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Authors: Arthur C. Clarke y Frederik Pohl

El último teorema (11 page)

BOOK: El último teorema
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En aquella ocasión, sin embargo, a Ranjit no le fue posible consagrarse de inmediato a la búsqueda por los diversos portales electrónicos, pues tenía otros menesteres. El primero era la hora y media, tediosa hasta extremos casi criminales, de filosofía. Luego, debía engullir a la carrera un detestable bocadillo y el cartón de cualquier variedad anónima de zumo tibio que constituían su almuerzo a fin de coger a tiempo el autobús de las dos y llegar a la biblioteca.

No obstante, en la puerta misma del comedor se encontró con el alumno que ocupaba el asiento contiguo al suyo en Astronomía 101. Estaba charlando con otros compañeros de clase, y tenía noticias para él.

—¿No te has enterado de lo que ha prometido el doctor Vorhulst para el próximo día? Ahora mismo se lo estaba diciendo a ellos. Conoces el proyecto Artsutanov, ¿verdad? Bien, pues, según Vorhulst, ¡puede que lo construyan aquí mismo, en Sri Lanka! El Banco Mundial acaba de anunciar que ha recibido una solicitud de financiación de cierto estudio centrado en la creación de una terminal ceilanesa.

Ranjit estaba justo abriendo la boca para preguntar qué quería decir todo eso cuando se interpuso uno de los otros.

—Pero tú dices que igual no pasa nada de eso, Jude.

El muchacho se abatió de súbito.

—Sí —reconoció—: son los dichosos estadounidenses, los dichosos rusos y los chinos del demonio los que tienen todo el poder… y también todo el dinero. Lo más seguro es que detengan el proyecto, porque una vez que haya en funcionamiento un ascensor espacial de los ideados por Artsutanov, hasta el país más insignificante del mundo podrá contar con su propio programa espacial. ¡El nuestro mismo, ya puestos! Adiós a su monopolio. ¿Tú qué piensas?

A Ranjit lo salvó de la vergüenza de tener que admitir que no tenía respuesta para aquello (ya que, de hecho, ni siquiera se había enterado de cuanto estaba exponiendo Jude) el que los cingaleses no vieran la hora de ir a comer. Más tarde, en la biblioteca, mientras navegaba por la red, se consagró a empaparse de información con todas las velas desplegadas. Cuanto más aprendía, tanto más compartía la excitación de su amigo. ¿Difícil, trasladarse de la superficie de la Tierra a la órbita terrestre baja? ¡Con un montacargas Artsutanov no constituía problema alguno!

Cierto era que los estudios de viabilidad no hacían pensar, precisamente, en que pudiese disponerse en breve de nada semejante a un vehículo en el que pudiera uno meterse de un salto a fin de transportarse a gran velocidad a la OTB, ni de los millones de litros de líquido propulsor explosivo necesarios; pero lo importante era que podía ocurrir; que tal vez fuera a ocurrir, más tarde o más temprano, y entonces incluso Ranjit Subramanian podría convertirse en uno de los afortunados que viajarían alrededor de la Luna y por entre los satélites de Júpiter, y acaso llegarían a caminar por los desiertos, áridos en extremo, de la faz de Marte. Al decir de las páginas electrónicas que había visitado, Konstantín Tsiolkovski, el primer teórico ruso que puso la atención sobre los viajes espaciales, concibió por vez primera semejante idea en 1895 mientras observaba la torre Eiffel de París. En aquel momento, se le ocurrió que la construcción de una estructura similar de dimensiones colosales provista de un ascensor podía servir para hacer ascender una nave hasta el extremo superior antes de dejarla vagar por las alturas.

Sin embargo, en 1960, el ingeniero Yuri Artsutanov, nacido en Leningrado, se dio cuenta de inmediato, tras leer el libro de Tsiolkovski, de que su plan no podía funcionar debido a una circunstancia que ya habían descubierto los antiguos egipcios, y varios miles de años después, en el otro extremo del mundo, los mayas: que la altura de una torre o una pirámide estaba limitada por un elemento concreto: la compresión.

En una estructura de compresión, es decir, construida desde el suelo hacia lo alto, cada uno de los niveles que la componen debe soportar el peso de todos los que tiene por encima. Para alcanzar la órbita terrestre baja iban a ser necesarios cientos de kilómetros de pisos, y no cabía imaginar material estructural alguno capaz de resistir tamaño peso sin desmoronarse. Artsutanov tuvo la genial idea de proponer, después de darse cuenta de que la de compresión no era sino una de las formas posibles de construir una estructura, la tensión como una alternativa también viable.

Una estructura fundada en la tensión (conformada por cables unidos a un cuerpo en órbita, por ejemplo) consumía una opción elegante desde el punto de vista teórico, aunque casi inalcanzable si se consideraba desde el de un ingeniero que, para fabricarla, no disponía más que de los materiales existentes a mediados del siglo XX. Aun así, según su argumentación, nadie podía asegurar que décadas más tarde no fuera a ser posible crear cables capaces de acometer tal desafío.

Cuando al fin se fue a acostar aquella noche, Ranjit llevaba impresa en el rostro una sonrisa que no perdió ni siquiera durante el sueño, por cuanto, después de mucho tiempo, había encontrado un motivo verdadero por el que valía la pena sonreír.

* * *

Aún tenía el mismo gesto a la mañana siguiente, durante el desayuno, y no veía la hora (y eso que aún quedaban casi ciento cuarenta) de comenzar la siguiente clase de Astronomía 101. No le cabía la menor duda de que aquella asignatura constituía el punto más brillante de su año académico…

¿Y por qué no cambiar, en consecuencia, las matemáticas por la astronomía como asignatura principal? Dejó de masticar a fin de pensar en ello, aunque no llegó a ninguna conclusión satisfactoria: dentro de su cabeza había algo que le impedía renunciar a aquélla. Con razón o sin ella, tenía el íntimo convencimiento de que tal cosa equivaldría a abandonar el teorema de Fermat. Por otra parte, no dejaba de ser extraño, tal como le había hecho ver su orientadora académica durante la única sesión que él se había dignado concederle, que un futuro licenciado en matemáticas no estuviese matriculado en ningún curso de dicha materia. Con todo, sabía cómo resolverlo, y tenía toda una mañana libre para hacerlo. Así que, no bien estuvo en su despacho la orientadora, se presentó ante ella para esclarecer su situación, y al mediodía se hallaba ya matriculado, de forma tardía, en un curso de fundamentos de estadística. ¿Por qué de estadística? Pues porque, al fin y al cabo, no dejaba de formar parte de las matemáticas. Y ¿no iba a suponer un problema integrarse estando tan avanzado el año académico? Ninguno, según aseguró a la orientadora: no había curso de matemáticas con el que él no fuese capaz de hacerse al instante. En consecuencia, llegada la hora de comer, había solventado cuando menos uno de sus problemas, por más que ni siquiera lo hubiese considerado lo suficientemente importante para afanarse demasiado en hacerle frente. De cualquier modo, se lanzó a dar cuenta de su almuerzo con gran júbilo.

Y fue entonces cuando comenzaron a torcerse las cosas. Algún memo había dejado las noticias de la radio a todo volumen en lugar del murmullo de música que soportaban voluntariosos los estudiantes durante la comida, y todo apuntaba, además, a que nadie sabía cómo apagar el aparato. Era, claro, inevitable que los principales sucesos de aquel día perteneciesen, precisamente, al género de historias con las que Ranjit no quería perder el tiempo, por cuanto eran las habituales del panorama mundial.

Sea como fuere, ya que las estaba oyendo, se dispuso, obediente, a escucharlas. Tal como cabía predecir, eran poco halagüeñas: el planeta seguía ardiendo en guerras menores, y aún quedaban, como siempre, conflictos por desatarse. Las nuevas se centraron entonces en asuntos locales de Colombo, que no lograron interesar en demasía al joven hasta que captó su atención una palabra, que no era otra que «Trincomali».

En aquel instante, volcó en la noticia toda su curiosidad. Al parecer, habían detenido a un hombre de su ciudad natal por no haber cedido el paso con su vieja furgoneta a un coche policial que circulaba con la sirena activada (aunque, en realidad, había resultado que los agentes que lo ocupaban se dirigían al lugar en que tenían planeado comer). La policía, como era de esperar, echó un vistazo al vehículo al que acababa de detener, y dio en su interior con un cargamento de tostadoras, licuadoras y otros electrodomésticos de escaso porte, sin que el conductor fuese capaz de ofrecer una explicación admisible de cómo los había conseguido.

Ranjit quedó inmóvil, con la cuchara a medio camino entre el plato de arroz y su boca, al oír al locutor anunciar la identidad del sospechoso: Kirthis Kanakaratnam. El dato lo dejó peor de lo que estaba, pues aunque le sonaba vagamente el nombre, no conseguía ubicarlo. ¿Alguien de la escuela; del templo de su padre, quizá…? Podría haber sido de cualquier sitio, pero, por más que lo intentara, no lograba ponerle cara. Más tarde, mucho después de almorzar y cuando se hallaba a un paso de darse por vencido, la radio informó de que el sospechoso había dejado atrás a su esposa y cuatro niños pequeños. Y aunque Ranjit trató de convencerse de que aquello no era asunto de su incumbencia, tampoco podía asegurarlo del todo, puesto que no sabía con seguridad quién era aquel tal Kirthis Kanakaratnam, que no era conocido suyo.

Aquél fue el motivo que lo llevó a llamar a la policía, marcando el número de la comisaría central desde un teléfono situado en cierta zona del campus que raras veces visitaba. Lo atendió la voz de una mujer que no daba la sensación de ser joven ni de estar muy acostumbrada a ofrecer información. ¿Un detenido llamado Kirthis Kanakaratnam? Sí, tal vez: había un buen número de personas encerradas en una u otra de las prisiones de Colombo, y no siempre daban sus nombres verdaderos. ¿Sabía algo más acerca de él? El nombre de algún cómplice, por ejemplo… ¿Era familia suya? ¿Tal vez socio suyo en algún género de empresa? O…

El joven colgó con discreción y se alejó de aquel lugar. No es que creyera que existiese una probabilidad demasiado alta de que fuera a perseguirlo por los pasillos una brigada de la policía de Colombo; pero tampoco podía estar completamente seguro de que no hubiese una en los alrededores, y no estimaba prudente quedarse allí para averiguarlo.

* * *

Cuando Ranjit regresó a su habitación aquella noche, encontró lo que más podía alegrarlo después del mismísimo Gamini en persona: un mensaje de correo electrónico procedente de Londres. También había una nota que le indicaba que lo había llamado su padre y deseaba que le devolviese la llamada cuando llegara. La noticia, a su vez, era excelente, porque quería decir que el viejo estaba dispuesto a hablar con él, y sin embargo, fue la carta de su amigo lo primero a lo que prestó atención.

Todo apuntaba a que Gamini se lo estaba pasando en grande en la capital de Inglaterra. La víspera había ido andando al campus del University College porque Madge quería ir a ver a cierta persona. Y había que reconocer que la experiencia había sido interesante… siempre y cuando, claro está, a uno le haga gracia ver cadáveres, por acartonados que estuviesen; porque lo que había expuesto allí no era otra cosa que el cuerpo, mitad embalsamado y mitad de cera, de Jeremy Bentham, filósofo utilitarista fallecido dos siglos antes. Aunque, al decir de Gamini, el pensador se hallaba siempre allí, por lo común estaba encerrado en la vitrina de madera que constituía lo que él había llamado su «autoicono». Cierto adjunto de la escuela universitaria la había abierto como favor especial para Madge, de quien estaba perdidamente enamorado. Bentham, según exponía Gamini, había sido un pensador de veras adelantado de principios del siglo XIX que había llegado a firmar un sesudo argumento en favor de hacer extensiva la tolerancia (cierta tolerancia, todo sea dicho) a los homosexuales. Sin embargo, dado que su carácter revolucionario no iba en menoscabo de su cautela, en lugar de publicar el escrito había optado por guardarlo bajo llave; y así permaneció durante un siglo y medio, hasta que, por fin, alguien lo había dado a la imprenta en 1978.

A esas alturas, Ranjit estaba empezando a cansarse de Jeremy Bentham y a preguntarse por qué le contaba Gamini todo aquello. ¿Tal vez por ser aquél uno de los primeros personajes de relieve que había escrito con cierta comprensión acerca de los homosexuales? Y de ser así, ¿qué quería hacer ver a Ranjit al respecto? Sin duda no era que ninguno de ellos dos se reputara por tal, porque no era el caso.

Viendo que no le resultaba agradable meditar sobre el asunto en particular, optó por seguir leyendo, aunque, en realidad, no quedaba gran cosa de la carta. Había ido con un grupo de sus compañeros, entre quienes debía de figurar (Gamini no la mencionaba, aunque Ranjit habría estado dispuesto a apostar una suma elevada al respecto) esa tal Madge, a visitar Stratford-upon-Avon, y por fin, a punto de acabar y después de un breve añadido de última hora, llegó el momento de la gran noticia:

Por cierto —decía—: tengo que asistir a algún que otro curso de verano, pero mi padre quiere que vuelva a casa unos días para ver a mi abuela antes de que nos deje, porque parece que no anda bien de salud. Así que estaré unos días en Lanka. ¿Dónde vas a estar tú? No sé si tendré tiempo de ir a Trinco, aunque quizá podamos vernos en otro lugar.

¡Esa sí que era una buena noticia! Aun así, hubo de moderar su exultación ante la necesidad de devolver la llamada a su padre.

Éste cogió el teléfono a la primera, y respondió con voz jovial, afectuosa y satisfecha:

—¡Ranjit, hijo! ¿Por qué ocultas información a tu padre? ¡No me habías dicho que Gamini Bandara se había ido a Inglaterra!

Aunque no había nadie presente, el joven puso los ojos en blanco. Si había omitido el dato, había sido sólo porque estaba convencido de que sus observadores se habían asegurado de hacérselo llegar. Lo que sí lo había sorprendido fue que hubiera tardado tanto en saberlo. Ranjit sopesó unos instantes la conveniencia de anunciarle que su amigo iba a volver, si bien durante un breve período, al país, y al final, tras decidir que lo mejor era dejar la labor de información al personal de la residencia, repuso con cautela:

—Sí: se ha ido a estudiar a la Escuela de Economía y Ciencias Políticas de Londres. Su padre opina que es la mejor del mundo, creo.

—Sí que lo es —convino el sacerdote—. Al menos, para cierta clase de estudios. Sé que debes de echarlo de menos, Ranjit; pero también tengo que confesar que a mí me ha quitado un peso de encima, porque a nadie le va a preocupar que tengas lazos tan estrechos con un muchacho cingalés habiendo un océano o dos de por medio.

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