Hola… me llamo Veroushka Pitt y lo pago todo en efectivo. —Miró a Dunphy directamente a los ojos y bajó aún más el tono de voz—. Soy Veroushka Bell-Pitt y me escondo en Florianópolis…

Arrugó la nariz.

—Así que la respuesta es no —dijo Dunphy.

—No, lo que digo es que tú y yo tenemos un problema, ¿o es que no ves que todo el mundo trata de matarte? Me parece que deberíamos resolver eso antes de salir a comprar los anillos de boda.

—¿Y si no hay solución posible? —preguntó Dunphy—. A veces lo único que se puede hacer es huir, y parece ser que ésta es una de esas ocasiones. Fíjate en las personas a las que nos enfrentamos. Esos tipos llevan trabajando en lo suyo desde hace mil años. Son los amos de la CÍA. Y, por lo que parece, por muchas cosas que averigüemos, no hay nada que podamos hacer contra ellos. No podemos acudir a la policía…

—¿Por qué no?

—Pues porque la policía pone multas, busca ladrones de coches, y a veces incluso resuelve asesinatos. Pero nunca, jamás, asignan efectivos a temas relacionados con el inconsciente colectivo.

Clem puso los ojos en blanco.

—Podríamos recurrir a la prensa.

—No —Dunphy negó con la cabeza.

—¿Por qué no?

—Ya te lo dije en el avión de camino a Tenerife. No nos conviene que este asunto salga publicado. Aquí no hay un malo… no hay un asesino en serie. Nos enfrentamos a una iglesia secreta, y cuantas más cosas averigüemos sobre esa iglesia, más difícil se me hace imaginar una salida. Así que, dime, ¿en dónde nos deja eso?

—En París —contestó Clem, y dio unas palmaditas sobre la cama—. Ven con tu madre.

Dunphy frunció el ceño.

—Se dice «mamá» —la corrigió.

—¿Qué?

—Se dice «Ven con mamá» —explicó él—. No «Ven con tu madre». Sólo a un inglés se le ocurriría decir «Ven con tu madre».

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