Authors: Arthur C. Clarke y Frederik Pohl
Era evidente que hacía muchísimo que el ordenador se había detenido tras agotar todas las permutaciones posibles. En consecuencia, Ranjit introdujo todas las nuevas opciones, y tras pulsar el botón que volvería a poner en marcha el aparato, se ausentó de nuevo. Cierto: podía ser que se estuviese separando del mundo real; pero la verdad era que éste tenía muy poco que ofrecer a un muchacho tamil sin amigos —al menos de forma temporal— y sin padre.
Entonces, al llegar a su habitación para tomar el reposo que tanto tiempo había postergado, topó con que lo esperaba algo que iluminó todo aquel día: un sobre con matasellos de Londres remitido por Gamini.
Querido Ranjit, viejo amigo:
He llegado sano y salvo, y rendido por completo. Después de un vuelo de nueve horas, que incluía dos cambios de avión, aterricé en Londres y pude comprobar que, oficialmente, sólo habían pasado cuatro horas y media. Así que tuve que esperar casi ocho más antes de irme a dormir, ¡y eso que estaba destrozado! Te he echado de menos horrores.
Había tardado en llegar a la parte buena, pero al final, se había decidido. Ranjit se entretuvo en leer la frase tres o cuatro veces antes de seguir. La carta estaba plagada de noticias, aunque no era muy personal. Las clases de Gamini eran interesantes, si bien un tanto más agotadoras de lo que él hubiese deseado. La comida de la Escuela de Economía era horrible, por supuesto; pero en todas partes de la ciudad abundaban los establecimientos de comida rápida india, y en algunos de ellos no eran mancos con el curri. La residencia universitaria no era mucho mejor que la comida; sin embargo, Gamini no iba a tener que alojarse en ella indefinidamente: no bien recibiera la aprobación de los abogados londinenses de su padre, tenía intención de firmar el contrato de arrendamiento que le permitiría disfrutar de «una soberbia mansioncita», a decir de la definición del casero, sita a cinco minutos de la mayoría de sus clases. Ése es el género de cosas que, tal como pensó Ranjit en ese momento, puede uno hacer cuando le ha caído en suerte un padre rico. Eso sí: la carta decía, a continuación, que a Ranjit le encantaría aquel lugar, porque la facultad apenas distaba diez minutos de los teatros y restaurantes de Leicester Square. Gamini ya había sacado tiempo para ir a ver una puesta en escena de
La dama sirvienta
y un par de musicales.
Así que, pese a encontrarse a nueve mil kilómetros de distancia, Gamini Bandara se lo estaba pasando bien. Ranjit soltó un suspiro y, tratando de convencerse de que se alegraba por él, se dejó caer sobre su cama solitaria y cerró los ojos para dormir.
* * *
Tardó bastante en concluir su labor de desciframiento (once días, para ser más exactos, durante los cuales consagró buena parte del tiempo a rebuscar más entradas posibles o a ingeniar nuevos métodos para que la computadora las mezclara y combinase). Aun así, acabó por llegar el día que, sin esperar gran cosa, accedió a la sala para topar con el placer supremo de leer en la pantalla el siguiente mensaje: Identificada contraseña Dr. Dabare. A la postre, resultó ser el lema de la Universidad de Colombo (BUDDHIH SARVATRA BHRAJATE, «La sabiduría resplandece en todas partes»), en el que había insertado, en dos partes, la fecha del cumpleaños de su esposa:
Buddidh.4-14.Sarvatra.1984.Bhrajate
Así fue como se abrió ante él el mundo de las publicaciones matemáticas.
Cuarenta días recogiendo datos
E
n el transcurso de las seis semanas que quedaban para el comienzo del nuevo curso escolar, Ranjit se encontró ahogándose casi, por primera vez en su vida, bajo la afluencia de la clase precisa de información que tanto había deseado obtener.
De entrada, tuvo acceso a las publicaciones periódicas de teoría de los números: dos de gran relieve en inglés y alguna que otra en francés, alemán y aun chino, aunque desde el principio mismo decidió que no iba a molestarse en estudiar nada para lo cual fuera necesario encargar una traducción. ¡Y cuántos libros! Todos estaban a su alcance gracias al servicio de préstamo interbibliotecario. Algunos parecían interesantes pese a no atañer, quizá, de manera directa al asunto de su investigación. Uno de ellos era la traducción de
Von Fermat bis Minkowski
, de Scharlau y Opolka, o la misma
Basic Number Theory
de Weil, que al decir de las reseñas no era precisamente elemental (y de hecho, parecía demasiado complejo hasta para él). Menos prometedores, aunque todo apuntaba que habían sido escritos para un público más profano que Ranjit, resultaban
El enigma de Fermat
, de Simón Singh, y la
Invitationaux mathématiques de Fermat-Wiles
, de Yves Hellegouarch, así como el volumen de Cornell, Silverman y Stevens titulado
Modular Forms and Fermat's Last Theorem.
La lista ya podía considerarse dilatada si se contaban sólo los libros y se hacía preterición de los artículos relativos al más célebre de los misterios matemáticos que se habían publicado, a cientos, tal vez a miles, en todas partes: en la inglesa
Nature
y la estadounidense
Science
, en revistas especializadas supervisadas por expertos y respetadas que circulaban por todo el planeta y en las de universidades desconocidas de lugares como Nepal, Chile o el ducado de Luxemburgo, carentes quizá de todo prestigio.
No sin cierto pesar, reparó en que no dejaba de encontrar detalles curiosos que le habría encantado compartir con su padre. Todo apuntaba a que en los escritos hindúes podían hallarse no pocos elementos de la teoría de los números ya desde el siglo VII, y aun antes, tal como podía verse en la obra de Brahmagupta, Varahamihira, Pingala y, sobre todo, en el
Lilavati
de Bhaskara. También abu al-Fatūh ‘Umar bin Ibrā-hāīm al-Jayām, personaje árabe de importancia fundamental, más conocido por todos aquellos que habían oído hablar de él en algún momento (y entre los que hasta entonces no se había incluido Ranjit Subramanian) como 'Umar al-Jayām, autor de la extensa colección de cuartetas
Rubā‘iyāt.
Nada de esto daba la impresión de serle de gran ayuda en su terca búsqueda de Fermat. Ni siquiera el renombrado teorema de Brahmagupta tenía significado alguno para él, pues poco podía importarle que, en determinado género de cuadrilátero, una clase concreta de perpendicular pudiese bisecar siempre el lado opuesto al punto de partida. Sin embargo, al dar con la cuarta o quinta mención del triángulo de Pascal y la obtención de raíces cuadradas en relación con al-Jayām, no dudó en redactar un mensaje de correo electrónico para su padre a fin de ponerlo al corriente de lo que había descubierto. A continuación, se detuvo unos instantes con el dedo sobre el botón que pondría en marcha el envío, y al fin, con un suspiro, optó por cancelar la operación, considerando que si Ganesh Subramanian deseaba mantener alguna clase de relación social con su hijo, era obligación suya, y no de éste, dar el primer paso.
* * *
Cuatro semanas más tarde, Ranjit había leído, cuando menos en parte, los diecisiete libros y los casi ciento ochenta artículos que tenía en su bibliografía. Y lo cierto es que semejante labor apenas había sido gratificadora, pues albergaba la esperanza de hallar alguna idea capaz de aclararlo todo sin ambages, y en lugar de eso, se había encontrado recorriendo una docena de callejones sin salida diferentes; y de forma reiterada, ya que los matemáticos que firmaban los distintos trabajos habían seguido el mismo reguero de artículos que él mismo. Así, se vio reexaminando cinco o seis veces los exponentes relativamente primos de Wieferich, así como la obra de Sophie Germain acerca de ciertos números impares, la de Euler, claro está, y por supuesto, la del resto de matemáticos que, incautos, habían topado con el tentador lago de asfalto del teorema de Fermat, donde habían quedado atrapados para siempre, rugiendo de miedo y de dolor como los lobos, mastodontes o tigres de dientes de sable que también habían caído allí.
El plan no estaba dando resultado: faltaba menos de una semana para el comienzo del año académico, y Ranjit seguía tratando de abordar la cuestión desde demasiados ángulos a la vez, tal como hacían los afectados del síndrome de GSSM del que lo había advertido Gamini. En consecuencia, se resolvió a simplificar la acometida. Como era de esperar, dado su carácter, lo hizo cargando de frente contra la demostración, tan odiada por él como prolija, de Wiles, la cual sólo se había atrevido a asegurar que entendía un puñado de los matemáticos más destacados del planeta.
Apretando los dientes, se puso manos a la obra. Los primeros pasos no fueron difíciles, pero a medida que avanzaba en la engorrosa sucesión de razonamientos de Wiles, la tarea comenzó a resultarle… digamos que no ardua exactamente (algo impensable entre los del temperamento de Ranjit Subramanian), sino laboriosa, al menos, por cuanto exigía un gran esfuerzo de concentración en la lectura de cada línea. Ello es que había llegado al momento en que Wiles comenzaba a considerar las ecuaciones correspondientes a curvas en el plano
x-y
y a curvas elípticas, así como las muchas soluciones de la ecuación relativa a la modularidad. Aquél fue el instante en que Wiles logró demostrar, por vez primera en la historia de las matemáticas, la validez de lo que se denominó la
conjetura de Taniyama-Shimura-Weil
, es decir, la condición modular de cualquier clase infinita de curvas elípticas. En tanto que Gerhard Frey y Kenneth Ribet habían demostrado que podían darse curvas elípticas no modulares, Wiles pudo probar que tenían que serlo necesariamente.
¡Ajá! ¡Acababa de dar con una contradicción manifiesta! La contradicción era el tesoro que, en ocasiones, aguardaba al final de algunas sendas matemáticas en apariencia interminables, el objeto a cuya búsqueda consagraban con gusto su vida los matemáticos, puesto que, si las deducciones lógicas que se desprenden de determinada ecuación de partida desembocan en dos conclusiones incompatibles, ésta debe de ser errónea.
Y así fue como se demostró —o se pretendió haber demostrado— que Fermat tenía razón. El cuadrado era el límite: no había dos cubos cuya suma fuese un tercer cubo, y otro tanto cabía decir del resto de exponentes que existían a este lado del infinito. Sin embargo, Ranjit no se hallaba más cerca del hallazgo de su propia comprobación amedrentadora de lo que Fermat había mencionado con tamaña despreocupación siglos antes.
Y huelga decir que ni siquiera sospechaba que alguien pudiese estar fotografiando cuanto hacía.
* * *
Los seres encargados de esto último pertenecían a otra de las especies satélites de los grandes de la galaxia. Se les conocía como
archivados
, aunque Ranjit, claro está, jamás los había visto. De hecho, ellos no tenían intención alguna de ser detectados. Lo cierto es que, por lo común, resultaba imposible verlos, aunque, en casos en los que se había dado una combinación excepcional de la luz estelar, la lunar y el resplandor conocido como
Gegenschein
, había seres humanos que los habían avistado, si bien los habían catalogado, de ordinario, como «platillos volantes», con lo que habían ido a sumarse a la extensa relación de falsificaciones, confusiones y mentiras manifiestas que hacían poco menos que imposible que ningún científico respetable fuera a prestarles la menor atención.
Lo que hacían los archivados en la Tierra en aquel momento no era sino anticiparse a las necesidades de los grandes de la galaxia, cuyos deseos se afanaban siempre por satisfacer, y aunque sus señores no habían ordenado tal cosa, les permitían actuar a su arbitrio en determinadas circunstancias restringidas. Lo especial de su condición radicaba en que habían destrozado su planeta con una diligencia mayor aún que la que habían desplegado los unoimedios; en tal grado, que la vida orgánica se había hecho imposible sobre su faz. Y si estos últimos habían afrontado el problema añadiendo prótesis infinitas a sus vulnerables cuerpos biológicos, la solución que habían adoptado los archivados había consistido en abandonar su entorno físico y, de hecho, todo cuanto tenían de físico para reconstituirse en algo semejante a programas informáticos y permitir así a sus cuerpos, ya frágiles y enfermizos, el privilegio de morir mientras que ellos se perpetuaban en el ciberespacio. (Desde entonces, el planeta que habían exprimido antes de partir había comenzado a mostrar ciertos indicios de regeneración, y así, por ejemplo, parte del agua que poseía en estado líquido había perdido su carácter tóxico. Con todo, aún no había dejado de ser un verdadero infierno para cualquier forma de vida orgánica.)
En cuanto a la propia raza de los archivados, había optado por volverse de alguna utilidad a los grandes de la galaxia, quienes recurrían a ella para que se hiciera cargo de la mudanza cuando deseaban trasladar determinada cantidad de objetos o seres de un sistema solar a otro. Por eso, al detectar aquellas primeras microondas y las pulsaciones nucleares procedentes de la Tierra, habían tenido por cierto que sus señores iban a interesarse por ellas, y sin esperar siquiera a recibir órdenes al respecto, habían comenzado de inmediato a inspeccionar el planeta y cuanto contenía, así como a enviar los datos obtenidos al rincón de la galaxia en que nadaban los grandes sumergidos en sus oscuros ríos de energía.
Claro está que los archivados no habían sido capaces de formarse una idea cabal de lo que estaban haciendo los seres humanos en las diversas actividades a las que se consagraban. Para ello, habrían necesitado entender sus lenguas, y no se daba el caso: los grandes de la galaxia preferían que las razas a ellos sometidas ignorasen todo idioma que no fuese el suyo propio, temerosos de cuanto podrían poner en conocimiento unas de otras en el caso de poder hablar con libertad entre ellas.
Ranjit se habría quedado estupefacto si hubiese sabido que su propia imagen estaba viajando por el espacio interestelar de semejante guisa. Y lo cierto es, sin embargo, que no sólo era la suya la que estaba recorriendo el mismo trayecto a gran velocidad, sino la de casi todo, por cuanto, si no omnipotente, la de los archivados era una raza por demás diligente, que albergaba la esperanza de que sus señores supiesen apreciar, o cuando menos tolerar, tal virtud.
* * *
Cuando la radio de su despertadorle anunció que había llegado el primer día del nuevo trimestre, se levantó de un salto a fin de apagarla. Tenía clase de Astronomía 101: Geografía del Sistema Solar, asignatura que constituía algo semejante a su última esperanza de que la universidad fuese a resultarle de interés en el transcurso de los próximos tres años. Si este hecho ya podía considerarse medianamente alentador, cuando se disponía a salir del edificio, el conserje le entregó una carta (proveniente de Londres, y en consecuencia, de Gamini) que le alegró de forma decisiva la mañana.