Read El último teorema Online

Authors: Arthur C. Clarke y Frederik Pohl

El último teorema (21 page)

BOOK: El último teorema
8.36Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

* * *

Aclarado esto, ¿qué más puede resultar útil que conozcamos acerca de los grandes de la galaxia por el momento? ¿Puede serlo, por ejemplo, saber qué tamaño tienen, o cuando menos, dado que una de sus agrupaciones puede estar a miles, o miles de millones, de años luz de otra, cómo miden la distancia?

Pongamos que va a ser de utilidad, aunque hemos de tener en cuenta que, al igual que ocurre con el resto de preguntas que podemos formular acerca de los grandes de la galaxia, la respuesta está llamada a ser difícil. Y así, hay que empezar diciendo que a estos seres no les gusta el género de unidades de medida arbitrarias de que se sirven los humanos. Éstas se fundan siempre en algún valor propio de la especie, como puede ser la distancia que media entre la punta de uno de los dedos de un hombre hasta su axila o cierta fracción de la que va de un polo del planeta que aciertan a ocupar a su ecuador. Las medidas de los grandes de la galaxia se conforman siempre con la escala de Planck, que resulta, de hecho, bastante diminuta. En ella, la unidad es de 1,616 x 10
-35
metros. Para hacerse una idea de lo que tal cosa significa, baste recordar que resulta imposible medir nada que sea más pequeño. ¿Por qué? Por la sencilla razón de que no puede determinarse la dimensión de algo que no se ve, y no puede verse nada sin que medien esas partículas portadoras de luz que llamamos fotones. Y cualquier fotón lo bastante potente para iluminar una unidad de la escala Planck lo sería en un extremo tal (y poseería, en consecuencia, una masa tal) que se convertiría de inmediato en un agujero negro. La palabra
imposible
se toma a menudo como un desafío; pero en esta ocasión no es más que un hecho.

En consecuencia, para medir una realidad tridimensional cualquiera, sea la circunferencia de un electrón o el diámetro del mismísimo universo, los grandes de la galaxia sólo tienen que contar el número de longitudes de Planck que existen del punto
A
al punto
B
. Tal cosa es, de manera invariable, un número elevado, si bien a ellos no les importa, pues bien mirado, ellos mismos son números bastante elevados.

* * *

Y ya que hemos encontrado un modo de identificar, cuando menos, lo incomprensible, volvamos a ese ser muchísimo más simple que responde al nombre de Ranjit Subramanian.

Siendo él muy joven, su padre, persona por demás universal, lo alentó a leer obras un tanto extrañas, entre las que se contaba un libro que escribió James Branch Cabell en torno a la naturaleza de la escritura y los escritores (pues hubo un tiempo en que Ganesh Subramanian pensó que su hijo bien podía optar por semejante ocupación). En opinión de Cabell, muchos autores en cierne trataban de decir al mundo: «Estoy embarazado de palabras, y si no tengo un parto lexicológico, me muero».

Y curiosamente, ésa era, casi con exactitud, la situación en que creía hallarse Ranjit en esos instantes. Llevaba varios días pidiendo ayuda, gritando a los corredores vacíos, explicando a un auditorio inexistente a todas luces que tenía algo que había que comunicar de manera inmediata y sin falta a alguna publicación periódica. Pero no obtuvo ninguna respuesta. Hasta el anciano rengo había empezado a colocar su comida cerca de la puerta para volver a alejarse de inmediato con tanta rapidez como le permitían sus miembros tullidos.

Poco podía interesarse, por lo tanto, al oír el arrastrar de sus pies por la oquedad de los pasillos. Hasta el día que, junto a aquel sonido, percibió el tac, tac de los pasos de alguien que no cojeaba. Instantes después se abrió la puerta de su celda, y tras ella aparecieron el viejo, sí, y a un paso o dos de cortesía detrás de él, otro hombre, con un gesto de sobresalto y consternación grabado en aquel rostro cuyos rasgos conocía Ranjit tan bien como los de su propio semblante.

—¡Por Dios Todopoderoso, Ranj! —exclamó perplejo Gamini Bandara—. ¿Eres tú?

De todas las preguntas que pudo haber formulado a aquel visitante imprevisto de su pasado, eligió la más sencilla:

—¿Qué estás haciendo aquí, Gamini?

—¿Tú qué diablos crees? He venido a sacarte de aquí, y si piensas que ha sido fácil, es que estás más loco de lo que pareces. Luego, voy a llevarte al dentista. ¿Qué te ha pasado en los dientes? No, no: primero, deberíamos ir a que te vea un médico… ¿Qué?

Ranjit se había puesto de pie y temblaba casi de la emoción.

—¡No; a un médico, no! ¡Si puedes sacarme de aquí, ponme delante de un ordenador!

—¿Un ordenador? —preguntó el otro con desconcierto—. Supongo que se podrá hacer algo; pero antes tendríamos que asegurarnos de que estás bien.

—¡Maldita sea, Gamini! —gritó Ranjit—. ¿No me estás oyendo? Creo que he logrado demostrarlo, y necesito un ordenador, ¡ya! ¿Tienes la menor idea del terror que me produce la posibilidad de olvidar parte de la demostración antes de que pueda mandarla a evaluar?

* * *

Al final, consiguió el ordenador y la revisión médica, aunque hubo de esperar a que Gamini lo sacara de la prisión en que estaba retenido y lo llevase a un helicóptero que los aguardaba a ambos con las aspas en movimiento. Cuando subió a la aeronave, el recién liberado vio a un par de hombres que observaban la escena a no mucha distancia. Uno de ellos era el Bizqueras, quien, pasmado y algo inquieto, ni siquiera hizo amago alguno de despedida. A continuación volaron en descenso unos veinte minutos por entre elevadas montañas tocadas con brillantes casquetes de nieve. Durante el trayecto, Ranjit no pudo evitar asaltar a su acompañante con preguntas, aunque en esta ocasión fue Gamini quien no parecía dispuesto a hablar.

—Luego —respondió señalando con un gesto al piloto, cuyo uniforme era la primera vez que veía.

Aterrizaron en un aeropuerto de verdad, a doce metros escasos de un aeroplano, y no de un aeroplano cualquiera, según pudo comprobar, sino de un BAB-2200, el avión más veloz y, en algunas variantes, el más lujoso que hubiese construido jamás la empresa surgida de la fusión de Boeing y Air-bus, y para colmo, lucía el planisferio y la corona de laurel que conformaban la insignia de las Naciones Unidas. El interior resultaba aún más sorprendente, pues tenía por asientos cómodos sillones de piel, y por tripulación, a un piloto (ataviado con el uniforme de coronel de la fuerza aérea estadounidense) y dos hermosísimas asistentes de vuelo (que llevaban en el uniforme el distintivo propio de los capitanes y, sobre él, un delantal blanco de material mullido).

—¿Ponemos rumbo a casa, señor? —preguntó el primero a Gamini antes de desaparecer por la puerta de la cabina al verlo inclinar la cabeza en señal de asentimiento.

Una de las asistentes llevó a Ranjit hasta un asiento (giratorio, según pudo comprobar) y le abrochó el cinturón de seguridad.

—Ésta es Jeannie —lo informó Gamini mientras se ajustaba el suyo—. Es médica, así que más te vale que te eche un vistazo…

—El ordenador… —objetó él.

—Sí, sí: van a darte el dichoso ordenador, Ranjit; pero antes tendremos que despegar. Vamos a tardar un minuto.

A esas alturas, las dos mujeres se habían retirado a sus asientos plegables, dispuestos en uno de los mamparos, y el avión comenzaba a moverse. Tan pronto se hubo apagado la señal que avisaba de la necesidad de llevar puesto el cinturón, la segunda ayudante, que se presentó con un sencillo: «¡Hola! Yo soy Amy», hizo aparecer, como por arte de magia, un ordenador portátil de la mesa que había al lado de Ranjit, en tanto que la que tenía por nombre Jeannie se aproximaba con un estetoscopio, un esfigmomanómetro y otros aparatos de diagnosis.

El pasajero no protestó: dejó a la facultativa examinar, pinchar y auscultar a voluntad mientras él se afanaba por redactar con torpeza un escrito de casi seis páginas, deteniéndose cada dos líneas más o menos para pedir, por ejemplo, a Gamini que le buscase la dirección de la revista
Nature.

—La redacción está en Inglaterra, pero no sé dónde exactamente.

O para clavar la mirada en el teclado con el ceño arrugado mientras removía su memoria en busca de las palabras siguientes. Y aunque el proceso fue lento, cuando Gamini se aventuró a preguntarle si quería comer algo, Ranjit le respondió, con una ferocidad que hacía impensable toda réplica, que cerrase el pico.

—Necesito sólo diez minutos —le exigió—, o media hora a lo sumo; pero ahora no puedo detenerme.

Huelga decir que no fueron diez minutos, ni tampoco treinta: aún habría de transcurrir más de una hora antes de que, con un suspiro, levantara la cabeza de la pantalla y anunciase a Gamini:

—Me gustaría comprobar algo; así que será mejor que mande una copia a tu casa. Dime tu dirección de correo electrónico.

Introducida ésta, seleccionó el icono correspondiente al envío y se reclinó en el asiento.

—Gracias —dijo—. Siento haberme comportado como un pelma, pero esto era muy importante para mí. Desde el momento en que lo descifré, hace ya cinco o seis meses, he estado temiendo que pudiese olvidárseme alguna parte antes de mandarlo a evaluar. —De pronto dejó de hablar y se pasó la lengua por los labios—. Otra cosa: llevo mucho pensando en comida de verdad. ¿Tenéis zumo natural de cualquier clase en este aparato? ¿Y algo así como un bocadillo de jamón o, digamos, un par de huevos revueltos?

CAPÍTULO XVI

A casa

G
amini se negó a oír hablar de desayunos a la estadounidense: se limitó a hacer una señal a las asistentes de vuelo, quienes pusieron ante ellos toda una variedad de platos ceilaneses (fideos de arroz rizados, un guiso delicioso de carne y patatas con curri y una bandeja de tortitas de pan) que hicieron que Ranjit abriese los ojos como platos.

—Dime una cosa, Gamini —preguntó con la boca llena—: ¿cuándo te han ascendido a Dios? ¿No estamos en un avión yanqui?

El interpelado, bebiendo una taza de té procedente de los campos que rodeaban la ciudad de Kandy, meneó la cabeza.

—No —corrigió—: es de las Naciones Unidas. Lo que pasa es que la tripulación es estadounidense, aunque ahora no representa ni a la ONU ni a Estados Unidos: nos lo han prestado.

—¿A quién?

Gamini volvió a cabecear con gesto sonriente antes de responder:

—No puedo decírtelo; al menos por ahora. Y es una lástima: sabía que te iba a interesar y, de hecho, estaba planteándome la posibilidad de pedirte que te unieras a nosotros cuando te embarcaste en aquel crucerito…

Ranjit no soltó la cuchara, aunque la dejó inmóvil mientras clavaba en su amigo una mirada sostenida y no muy afable.

—¿Me estás diciendo que te has hecho tan importante que puedes pedir prestado sin más un cacharro como éste para hacer tus recados?

Esta vez, Gamini soltó una risotada.

—¿Yo? ¡Qué va! No lo han hecho por mí, sino por petición de mi padre. Le han dado un puestazo en la ONU, ¿sabes?

—¿Y qué puesto es ése?

—Tampoco te lo puedo decir; así que no preguntes. Tampoco quieras saber de qué país acabamos de sacarte. Dar contigo no nos resultó difícil después de encontrar a Tiffany Kanakaratnam. ¡Vaya! —exclamó al ver la reacción de Ranjit ante el nombre de la niña—. De eso sí puedo hablarte, aunque sea sólo hasta cierto punto. He… Bueno: me he servido de la posición de mi padre para hacer mi propia búsqueda informática con la esperanza de localizarte. Algo parecido a lo que hiciste tú con la contraseña de tu profe de mates. Fui introduciendo el nombre de todo aquel que se me ocurrió que podía tener alguna idea de cuál era tu paradero: Myra de Soyza, Maggie, Pru, todos tus profesores, todos los monjes del templo de tu padre… y los Kanakaratnam. No —añadió, una vez más a modo de respuesta al gesto que había asomado al rostro de su amigo—; no, nada que pueda resultar comprometedor: lo único que buscábamos eran encuentros o conversaciones que pudieses haber mantenido después del día de tu desaparición. No encontramos nada, ni de ti, ni de los dos Kanakaratnam adultos, lo que, a mi ver, quiere decir que debieron de fusilarlos sin más después de juzgarlos el primer tribunal. Sin embargo, seguí añadiendo nombres a medida que se me ocurrían, y con los de los cuatro niños tuvimos más suerte. Los habían arrestado, claro; pero eran demasiado pequeños para procesarlos siquiera por piratería. Así que los mandaron con unos familiares que vivían cerca de Kilinochchi, y Tiffany nos describió a los militares que te sacaron de la playa, los helicópteros y el lugar en el que desembarcasteis. Después, tras mucho investigar, acabamos por encontrarte. Todavía podían haberte tenido allí muchos años.

—Y los que me han retenido ¿quiénes eran?

—¿Otra vez estamos con ésas, Ranj? —protestó Gamini—. No puedo decírtelo con exactitud, aunque sí en términos muy generales, sin mencionar ningún detalle. ¿Has oído hablar de las «entregas extraordinarias»? ¿Y el fallo que emitió sobre la tortura el Tribunal Superior de Justicia británico?

* * *

La respuesta fue negativa. Sin embargo, Gamini lo puso al corriente cuando su amigo despertó de un sueño reparador que duró no pocas horas. En los viejos tiempos, algunas de las grandes potencias, entre las que se encontraba Estados Unidos, se habían declarado públicamente contrarias al empleo de la tortura en cuanto medio de obtener información, y sin embargo, se hallaban en posesión de presos que, casi con toda certeza, conocían datos importantes que no pensaban revelar de forma voluntaria. Y aunque el del tormento constituía un método muy poco seguro de hacer que alguien ofreciera respuestas dignas de crédito, pues había pocas personas que no estuviesen dispuestas a declarar, en determinado estadio del proceso, cuanto quisieran oír sus verdugos, fuera o no verdadero, con el único objeto de poner fin a tamaño sufrimiento, dichas superpotencias no tenían a su disposición nada mejor. En consecuencia, concibieron una estratagema al respecto, consistente en entregar a los reos citados a los servicios de información de otros países de los que jamás hubiesen abominado el uso del dolor en calidad de técnica propia de los interrogatorios. A continuación, los agentes de estas naciones transmitían la información obtenida a la superpotencia correspondiente, ya fuera Estados Unidos, ya cualquier otra.

—Es —concluyó Gamini— lo que se conoce como entrega extraordinaria o tortura por poderes.

—¡Ajá…! —respondió Ranjit pensativo—. ¿Y todavía se practica?

—Podría decirse que sí: las grandes potencias ya no hacen encargos así, porque al final se les dio demasiada publicidad. De todos modos, ya no les hace falta, porque hay muchísimos países no alineados que detienen a personas con antecedentes criminales difíciles de explicar y los interrogan. Es lo que ocurre con los piratas, gentes que, para ellos, resultan inaceptables de cualquier modo, y más aún si tratan de ocultar su identidad, tal como creyeron que era tu caso por aquello del cambio de nombre. A continuación, venden la información a los países que se las dan de íntegros, y ahí es donde entra en escena la resolución de los magistrados británicos. Los lores que conforman el Tribunal Supremo del Reino Unido crearon hace mucho tiempo una comisión encargada de investigar datos obtenidos con semejantes métodos y fallaron que, si bien por motivos morales no debían emplearse jamás en proceso legal de ninguna índole, resultaba lícito ponerlos en conocimiento de, por ejemplo, las autoridades policiales.

BOOK: El último teorema
8.36Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

#3 Turn Up for Real by Stephanie Perry Moore
Don't Look Back by Kersey, Christine
The Tarnished Chalice by Susanna Gregory
A Dancer in Darkness by David Stacton
The Pendulum by Tarah Scott
24: Deadline (24 Series) by James Swallow
His Love by Jennifer Gracen
Blues for Mister Charlie by James Baldwin