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Authors: Arthur C. Clarke y Frederik Pohl

El último teorema (26 page)

BOOK: El último teorema
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Ni que decir tiene que Ranjit consultó la propuesta con Myra; pero Beatrix Vorhulst, que se hallaba sentada al lado de ella, no parecía tenerlo tan claro.

—¿Estás seguro —señaló— de que vas a necesitar siquiera un puesto de trabajo? Mira esto —agregó mientras sostenía en el aire un fajo de papeles con la relación que había elaborado su secretario personal, a quien había sido necesario asignar un ayudante a fin de que se hiciera cargo de la correspondencia que estaba generando Ranjit—. Todo el mundo quiere que vayas a ofrecerles una conferencia, concederles una entrevista o simplemente a declarar que bebes su cerveza o vistes sus camisas. ¡Y están dispuestos a pagarte! Con que lleves su calzado deportivo, ya piensan darte un buen pellizco de dólares estadounidenses. Los del programa
60 Minutes
también están deseando pagarte por que hables con ellos, y los de la Universidad de Harvard, por que vayas a dar una charla. No han dicho cuánto, pero tengo entendido que son ricos.

—¡Frena, tía! —la interrumpió Myra entre risas—. ¡Deja que respire el pobre!

Sin embargo, el encargado de filtrar todas aquellas ofertas se había puesto ya a agitar ante los ojos de su patrona otra hoja recién salida de la impresora, y ella, escrutando el contenido, no pudo por menos de morderse el labio y replicar:

—Bueno; éste no ofrece dinero, aunque creo que te va a interesar, Ranjit. Y a ti, Myra.

—¿A mí? —contestó ella—. ¿Y a mí por qué?

Cuando Ranjit, estupefacto después de leer el documento, se lo entregó, la joven no necesitó más respuesta. La nota procedía del anciano monje del templo, y rezaba:

Tu padre estaría aún más orgulloso de ti, y tan complacido como estamos nosotros ante la noticia de que tienes intención de contraer matrimonio. ¡Por favor, no lo retrases mucho! ¿No querrás esperar a que lleguen los meses aciagos de Aashād, Bhādrapad o Shunya? Y por lo que más quieras, no elijas para la ceremonia un martes ni un sábado.

Myra levantó la mirada y se encontró con la de Ranjit, que la tenía clavada en ella con gesto confuso.

—¿Yo he dicho algo de matrimonio? —preguntó él, con lo que provocó la aparición de un leve rubor.

—Bueno —reconoció ella—, sí que has dicho un par de cosas bonitas acerca de mí.

—Pero no recuerdo haber dicho nada de eso. Debe de haber sido mi subconsciente. —Y tras llenarse los pulmones de aire, prosiguió—: Lo que demuestra que mi subconsciente es más listo que yo. ¿Tú qué dices, Myra? ¿Te casas conmigo?

—¡Pues claro que sí! —respondió ella como si le hubiesen hecho la pregunta más estúpida jamás oída. Y eso fue todo.

Más tarde, cuando, llevados de la curiosidad, volvieron a ver las grabaciones de la rueda de prensa, pudieron constatar que lo que él había dicho había sido el clásico tópico de que no imaginaba el resto de su vida sin ella. Con todo, aquello fue suficiente; y de cualquier modo, a esas alturas ya llevaban un tiempo casados.

* * *

¿Acaso ocurrió todo a la medida del deseo de aquellos dos enamorados? Podría decirse que casi. La gran pregunta que hubieron de resolver no era si debían unirse en matrimonio, pues sobre el particular no podía caber duda alguna, ni tampoco cuándo debían hacerlo, dado que la respuesta no era otra que cuanto antes. En realidad fueron dos: quién iba a casarlos y dónde. Y si al principio pudo dar la impresión de que ambas cuestiones tenían fácil contestación, por cuanto los Vorhulst, los Bandara y los De Soyza tenían acceso a todas las iglesias de la ciudad de Colombo, por no hablar ya de las oficinas del registro civil, lo cierto es que cuando llevaban bien avanzado el proceso de eliminar las menos atractivas, Myra advirtió que Ranjit observaba todo aquello con cierta mirada ausente.

—No pasa nada, de verdad —le aseguró él cuando ella quiso conocer el motivo—. Nada.

Ante la insistencia de ella, sin embargo, se dio por vencido y le mostró otro mensaje del viejo monje en el que decía: «A tu padre le hubiese hecho tanta ilusión verte desposado en su templo…». Myra lo leyó dos veces y, sonriendo, repuso:

—Pues ¡qué diablos! Dudo mucho que al presbiterio de Ceilán le vaya a importar. Yo me encargo de comunicárselo a todos.

Y por supuesto, «todos» entendieron que la joven tenía la intención de hacer valer los deseos de su prometido, y así se hizo. Y si en determinados círculos de Colombo pudo existir cierta desilusión, en otros de Trincomali se recibió la noticia con gran regocijo. El anciano religioso entendió enseguida que habría de ser una ceremonia sencilla, aunque no se abstuvo de imaginar, con aire melancólico, el
paalikali thalippu
tan hermoso que podían haberle ofrecido a la novia, de haber sido siquiera factible, y la magnificencia con que podían haber celebrado, con agasajo de las mejores frutas y flores, la llegada del
janavasanam
de ella al templo. Lo cierto es que la ocasión podría haberse convertido en un verdadero desfile, y algo así habría atraído la atención de todo el mundo, que era precisamente lo que quería evitar la pareja. En consecuencia, habría que prescindir de
paalikali thalippu
y
de janavasanam
, aunque el monje se aseguró de que la comitiva de la novia llevase la provisión necesaria de
parupputenga
y otros confites para ella.

Lo mejor de tanta sencillez era que todo se llevaría a cabo de un modo muy rápido, motivo por el cual no hubo de transcurrir siquiera una semana antes de que ambos se encontrasen en Trincomali (ocultos en Trincomali, a decir verdad, por cuanto trataron por todos los medios de evitar mostrar en público dos rostros tan fáciles de reconocer como los suyos).

Por esa misma razón, no fueron muchos los que vieron a Ranjit pronunciar las palabras que había escrito para él el monje ni a Myra dejar que éste atase en torno a su cintura el cordón sagrado que la guardaría de todo mal en una sala llena de flores e invadida del trompeteo de los
nadaswaram
y el repique de los timbales. Cuando todo hubo acabado, la pareja, unida por los lazos indisolubles del matrimonio, regresó en vehículo policial para emprender el largo camino que los llevaría a la residencia de los Vorhulst. «¡Que vivan muchos años!», gritaron los monjes al verlos alejarse, y los dos se convencieron de que así sería.

Sin embargo, mucho más lejos, alguien tenía proyectos bien diferentes. Los unoimedios, sicarios de los grandes de la galaxia, se disponían a ejecutar el mandato de acabar con el desorden que reinaba en el planeta número tres de aquella insignificante estrella amarilla, en dirección al cual avanzaba su flota. Dado que sus naves estaban hechas de material físico, no podían superar la velocidad de la luz. En consecuencia, aún tenían por delante años de viaje y unos cuantos días de exterminio, tras lo cual los recién casados, al igual que todo otro ser humano, con independencia del lugar en que se hallara, habrían de morir.

Acaso la suya no iba a ser, a la postre, una vida tan larga.

CAPÍTULO XX

Vida en matrimonio

P
ese a haberse convertido en todo cuanto podía haber soñado con ser, es decir, un hombre libre, renombrado y casado con Myra de Soyza, Ranjit tenía la impresión de que su mundo personal no dejaba de prosperar mejorías. Con todo, en un plano mucho más general aún había elementos que seguían entrometiéndose en sus meditaciones privadas, y eso resultaba negativo en muchos sentidos.

Ahí estaba, por ejemplo, la situación de Corea del Norte. Si bien es cierto que se había producido un cambio de régimen —Kim Jongil, dirigente fanfarrón y gran amigo del lujo, había pasado a la historia—, tal noticia tenía también su lado negativo; siendo así que, por chiflado que estuviese Kim Jongil, había que reconocer que era de los que siempre se lo pensaban dos veces poco antes de emprender un ataque a gran escala contra sus vecinos. Sin embargo, el elemento que había ido a ocupar su cargo… Se hacía llamar el Dirigente Adorable. Si tenía nombre y apellidos como está mandado, al parecer éstos debían de ser demasiado valiosos para compartirlos con el decadente mundo occidental.

De cualquier modo, si su identidad seguía siendo un secreto, no podía decirse lo mismo de sus actos. Los cohetes nucleares que acababa de construir eran capaces, al decir de sus generales, de atravesar sin dificultad las regiones septentrionales del océano Pacífico, lo que hacía posible acometer suelo estadounidense (Alaska, cuando menos, y aun el área del estado de Washington más cercana al norte). Por si fuera poco, aquellos mismos estrategos se permitían jactarse de la total infalibilidad de aquellas armas, y semejantes baladronadas estaban haciendo que las naciones vecinas se mostraran cada vez más nerviosas. De hecho, las que aún no disponían de su propio arsenal nuclear comenzaban a sentirse compelidas a hacerse con uno.

El resto del mundo tampoco se encontraba mucho mejor. El continente africano, por ejemplo, parecía haber regresado a los peores días del siglo XX. Una vez más podían verse ejércitos de niños guerreros que en ocasiones ni siquiera habían entrado en la adolescencia. Sentaban plaza después de haber visto morir a sus familias y luchaban por el censurable comercio de diamantes o por el más execrable aún de marfil…

Un panorama de lo más desalentador.

* * *

Había, no obstante, una cuestión que preocupaba de veras a Ranjit cuando se detenía a pensar en ella, y surgió un día que
mevrouw
Beatrix Vorhulst interrumpió una conversación con el abogado De Saram para preguntar:

—¿Qué vais a querer para comer?

Y aunque era la misma interrogación de todas las mañanas, en aquella ocasión recibió una respuesta diferente. Myra se volvió para mirar con gesto inquisitivo a Ranjit, quien, arqueando una ceja, soltó un suspiro antes de decir a su anfitriona:

—Hay algo de lo que nos gustaría hablar contigo, tía Bea. Hemos estado pensando que debes de estar deseando poder disponer de nuevo de tu casa.

Aquélla fue la primera vez que el joven vio indignarse a Beatrix Vorhulst.

—Pero ¿qué dices, criatura? En absoluto: estamos encantados de teneros aquí el tiempo que gustéis. Vosotros sois de la familia, y lo sabes. Vuestra compañía nos alegra la vida y, además, nos honra, y…

De Saram, tras escrutar el rostro de Myra, había empezado a menear la cabeza.

—Tal vez estamos perdiendo de vista lo principal,
mevrouw
—terció—. Son una pareja de recién casados: necesitan tener su propio hogar, no una porción del de usted, y están en su derecho. ¿Qué les parece a todos si tomamos otra taza de té y consideramos las opciones? En lo que respecta a un lugar en el que vivir, usted ya dispone de uno, Ranjit, pues como sabe, la casa que habitaba su padre en Trincomali es suya ahora.

El joven miró a su esposa, y se encontró con la expresión que había imaginado.

—No creo que a Myra le entusiasme la idea de vivir en Trinco —informó con tristeza al grupo.

—Trinco es muy bonito —replicó ella cabeceando—, y me encantaría tener allí una casa; pero… —y aquí se interrumpió.

—¿Qué? —quiso saber, desconcertado, el jurista.

Ranjit respondió por ella:

—La casa de allí es perfecta para un hombre mayor solo; pero para nosotros, es decir, para un matrimonio que posiblemente quiera contar con lavadora, lavavajillas y toda una serie de aparatos con los que mi padre no tenía necesidad alguna de bregar… ¿Tú qué dices, Myra? ¿Quieres que empecemos a hacer cambios en la casa de mi padre?

Tras tomar aire, ella logró compendiar en una palabra la respuesta:

—Sí.

—Por supuesto. ¿Y no preferirías echarla abajo y hacer una de nueva planta? Estupendo. En ese caso, lo primero que vamos a hacer es pedir a Surash que busque un arquitecto que nos haga los planos, pues no hay un solo tamil en Trinco al que él no conozca. Luego, lo invitaremos a venir con el proyecto para que tú y él podáis comenzar a trabajar. Yo estaré disponible para hacer aportaciones creativas cada vez que se me requiera. Entretanto, Myra, vamos a mudarnos a un hotel. ¿Qué te parece?

Ranjit jamás había visto a Beatrix Vorhulst un ceño tan marcado como el que adoptó entonces.

—No es necesario —espetó—. A nosotros no nos supone molestia alguna teneros aquí hasta que veáis arreglada la casa de Trincomali.

El joven miró a su esposa y, extendiendo los brazos, señaló:

—Está bien, aunque todavía tengo otra propuesta. Myra, cariño, ¿no te he oído decir algo de un viaje de novios…? Ella puso gesto de sorpresa.

—No, pero tengo que reconocer que sería maravilloso. Eso sí: yo no he dicho nada de eso…

—Después de casarnos, no —convino Ranjit—. Sin embargo, tengo grabado en la memoria lo que me dijiste, en esta misma casa, hace unos cuantos años. Me hablaste de todas las partes hermosas de Sri Lanka que nunca he visitado yo. ¿Por qué no vamos a verlas mientras los demás hacen los arreglos necesarios para que seamos felices en el futuro?

* * *

Para Myra, elegir el primer sitio al que debían ir era lo más sencillo. Y así, determinó que, antes de nada, viajarían al criadero de tortugas de Kosgoda, lugar que le había encantado de pequeña y que, además, se hallaba lo bastante cerca para empezar; luego, a Kandy, majestuosa ciudad inmemorial de la isla. Con todo, una semana más tarde, cuando volvieron a la residencia de los Vorhulst después de haber visitado aquellos dos lugares, ninguno de ellos fue capaz de ofrecer una respuesta entusiasta cuando el servicio quiso saber si les habían gustado. Al llegar al primero los habían reconocido, y habían pasado el día acosados por una modesta multitud que los había seguido a todas partes. Y en Kandy había sido peor aún, pues la policía local les había enseñado la ciudad en uno de sus vehículos, y aunque la habían visto de cabo a rabo, no habían podido pasear a voluntad por ella.

Durante el almuerzo, Beatrix Vorhulst escuchó comprensiva a Ranjit decir que, aunque no podía quejarse de que lo hubiesen llevado y traído en coche de un lado a otro, lo que de verdad le habría gustado era confundirse entre el gentío.

—No sé —le contestó con un suspiro— si eso va a ser posible. Te has convertido en el mejor monumento que pueda verse por esas calles. El problema es que en Sri Lanka andamos algo escasos de celebridades. Tú eres todo lo que tenemos.

—No exageres —objetó Myra—, tenemos también al escritor…

—Sí, vale; pero apenas sale de su casa. ¡Y no es lo mismo! Si estuviésemos en uno de esos sitios plagados de estrellas de cine y toda suerte de famosos, como Los Ángeles o Londres, bastaría con que salieses a la calle con gafas de sol para pasar totalmente inadvertido. —Al decir esto, mudó por completo el gesto—. Y ahora que lo pienso, ¿por qué no?

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