Authors: Arthur C. Clarke y Frederik Pohl
Lo que significa, por citar las palabras que puso hace mucho el célebre William Schwenck Gilbert en boca de Ko-Ko a fin de justificar sus infracciones ante el emperador japonés en la ópera
El mikado
: «Cuando se da una orden, es como si ya se hubiese ejecutado; por tanto, ya se ha ejecutado». Hasta aquel momento, los grandes de la galaxia no habían acabado de resolver, en cierto sentido, la cuestión de si debían o no aniquilar a la especie humana. Ello es que, si bien habían dado las instrucciones oportunas para que así se hiciera, no habían dejado de examinar la situación con la esperanza, remota, de que cambiasen las circunstancias y les fuera preferible invalidar la orden.
Aquello, sin embargo, acabó de decidirlos a dar por imposible tal contingencia: no había motivo alguno que justificase el que siguieran rompiéndose la cabeza (de haberla tenido, claro) con aquella cuestión. Por consiguiente, la borraron de su conciencia (o de sus conciencias) para centrar su atención en asuntos más urgentes y, sin lugar a dudas, más entretenidos. El primer lugar de la lista lo ocupaba una enana blanca que estaba en sazón para robar a la gigante roja más próxima la suficiente materia para convertirse en una supernova de la clase
Ia
; el segundo, ciertas comunicaciones recibidas de quienes desempeñaban en otras galaxias una función semejante a la suya, a las que habían de dar, cuando menos, el enterado, y el tercero, la pregunta de si debían destacar otra fracción de sí mismos, semejante a la que hemos llamado
Bill
, al objeto de que estudiase de cerca una galaxia menor que se movía a gran velocidad y en una órbita que podía llevarla a chocar con la suya propia en cualquier momento (es decir, antes de que transcurriesen cuatro o cinco millones de años).
Relegado al final de aquella relación quedó, por lo tanto, todo lo que tuviese que ver con aquel planetita repulsivo que sus ocupantes llamaban Tierra. ¿Por qué iban a tener que preocuparse? La experiencia, al fin y al cabo, no carecía de precedentes, pues en los miles de millones de años que llevaban, quiérase o no, erigidos en señores supremos de aquella parte del universo habían conocido unas doscientas cincuenta y cuatro especies igual de peligrosas, de las cuales habían acabado con unas doscientas cincuenta y una. A las otras tres, por haber incurrido en transgresiones menores, habían acabado por darles una segunda oportunidad.
Nada indicaba que la especie humana fuese a ser la cuarta.
El umbral de la paz
E
n la Tierra reinaban el caos y el desasosiego. Un caos festivo, todo sea dicho, ya que a pocos de los habitantes del planeta había afligido el derrocamiento del Dirigente Adorable, hombre tímido, dado a prodigar encantadoras proclamaciones de disculpa y poseedor, sí, de un ejército de un millón de soldados bien pertrechado de cohetes y armas nucleares. No obstante, la alegría no lograba acallar las preguntas. ¿Qué derecho tenía Estados Unidos a destruir a otra nación? Y ¿cómo diablos lo había hecho?
Nadie parecía dispuesto a dar una respuesta. El Gobierno estadounidense se limitó a asegurar que estaba estudiando el asunto y que pensaba hacer pública una declaración oficial al respecto; pero no dijo cuándo. Los científicos militares de todo el mundo rabiaban por disponer de los restos del Trueno Callado a fin de poder estudiarlos. Aun así, el único rastro que dejó aquella arma fue una bruma de partículas de metal líquido al rojo blanco que no tardaron en enfriarse.
Las agencias de noticias hacían cuanto podían por informar de lo ocurrido. Una hora después de que el Trueno Callado hubiese apagado de un soplo la Corea del Norte del Dirigente Adorable, tenían helicópteros llegados del país meridional vecino y del Japón sobrevolando aquella zona cuyos aparatos electrónicos habían quedado mudos. Pese al silencio, había mucho que ver; y así, sus cámaras tomaron vistas de la multitud que se arremolinaba en las avenidas, amplias y por lo común desiertas, de Pyongyang; de los grupos, mucho menos nutridos, que permanecían impotentes al lado de sus aeroplanos inutilizados en bases aéreas no menos superfluas, y de los conjuntos, aún menores, que, ebrios por la ira y la confusión, trataban de desfogarse descargando contra los intrusos sus insignificantes armas.
Algunos camarógrafos recogieron otras imágenes, como, por ejemplo, las de otros helicópteros que se alzaban fuera del alcance de cualquiera que pudiese llevar armas ligeras. Aunque provenían de las mismas ciudades que los periodistas, tenían una misión diferente: la de informar a la población merced a los potentes altavoces de que estaban dotados. En cada uno de ellos viajaba un antiguo refugiado norcoreano, de uno u otro sexo, encargado de hacer llegar a su pueblo o barrio de procedencia, tras presentarse por su nombre, el siguiente mensaje cuatripartito:
El reino del llamado Dirigente Adorable ha llegado a su fin, y él va a ser juzgado por los crímenes cometidos: traicionar, maltratar y hacer pasar hambre a toda una generación de nuestras gentes.
El Ejército norcoreano ha quedado disuelto y no está en condiciones de actuar. Nadie va a atacaros, y los soldados son libres de regresar a sus hogares y a las ocupaciones que ejercían en tiempo de paz.
En este momento, viene hacia aquí un suministro abundante de víveres y otros productos de primera necesidad. Desde ahora, todos y cada uno de vosotros disfrutaréis de por vida de una dieta que os permita subsistir y crecer.
Por último, todos tenéis, desde ahora, el derecho de elegir, mediante votación secreta, a la persona encargada de gobernaros.
A esto añadían muchos de los locutores, a menudo con el rostro empapado en lágrimas:
—Y otra cosa: ¡por fin vuelvo a casa!
Pax per Fidem
L
a aclaración de Gamini no se hizo esperar. En realidad, sus amigos hubieron de aguardar unas treinta y seis horas, aunque, como al resto del mundo, durante ese tiempo no les faltaron cosas que hacer. No era el trabajo lo que ocupaba los más de sus pensamientos, sino los medios de comunicación, que no dejaban de mostrar imágenes de fuerzas extranjeras entrando, sin encontrar resistencia ni llevar más armas que aquellos surtidores de ruido y conmoción, en la fortaleza, otrora inexpugnable, de la Corea del Norte del Dirigente Adorable; escenas que, para colmo, iban acompañadas de las inagotables conjeturas de comentaristas perplejos.
Al final, apareció en la pantalla algo que, cuando menos, prometía ofrecer alguna respuesta. Fue durante la sobremesa, cuando Myra se disponía a acostar a la niña en virtud de los turnos que habían establecido y Ranjit volvió a encender el televisor. Momentos después, dio un alarido que hizo que ella regresara a la carrera al salón.
—Mira —anunció—: Puede que vayan a dar información de verdad.
Se trataba de un ciudadano nipón que, de pie ante un atril, comenzó a hablar sin que nadie lo presentara.
—Buenas noches —dijo, con voz educada y, al parecer, habituada a la presencia de las cámaras—. Mi nombre es Aritsune Meyuda, antiguo embajador japonés ante las Naciones Unidas. Ahora ejerzo de lo que ustedes llamarían
director de personal
de lo que hemos denominado Pax per Fidem, forma abreviada de Pax in Orbe Terrarum per Fidem, o Paz Mundial mediante la Transparencia, organización responsable de lo ocurrido en la península de Corea.
»Dado el carácter secreto que ha sido necesario dar a la operación, se han formulado no pocas hipótesis al respecto de su naturaleza y de la naturaleza de cuanto ha sucedido desde entonces. Ahora estamos en situación de dar algunas respuestas. Para exponer cómo han tomado forma estos acontecimientos y cuál es su significación, tomará la palabra la persona que los ha hecho posibles.
Entonces desapareció de la pantalla el rostro de Meyuda para dar lugar a la imagen de un hombre alto, bronceado y de constitución recia a pesar de su madurez, cuya visión arrancó a Myra un grito de asombro.
—¡Cielo santo! —exclamó—. Pero si es… Si es…
Meyuda lo presentó antes de que lograra decirlo.
—Les dejo —anunció— con el secretario general de las Naciones Unidas, el señor Ro’onui Tearii.
—Permítanme asegurarles, en primer lugar —comenzó a declarar éste, sin importunar a su auditorio más que el anterior con comentarios introductorios—, que en Corea no ha ocurrido nada deshonesto. No hemos emprendido guerra de conquista alguna, sino sólo una acción policial ineludible que cuenta con la aprobación, unánime aunque secreta, del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas.
«Quisiera, al objeto de explicar el origen de todo esto, poner en claro un asunto que data de hace unos años. Muchos de ustedes recordarán que se habló largo y tendido de la conferencia que estaban tratando de organizar las tres naciones más poderosas del mundo (es decir: Rusia, China y Estados Unidos) con la laudable intención declarada de dar con un modo de poner fin a las numerosas guerras que estaban estallando en todo el planeta. Muchos comentaristas consideraron absurdo, y aun digno de vergüenza, lo que ocurrió entonces a causa de cierto rumor que aseguraba que el proyecto había fracasado porque no lograron alcanzar un acuerdo respecto de la ciudad en que debía celebrarse aquel encuentro.
»Sin embargo, ha llegado el momento de revelar que todo aquel episodio no fue más que un engaño, un engaño urdido a instancia de un servidor por la necesidad de ocultar el hecho de que los tres presidentes estaban poniendo en efecto una serie de reuniones ultrasecretas en las que tratar un asunto de importancia trascendental: el de cómo, cuándo y, de hecho, si era conveniente emplear el arma, no mortífera, pero sí tremendamente destructiva, que ahora conocemos como Trueno Callado.
»Si emprendieron una acción tan excepcional fue porque cada uno de sus estados había tenido noticia, por obra de sus servicios de espionaje, de que los dos restantes habían desarrollado un arma similar y se disponía a hacerla operativa lo antes posible, y los asesores de los tres presidentes los apremiaban para hacerlo antes que los demás, emplearla para destruir a sus dos rivales y convertirse en la única superpotencia del mundo.
»El que los tres rechazasen semejante propuesta es algo que los honrará eternamente. Durante aquellos encuentros secretos, decidieron poner el Trueno Callado en manos de las Naciones Unidas. —Aquel hombre grande e imponente, del que se decía que había sido en otro tiempo el ser más poderoso de Maruputi, la diminuta isla de la Polinesia Francesa que lo vio nacer, guardó un silencio sombrío antes de anunciar sonriente—: Y eso hicieron, ahorrando así al mundo un conflicto terrible de consecuencias inimaginables.
A esas alturas, Myra y Ranjit habían empezado a despegar la vista de la pantalla con frecuencia para mirarse sorprendidos y volver de nuevo a observar la transmisión. Ahí no acababa todo: aún quedaba mucho más, y los dos permanecieron pendientes de cuanto ocurría, prorrogando el sueño y aun olvidándolo por completo durante casi una hora, que fue el tiempo que estuvo hablando el secretario general Tearii, y después durante el lapso, aún más dilatado, que dedicaron los comentaristas políticos de todo el mundo a analizar cada una de sus palabras en diversos debates. Cuando, al fin, resolvieron acostarse, seguían tratando de entender cuanto había sucedido.
—Entonces, lo que hizo Tearii —comentó Ranjit mientras se lavaba los dientes— fue organizar eso de la Pax per Fidem con gente de veinte países distintos…
—Neutrales todos —añadió Myra, que se había dedicado a ahuecar las almohadas—, y todos naciones insulares que no llegan a ser lo bastante grandes para convertirse en ninguna amenaza para nadie.
Pensativo, Ranjit se enjuagó la boca.
—El caso —señaló mientras se secaba el rostro— es que, a tenor de los resultados, parece que no ha ido tan mal el asunto, ¿no?
—Pues no —reconoció ella—. Es verdad que Corea del Norte siempre ha dado la impresión de ser un peligro para la paz mundial.
Ranjit miró de hito en hito la imagen de sí mismo que le devolvía el espejo.
—¡Bueno! —exclamó al fin—. Si viene Gamini, espero que se pase por aquí.
* * *
Lo hizo, y llevó flores para Myra, un sonajero chino gigante para la pequeña, una botella de whisky coreano para Ranjit y un cargamento de disculpas para todos.
—Siento haber tardado tanto —dijo mientras daba a Myra un beso pudoroso en la mejilla, reservando un abrazo para su amigo—. No quería dejaros colgados, pero estaba en Pyongyang con mi padre, asegurándome con él de que todo marchase según lo esperado, y luego tuvimos que viajar a la carrera a Washington. El presidente está que trina con nosotros.
Ranjit no pudo por menos de preocuparse ante tal afirmación.
—¿Está enfadado? ¿Me estás diciendo que no quería que atacaseis?
—No, no, ¡qué va! Pero resulta que en la frontera misma, en una zona difícil por lo accidentado del terreno, había un par de hectáreas llenas de material defensivo de Estados Unidos y Corea del Sur que ha quedado tan malparado como las armas de los norcoreanos. —Encogiéndose de hombros, agregó—: En fin: no pudimos evitarlo. El viejo Adorable tenía buena parte de lo más mortífero de su arsenal precisamente en aquel lado de la línea de demarcación, que, por cierto, es bastante estrecha, y teníamos que asegurarnos de que no se nos escapaba nada. El presidente lo sabe, por supuesto; pero alguien cometió el error de garantizarle que Estados Unidos no sufriría ningún daño, y ahora se encuentra con que parte de las armas de tecnología punta más temibles, valorada en catorce mil millones de dólares, ha quedado inservible. ¿Qué, Ranjit? ¿No piensas abrir esa botella?
El interpelado, que había estado mirando completamente embelesado a su amiguete de infancia, obedeció mientras Myra iba por vasos. Al escanciar el licor, preguntó:
—¿Y eso os va a acarrear problemas?
—Para preocuparse, no. Lo superará. Por cierto, ahora que hablamos de él, me ha dado algo para ti.
Se trataba de un sobre que llevaba estampado el sello oficial de la Casa Blanca, que Ranjit abrió, una vez servidos todos, después de tomar un sorbo y hacer una mueca. Rezaba:
Querido señor Subramanian:
Deseo agradecer, en nombre del pueblo de Estados Unidos, los servicios prestados. Sin embargo, debo relevarlo del puesto que ocupa en la actualidad para pedirle que acepte uno más importante aún y también, me temo, más secreto.