Read El último patriarca Online

Authors: Najat El Hachmi

Tags: #Drama

El último patriarca (26 page)

BOOK: El último patriarca
10.45Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Suerte tenías de que padre no pudiera entrar en el colegio, en el aula, y eso sí que era un refugio. Hasta que estabas en tu cama leyendo y vino, tan calmado, pero tú ya veías que las sienes le palpitaban. Te dijo dime que no es verdad lo que me han contado, sólo hace falta que me digas que no es verdad y yo te creeré. Me dicen que te han visto con un chico, que caminabas con él por la rambla, un chico con el pelo largo. Yo no, ¿qué dices? Júramelo, sólo hace falta que me lo jures y te creeré, y yo ya me veía escaleras abajo y con la vida en peligro, así que mentí y contesté te lo juro. Júramelo por tu madre, y yo juré por madre y habría jurado por lo que fuera.

Llegó un día y dijo te he comprado un regalo. Una falda y una camisa, que yo pensé que eran para madre. Se me escapó la risa, ¿dónde quieres que vaya con eso? Quiero que vistas decentemente, joder, y no con esos pantalones tan ajustados. Y era una falda de viscosa hasta los tobillos y una camisa de flores con los puños bien cerrados y una solapa en punta. ¿Cómo quieres que vaya así al colegio? Me da igual, te lo pones para salir conmigo los domingos, que no quiero verte vestida así.

Él no sabía que eran los pantalones los que se me quedaban pequeños, y no que yo los escogiera ceñidos.

¿Qué podía hacer si mi culo crecía y crecía? Nada, buscar tallas más grandes; aunque entonces me sobraba un palmo de cintura. Busca jerséis más largos, camisas más largas, y te dejará tranquila, me decía madre. Pero por aquella época todo lo que era largo era de abuela y yo hubiera preferido morirme que presentarme así en el colegio.

Decía no quiero verte hablando con chicos, pero cuando había que llevar una factura a alguno de sus clientes, toma, vete a darle esto a Josep o a Quintana o a tal y tal, y yo ya no entendía si era sólo que no podía hablar con chicos de mi edad o que los hombres que él conocía no me habrían mirado nunca como él decía que me mirarían todos los hombres.

Suerte tenía de aquella amiga que era maestra y con la que podía hablar del amor y de cosas así, pero con la que no hablé de otros temas que me parecieron demasiado graves. Ella me escuchaba y desmenuzaba mis confusiones en trozos tan pequeños que yo sólo podía reír. Me regaló música que me conmovió, lecturas de poemas que me dijeron eres tú de quien hablamos, eres tú. Libros que iban más allá de la deficiencia de las palabras, que explicaban otros significados de la vida.

Con ella pasé muchas tardes, de camino a mi casa o en su coche; podía pasarme horas de me ha dicho, me ha hecho, he sentido, he notado, qué debe de haber querido decir con eso y por qué me ha mirado de esa forma. Horas, y yo después escuchaba que no tengo más que un unicornio azul y aunque tuviera dos yo sólo quiero aquél.

Dijo te lo tengo que presentar y era él quien hacía, decía, o no hacía o no decía cosas que nosotras tratábamos de descifrar durante todas las tardes del mundo aunque en el coche sonara
Todas las mañanas del mundo
o música barroca.

Él tiene ganas de conocerte, le he hablado mucho de ti y está alucinado. Y él me dio dos besos al verme y no sé si era la primera vez que un hombre me daba dos besos. Pensé en padre, pensé que si se enteraba ya podía darme por muerta, pensé muchas cosas, pero sólo sentí el olor a limpio, el aliento cálido, diferente al de todas las mujeres que me habÍan dado cuatro y hasta cinco besos, e incluso más. Quizá también me enamoré un poquito, pero puede que sólo fuera por el hecho de que era un hombre. Una mujer con sombrero.

En la clase me llamaban pelota porque era la única alumna que iba a pasear con una profesora, pero no sabían que si no hubiera sido por todo lo que ella me aportaba, por los nuevos horizontes que me ofrecía, yo me habría muerto, quizá no por fuera, pero sí por dentro.

Así que nos fuimos rambla arriba ella y él y yo para ir a tomar un café a la plaza. Pero yo me pasé buena parte del trayecto temblando, pensando que de hecho ya estaba muerta, no me sentía las piernas. Me lo encontré de cara justo en el recodo del colegio, cuando cruzábamos el puente nuevo, allí, dentro de la furgoneta, y abrió los ojos y me siguió con la mirada sin poder creérselo.

El problema estaba en la disposición de los tres: ella, él y yo. Él me había preguntado algo y yo me volví hacia él y sonreí, le hablaba. Y ése fue el instante preciso que no podría justificar nunca y ya no oí ni su voz ni la mía mientras intentaba seguir pareciendo normal, pues él olía demasiado bien para estropearlo con una explicación de lo que era un patriarca y cómo tenía que comportarme yo como hija suya. No.
Sa, sana
, que goza de buena salud.
Saba
es un líquido que circula por los tejidos vasculares de las plantas.
Sabadellenc -a
es perteneciente o relativo a Sabadell.

21

UN CAMIÓN SIN FRENO DE MANO

Entonces llegó la época en la que madre debía de ver que se le acababa el tiempo para hacer de mí una buena esposa y una buena mujer (de la limpieza, pensaba yo) y quería que cada día le dedicara un rato a hacer algo más propio de ese rol en vez de leer libros o escuchar a Silvio Rodríguez. Yo no tenía ningún interés, no porque no quisiera aprender a hacer todas aquellas tareas que tarde o temprano tan bien me irían, pero es que un día pensé que si empezaba tan pronto, me pasaría la vida fregando, planchando, etc. Nada hacía prever que acabara teniendo a alguien que me hiciera esa clase de labores.

Cogía el
walkman
de alguno de mis hermanos y me ponía alguna cinta, así todo se hacía más ligero.
Ojalá
o
Ah, la música
se me llevaban mientras pasaba la fregona por las baldosas salpicadas de colores. A veces era
El tren de mitjanit
[11]
o esa canción que dice que en la Estación de Francia hay de todo, hay gente amable y educada y gente que no. Y pasaba lo que solía pasar cuando lo hacía madre y cuando lo hacía yo: padre volvía a media mañana de trabajar, o a media tarde, es igual, y con el suelo aún mojado pasaba hasta el mueble del comedor para dejar las llaves, las monedas o el paquete de tabaco. Después volvía hasta la puerta para cerrarla, pues se ve que no podía haberlo hecho antes. Entonces iba hasta la mesa del comedor para abrir las cartas y caminaba hasta la cocina para decirle a madre tráeme un café con leche. Yo apoyaba la barbilla en el palo de fregar y lo observaba mientras deshacía la obra que me había costado la última media hora y lo miraba fijamente, pensando que agarraría la fregona y empezaría a pegarle en la cabeza y él diría basta, basta, no lo haré más. Pero no decía nada, sólo lo miraba fijamente y él decía qué y yo, mira, y le señalaba al suelo. Ah, exclamaba él, y seguía deambulando por el suelo limpio que ya no lo estaba. Alguna vez había probado a poner papel de periódico, pero se ve que el recorrido que yo marcaba no le era suficiente y lo iba evitando sin ni tan siquiera fijarse. Eran esa clase de cosas las que me hacían plantearme si lo estaba empezando a odiar o si era tan sólo la adolescencia.

Lo evitaba siempre que podía, no toleraba su presencia, su forma de hablar, y odiaba que madre lo amara a pesar de todo. La barriga prominente, el peso que ganaba y ganaba, los pantalones que madre le tenía que acortar cada vez más, no porque se empequeñeciera, sino porque se los abrochaba cada vez más abajo, los ruidos de cuando comía, las películas de Terence Hill y Bud Spencer que repetía y repetía una y mil veces: en el Oeste, haciendo de gemelos idénticos de unos que eran marqueses portugueses o algo por el estilo, de estafadores, de policías, daba igual, siempre acababan con esos puñetazos que hacían saltar a los otros por encima de las mesas a las primeras de cambio, así porque sí. A pesar de todo eran justos, y padre se reía exactamente con la misma intensidad aunque hubiese visto una escena doscientas veces. Descubrió el botón de rebobinado y el de cámara lenta y todavía fue peor.

Ya no sabía si era yo la que cambiaba o era que cada día lo soportaba menos. Puede que sea por la forma que tengo de ser, pero la cuestión es que me empezó a resultar insufrible. Él que me quería tanto y yo que me sentía tan mal por no poderlo querer, a pesar de que me esforzaba. ¿O ya no me quería?

Daba aquellos besos que él llamaba de tortolitos a los dos pequeños y ellos se quejaban, pero formaba parte de nuestra cotidianidad. Antes de irse de casa, unos cuantos besos de chasquido y ahora tú, ahora el otro. Sentía asco por ellos.

Hasta que ocurrió aquello del camión y yo comencé a pensar que ése no podía ser mi destino, ni nuestro destino ni el destino de nadie.

Era verano y a padre le habían dejado un camión. Lo aparcó delante de la puerta del garaje, pero se dejó las llaves. Los dos niños jugaban afuera y nadie los vio cuando abrieron la puerta del vehículo y empezaron a hacer ver que conducían. Va, ahora me toca a mí ponerme al volante, debió de decir uno de ellos. No, tú haz de copiloto, ¿vale? Y resulta que al copiloto no le sentaba bien tanta inactividad y levantó aquella maneta que hacía zas siempre que padre la totaba, que vete tú a saber para qué servía. Y era la maneta que dejaba el camión quieto, pero ellos no lo sabían y se debieron de ver lanzados al final de la calle, precipitándose contra el coche de uno de los vecinos, y antes de chocar, uno de ellos dijo salta e hicieron como en las películas. No les pasó nada. Cuando oímos el estrépito y corrimos hacia allí, nos sentimos aliviados al ver que no les había pasado nada y madre decía menudo susto que se han dado, mira, no tienen color en la cara, rápido, un poco de agua en la nuca y en las muñecas, rápido, que no se les meta el susto dentro. Agua.

En otras circunstancias, madre habría tapado el incidente como hubiera podido y padre ni lo habría sabido, como tantos hechos esenciales de nuestra infancia, pero aquello era demasiado gordo para esconderlo. El camión ni siquiera era nuestro y los desperfectos eran muy evidentes. Como había transcurrido un espacio de tiempo excesivamente largo entre el instante en que padre había aparcado el vehículo y su colisión con el coche rojo, tampoco podía echarle la culpa, mira que dejar el camión así, sin el freno de mano puesto, es que eres… No, no habría colado, porque en el momento del choque padre yacía en el sofá con la piel pegada al cuero negro, donde dejó una marca de sudor cuando fue a ver qué había pasado.

Madre estaba preocupada por el susto de los niños y repetía qué habéis hecho, qué habéis hecho, pero padre tenía métodos propios para quitar los sustos. Te provocaba otros tan grandes que ya ni te acordabas de los anteriores.

Y así fue que los sentó en el sofá, uno junto a otro, con las piernas que a duras penas les colgaban de tan pequeños que eran, sólo con sus pantalones cortos. Y les pegó de una forma planificada y ordenada; no era su estilo habitual. En las piernas y con el cinturón iba dando un golpe, dos, tres, cuatro, y entre golpe y golpe decía, ¿lo volveréis a hacer? Ellos ya habían dicho que no desde el primer momento y repetían entre sollozos, por favor, padre, por favor, basta, ya tenemos bastante. Madre también decía basta, es que no ves que están a punto de morirse, déjalos ya, que la culpa es tuya por dejarte las llaves, y ellos basta, padre, basta, hasta que parecía que ya no les quedara voz. Padre le decía a madre quien se meta recibirá como ellos y yo las cosas las hago así, y yo ya no podía ver más todo aquello.

Me escondí en la habitación y cerré la puerta para no oír nada más, la cabeza bajo la almohada, ¿qué podía hacer? Tenía que hacer algo, pero aún lo debía de querer aunque fuera un poco si no pude avisar a nadie para pedir ayuda. Todo habría sido muy diferente a partir de entonces, pero no quería ser yo la que deshiciera la familia.

Al cabo de unos días, uno de los dos pequeños subió las escaleras y me dijo, ¿me puedes dar una tirita?, y yo para qué y él mira qué me ha hecho padre, y lo decía como si fuera un incidente más, un raspón de una caída en el parque o una nariz que gotea sangre, cosas que te suelen pasar cuando estás creciendo. Yo ya empezaba a saber que normalmente cuando estás creciendo un padre no te muerde en la rodilla.
Taba
, astrólogo.
Tabac
, que es una planta.
Tabac
, que es una cestita redonda;
tàbac
, que es un puñetazo.

22

CAMPAMENTOS, O NO TE METAS DONDE NO TE LLAMAN

¿Quiere un número? En el cruce de la calle de Argenters con la plaza Santa Isabel debía de haber una corriente de energía positiva que hacía que los billetes de lotería volasen de mis manos. O era eso o eran mis ojos, que sonreían tras las gafas tan gruesas, o era que les daba pena o era el acento o era que pensaban mira qué morita tan espabilada o era que los sorprendía o que se compadecían de mi miseria o eran todas esas cosas juntas, pero yo batí el récord de números vendidos en el colegio. Alcancé el máximo aquella mañana de sábado, y con eso ya me pagaba tres cuartas partes del coste de los campamentos de fin de curso. Padre había dicho ya veremos si vas, aunque son muy caros, díselo a tu madre. Madre había dicho yo qué quieres que te diga, díselo a tu padre, y con toda aquella confusión di por hecho que ya podía ir. Me imaginé que el obstáculo principal era el dinero y ya estaba, todo solucionado.

Cuando llegó la hora, padre firmó las autorizaciones, ¡viva! Lo hizo delante de aquella maestra con la que se había hecho fotos desnudo para después enseñárselas amadre, que no se había creído que eran amantes, y yo casi las veo si no hubiera sido porque ella dijo eh, tú eso no debes verlo. Era una maestra que me quería más que a cualquier otra niña y siempre estaba encima de nosotros, pues eso era parte de su trabajo. Padre decía que era ella la que le había ido detrás, pero de hecho era él quien iba a verla. Hasta nos había llevado a su casa, pues le tenía que arreglar vete tú a saber qué de un piso nuevo con videoportero y todo. Ya no colaba eso de que lo ayudaba con las declaraciones del IVA, con el IAE o con lo que fuera. Era una de esas mujeres a las que madre jamás llamó por su nombre y que todos conocíamos como ojos de babosa, y era verdad. No que tuviera los ojos de una babosa, sino que sus ojos parecían babosas a punto de resbalarle por la piel.

Era la profesora que había avisado a padre para quejarse de mi comportamiento, yo que hacía los deberes de los cursos siguientes y leía durante el patio y de quien nunca nadie se había quejado antes. Yo todavía pienso que fue una excusa para poder llamar a padre, que a la mínima que mis hermanos hacían lo que fuera ya lo llamaba y aquella semana ellos debieron de ser muy buenos niños, y me tocó a mí recibir. Es que no para de tocarse el pelo, le dijo, y lo único que pasaba es que era la primera vez que había ido a la peluquería y no me acostumbraba a que el pelo me llegase al culo y estuviera tan liso. Sólo será hasta que te lo laves, me había dicho la chica vestida de morado. ¿Qué podía hacer; sino tocarme el pelo? Ella no debía de saber que eso era bastánte grave dentro de la familia Driouch, que era símbolo de coquetería, de ser presumida, de preocuparse por la imagen, y que sólo eran las putas las que querían gustar a los demás, y no las chicas decentes y castas que intentan pasar desapercibidas. No debía de saber que padre se había enojado y me había dicho no vayas más con el pelo suelto y que no te vuelva a ver con flequillo. Madre sólo dijo, ¿lo ves?, ya te lo había dicho.

BOOK: El último patriarca
10.45Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Evolution of Mara Dyer by Michelle Hodkin
Performance Anomalies by Victor Robert Lee
The Abundance of the Infinite by Christopher Canniff
Counterfeit Road by Kirk Russell
His Darkest Hunger by Juliana Stone
The Alington Inheritance by Wentworth, Patricia
Lucky Breaks by Patron, Susan
The Skull Mantra by Eliot Pattison