El último teorema (30 page)

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Authors: Arthur C. Clarke y Frederik Pohl

BOOK: El último teorema
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Bill
, por ejemplo, debía ocuparse de su huerta (tal vez debamos entrecomillar el término, por cuanto en ella no crecía nada que pudiera considerarse orgánico). Resulta extraño ver a los grandes de la galaxia como horticultores; pero lo cierto es que fomentaban determinados cultivos, y no deja de ser curioso que los campesinos humanos de la Edad Media hiciesen algo muy parecido en sus modestas parcelas.

El bancal que había suscitado a
Bill
el interés suficiente para ir a visitarlo era cierto volumen de espacio de varios años luz de lado. A simple vista, cualquier astrónomo podría haber pensado que no era más que una extensión vacía. De hecho, no otra cosa habían supuesto los expertos humanos al observarlo por primera vez. Sin embargo, no se hallaba del todo desierta. Observaciones más precisas, efectuadas una vez que el hombre logró dar con mejores telescopios, demostraron que había algo que desviaba la luz y refractaba un espectro azul en una dirección, y otro rojo, en la otra. Y ese «algo», que los grandes de la galaxia conocían desde siempre, no era otra cosa que polvo interestelar.

Aquélla no era, claro, la primera visita que hacía
Bill
a la huerta. No hacía mucho (apenas unos cuantos millones de años antes) la había explorado con detenimiento para hacer inventario de las partículas de polvo (conforme a la expresión que habrían empleado los humanos) y determinar qué porcentaje representaban las que medían menos de una centésima de micra, así como el resto de categorías que iban desde ésta hasta la mayor, constituida por partículas de diez micras o aún más. Asimismo, tomó nota de su composición química, del número de neutrones que las conformaban y de su estado de ionización.

Si bien aquélla era una de las partes más sencillas de los deberes que se habían impuesto los grandes de la galaxia,
Bill
la había tenido siempre entre las que podían calificarse de más agradables. Al fin y al cabo, el registro que estaba efectuando iba a contribuir a uno de los grandes objetivos que se habían propuesto.

* * *

En consecuencia, lo que estaba haciendo no era sino recorrer sus campos como habría hecho cualquier barón normando en el siglo XI. El bancal de polvo era lo que los siervos sajones de éste habrían considerado tierra de barbecho, dejada sin labrar un tiempo a fin de que el suelo pudiese descansar y recuperar su fertilidad.

En el haza de
Bill
no crecían el maíz ni la avena, sino sólo astros, grandes, pequeños y de todo género, si bien los grandes de la galaxia preferían los primeros, los que los seres humanos denominaban con las letras
A
,
B
u
O
, pues eran los que quemaban con mayor rapidez sus reservas iniciales de hidrógeno en los hornos nucleares de su centro. A continuación harían lo mismo con el helio, el carbono, el neón, el magnesio y el resto de los elementos, cada uno más pesado que el anterior, hasta llegar al hierro, con el que se completaba la serie.

Cuando el núcleo de uno de ellos se trocaba en hierro, el horno nuclear se iba debilitando hasta que se volvía incapaz de rechazar el terrible abrazo gravitacional que ejercía el peso muerto de sus capas externas. Entonces, el astro se replegaba sobre sí mismo, lo que se traducía en una explosión titánica durante la que salían despedidos nuevos tesoros en forma de elementos más pesados aún, creados gracias a tal calor, que se convertían en partículas diminutas capaces de enriquecer la parcela de gas interestelar contigua.

* * *

Eso era lo que debía ocurrir, más tarde o más temprano, inevitablemente, si se sucedían de forma normal los acontecimientos. Para ello, por tanto, no hacía falta intervención alguna de
Bill
: ya lo hacían todo las sencillas leyes newtonianas-einstenianas de la gravitación universal, leyes que los grandes de la galaxia no habían visto razón alguna para cambiar.

Hemos dicho «más tarde o más temprano», y no hace falta señalar que ellos preferían esto último. Por lo tanto,
Bill
se resolvió a acelerar las cosas, y ocurrió que, escrutando un volumen considerable de espacio adyacente, tuvo la suerte de dar con un hilo de materia oscura en los alrededores, lo convenció para que fluyese hasta su bancal… y vio que era bueno, pues había dado un gran paso hacia la consecución de una de las metas fundamentales de los grandes de la galaxia.

¿Y cuál era esa meta? Aunque no existe modo alguno de expresarlo en términos que pueda comprender ningún ser humano, cabe decir que uno de los logros que conducía hacia ella consistía en un incremento de la proporción de elementos pesados frente a los ligeros, entendiéndose en este caso por «pesados» los que poseían al menos una veintena de protones en su núcleo, amén de una multitud de neutrones. Estamos hablando, claro está, del género de elementos que se habían omitido por entero durante la creación original del universo.

Para trocar todos esos elementos ligeros en pesados iba a ser necesario mucho trabajo, y muchísimo tiempo… Pero, a la postre, éste estaba en manos de los grandes de la galaxia.

CAPÍTULO XXIV

California

L
a Costa Este de Estados Unidos podía considerarse el centro del poder, el Gobierno y la cultura de la nación (lo cual dependía, por supuesto, de la ciudad de dicho litoral que se tomara como ejemplo: Nueva York, Washington o Boston). Sin embargo, había un aspecto nada desdeñable en el que era, sin lugar a dudas, inferior a la otra orilla del subcontinente norteamericano. Lo que cautivó a los Subramanian de California no fueron las palmeras y las flores que se abrían por dondequiera, pues, al fin y al cabo, su isla natal rebosaba en vegetación exótica; sino, por encima de todo, la calidez del clima. El frío nunca llegaba a ser desagradable, y en especial en torno a la zona de Los Ángeles, en donde, en realidad, nunca llegaban a bajar de veras las temperaturas.

En consecuencia, Pasadena, que era el lugar en que habría de trabajar Ranjit, resultó ser un lugar excelente para vivir. Si se hacía caso omiso, claro está, del peligro de terremotos, de incendios capaces de arrasar barrios enteros durante un año de sequía, o de inundaciones que podían arrastrar los que hubiesen sido erigidos en terreno escarpado por estar construidas ya todas las áreas llanas, y que parecían siempre dispuestas a hacerlo cada vez que un fuego relativamente menos violento acababa, durante la temporada seca, con la cantidad de maleza necesaria para debilitar la estabilidad de que pudiera gozar el terreno sobre su sustrato.

Todo eso era lo de menos: a la postre, bien podía no llegar a suceder, al menos antes de que la familia hubiese hecho las maletas para trasladarse a otro lugar. Entre tanto, aquel sitio era excelente para ver crecer en él a una criatura. Así, mientras Myra empujaba el carrito de Natasha en dirección al supermercado más cercano para encontrarse con otras muchas madres en la misma situación, no pudo por menos de convencerse de que jamás se había sentido tan afortunada.

* * *

Ranjit, por su parte, albergaba ciertas dudas.

Verdad es que la parte positiva de su estancia en el sur de California le encantaba tanto como a Myra, y que disfrutaba como ella de las excursiones que hacían a los lugares de interés de la zona, tan diferentes de los de Sri Lanka, como las pozas de alquitrán del Rancho La Brea, situadas en el centro de la ciudad, y en las que habían quedado atrapadas generación tras generación de bestias milenarias, conservadas así para admiración de aquellos seres humanos de bien entrado el siglo XXI; los estudios cinematográficos, pródigos en visitas guiadas y exposiciones (Myra se había mostrado renuente a llevar a Tashy a un lugar tan arriesgado, aunque al final, la niña acabó por pasarlo en grande); el observatorio Griffith, dotado de sismógrafos y telescopios, así como de un colosal merendero desde el que se dominaba la ciudad…

Era su trabajo lo que no le gustaba. Le aportaba todo lo que T. Orion Bledsoe le había prometido, ¿a qué negarlo?, y también cierto número generoso de cosas que Ranjit ni siquiera había esperado. Disponía de su propio despacho privado, espacioso (de tres metros por más de cinco) aunque sin ventanas (ya que, como el resto de las instalaciones en que operaba, se hallaba a más de veinte metros por debajo del nivel del suelo), y amueblado con un escritorio de grandes dimensiones y un amplio sillón de piel, amén de otros asientos más modestos, destinados, junto con una mesa de madera de roble de excelente acabado, a visitas y reuniones. Asimismo, contaba con al menos tres terminales informáticos desde los que tenía acceso ilimitado a casi todo. Ahora sólo le hacía falta pulsar unas cuantas teclas para obtener ejemplares de cualquier publicación matemática del planeta. Además de las revistas, impresas cuando era posible o en edición electrónica cuando la editorial no usaba otro medio de distribución, recibía traducciones (carísimas, aunque costeadas por la agencia, que parecía disfrutar de una cuenta bancaria inagotable) de por lo menos el sumario de las que veían la luz en lenguas que Ranjit ni siquiera albergaba la esperanza de llegar a comprender algún día.

Lo que no tenía gracia era que, en realidad, no tenía
nada
que hacer. Los primeros días sí hubo cierto ajetreo, ya que lo llevaron a los lugares en los que se generaba el papeleo a fin de crear algunos documentos más en su honor: tarjetas de identificación, escritos que firmar y todas las fruslerías inevitables de cualquier empresa de relieve del siglo XXI. Y luego, nada.

Cuando tocaba a su fin el primer mes, Ranjit, que no era precisamente un ser gruñón, se levantaba de mal humor casi todos los días laborables. Tenía, eso sí, un paliativo: una dosis de Natasha, sumada a una de Myra, según prescripción, solía bastar para paliar los síntomas antes de que hubiese acabado el desayuno, aunque lo cierto es que cuando volvía a casa a comer se habían vuelto a manifestar. Huelga decir que se deshacía en disculpas:

—No quiero hacéroslo pagar a Tashy y a ti, Myra; pero aquí no hago otra cosa que perder el tiempo. Nadie me dice qué es lo que tengo que hacer, y cuando encuentro a alguien a quien preguntárselo, me responde en tono de deferencia fingida: «De eso debería encargarme yo, ¿no?».

Sin embargo, después de cenar, mientras bañaba a la pequeña, le cambiaba el pañal o jugaba con ella haciéndola saltar sobre una rodilla, le resultaba imposible mantener su enojo. De hecho, desplegaba su jovialidad habitual hasta que llegaba la hora de levantarse de nuevo para no trabajar.

Tal estado de depresión se agudizó más aún al concluir el segundo mes, y ya no se mitigaba con tanta facilidad:

—¡Es peor que nunca! —exclamó, o por mejor decir: repetía a su esposa un día tras otro—. Hoy he acorralado a Bledsoe (no es cosa fácil, porque casi nunca está en su despacho), y le he preguntado qué clase de trabajo se supone que debería estar haciendo. Y con mirada asesina ¿sabes lo que me ha dicho?

»—Si consigue averiguarlo, haga el favor de ponerme al corriente.

»Parece que los de arriba le dieron órdenes de contratarme, pero sin revelarle cuál iba a ser mi misión.

—Te querían porque eres famoso y aportas distinción a la operación —le hizo saber ella.

—Puede que tengas razón: yo también lo había pensado. Pero no lo creo, el proyecto es tan secreto que nadie sabe siquiera a quién tiene trabajando en el despacho de al lado.

—Entonces, ¿estás pensando en dimitir?

—Mmm… Bueno, no sé. En realidad, no sé si puedo, porque, además de que no estoy demasiado seguro de lo que he firmado, se lo prometí a Gamini.

—En ese caso —repuso Myra—, tendrás que hacer algo para acostumbrarte al puesto. ¿Por qué no resuelves el enigma de
N
es igual a
NP
del que hablabas? De todos modos, mañana es sábado: ¿por qué no llevamos a Tashy al zoo?

* * *

El zoológico, por supuesto, resultó ser una gozada, aunque en el resto del mundo las cosas no habían mejorado en absoluto. ¿Qué estaba ocurriendo? Pues en Argentina, por ejemplo, el ganado vacuno, tan copioso en la región, sucumbía a millares por causa de una nueva variante del virus de la lengua azul. Se acababa de confirmar que la plaga la había producido una cepa modificada para emplearse como arma biológica, aunque aún no se sabía quién la había desatado. Algunos de los de la agencia atribuían la responsabilidad a Venezuela o a Colombia, por cuanto las autoridades argentinas habían tenido no poco peso en la fuerza internacional que estaba tratando de separar a los ejércitos de ambas naciones, cuya inquina se habían atraído pese al escaso éxito de la empresa. El resto del planeta seguía tan alterado como siempre. En Iraq, las explosiones de coches bomba y las decapitaciones ponían de relieve que las dos ramas enfrentadas del islamismo pretendían garantizar la existencia de un solo credo mahometano mediante el exterminio del otro. En África, el número de guerras reconocidas con carácter oficial había aumentado a catorce, exclusión hecha de varias docenas de refriegas tribales. En Asia, la Corea del Norte del Dirigente Adorable publicaba un comunicado tras otro a fin de acusar al resto de estados de propagar infundios en su contra.

Sin embargo, en Pasadena no había nadie luchando contra nadie, y la pequeña Tashy Subramanian no dejaba de ser la delicia de sus padres. ¿Qué otra criatura intentaba darse la vuelta en la cuna a una edad tan temprana? ¿Y cuál dormía de forma tan precoz casi toda la noche de un modo tan continuado? Myra y Ranjit no abrigaban la menor duda de que Natasha estaba llamada a ser una persona de gran inteligencia, por más que el doctor Jingting Jian, el pediatra que habían encontrado gracias a la ayuda del servicio consultivo de la agencia, asegurase que no cabía decir nada del intelecto de un niño hasta que hubiera alcanzado, cuando menos, los cuatro o los cinco meses de edad.

Pese a las lagunas que parecía tener acerca de aquel particular, el doctor Jian resultaba ser un especialista muy confortador, siempre dispuesto a dar consejos relativos a la diagnosis del llanto infantil e indicarles qué variantes exigían la actuación inmediata de los padres y cuáles requerían hacer caso omiso de la criatura hasta que se hubiese cansado de llorar. Aun tenía grabaciones de muchos de los estilos posibles de llanto para ayudarlos a distinguir unos de otros. De hecho, el equipo asesor había hecho todo cuanto cabía hacer por Myra y Ranjit. Habían puesto a su nombre el hermoso apartamentito en que vivían, situado en una urbanización cerrada y dotado de cuatro habitaciones, lavadora y secadora, acceso a la piscina comunitaria y una terraza ornada de flores con vistas a la ciudad de Los Ángeles, así como de uno de los elementos más necesarios en los tiempos que corrían: un servicio de vigilancia de veinticuatro horas encargado de comprobar todas las salidas y entradas. Por si fuera poco, los habían ayudado a elegir la mejor lavandería, el mejor establecimiento de reparto de comida rápida, los mejores bancos y las mejores agencias de alquiler de automóviles (cosa necesaria hasta que se decidieran a adquirir un par de vehículos propios, momento que, sin embargo, no había llegado todavía).

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