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Authors: Arthur C. Clarke y Frederik Pohl

El último teorema (40 page)

BOOK: El último teorema
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Al callar la música, fue reduciéndose la confusión de voces, y tras unos instantes de silencio casi absoluto, sonó el estampido agudo de la pistola del juez de salida. El dirigible de Dugan avanzó de inmediato en horizontal, en tanto que la aerocicleta de Natasha descendió unos seis metros antes de que la corredora consiguiese alcanzar cierta velocidad. Entonces, comenzó a rebasar a su competidor. Los dos voladores fueron casi parejos hasta el final mismo del estadio, acompañados de la sonora ovación del grupito presente en el túnel y de las decenas y centenas de millones de espectadores que los observaban desde cualquier punto del sistema solar en que hubiese un ser humano ante una pantalla.

A veinte metros de la línea de meta, Natasha logró adelantar a su oponente, y desde ese momento hasta el instante en que la cruzó, aquélla dejó de ser una carrera reñida. Las voces, los gritos y los aullidos de los mil ochocientos espectadores presentes en el túnel se convirtieron entonces en el sonido más fragoroso que hubiese oído la Luna en muchísimos años.

* * *

Aunque el viaje de regreso a la Tierra fue tan largo y tan restringido como el de ida, al menos en aquella ocasión los acompañaba Natasha, quien a su vez llevaba consigo los galardones de la victoria, que, sumados, resultaban por demás impresionantes. Su pantalla personal no llegaba a apagarse jamás, pues tantos eran los mensajes de felicitación de todos y cada uno de sus conocidos, así como de un número ingente de extraños que recibía. Los presidentes de Rusia, China y Estados Unidos se contaban entre sus admiradores, por no mencionar a los dirigentes de casi todos los estados adscritos a las Naciones Unidas. También prodigaron parabienes el doctor Dhatusena Bandara, de parte de Pax per Fidem, sus antiguos profesores, sus amigos y los padres de éstos, y por supuesto, sus seres más queridos, como Beatrix Vorhulst y todo su servicio. Tampoco faltaron quienes se pusieron en contacto con ella para solicitar algo: periodistas en busca de entrevistas, representantes de varias docenas de movimientos y organismos benéficos que deseaban verla apoyando su causa… El mismísimo Comité Olímpico Internacional prometió a la recién laureada un puesto en la competición de aeronaves propulsadas por velas solares que tenía previsto celebrar tan pronto existiese en la órbita terrestre baja el número suficiente de éstas para destinar algunas a labores diferentes de las necesarias para colonizar el sistema solar.

—Eso es que están recibiendo más presión de los tres grandes —señaló Myra—. ¿Qué os apostáis? Quieren tenerlo todo en funcionamiento para sus propios fines.

Su marido le dio unas palmaditas en el hombro.

—¿Y qué fines son ésos? —inquirió en tono condescendiente—. Según tú, ya les pertenece casi todo.

Ella arrugó la nariz.

—Ya verás —sentenció, sin explicitar nada más.

Estaban a punto de internarse ya en el cinturón superior de Van Allen cuando se redujo el número de llamadas lo bastante para que sus compañeros de viaje pudiesen ponerse en contacto telefónico con sus hogares. En aquella ocasión compartían cápsula con dieciséis personas: dos familias búlgaras acomodadas (cuya riqueza no había logrado entender del todo Ranjit de dónde procedía) y un puñado de canadienses poco menos acaudalados (en su caso, la gallina de los huevos de oro había sido el petróleo de las arenas bituminosas de Athabasca). Ranjit se sintió en la obligación de disculpar ante el resto de los pasajeros el modo como había acaparado su hija los circuitos de comunicación; pero todos estuvieron de acuerdo en que la joven no necesitaba dispensa alguna.

—¡Que Dios la bendiga! —exclamó la más anciana de los canadienses—. Cosas así no son frecuentes en la vida de una niña. Y de todos modos, los canales de noticias han estado disponibles todo el rato, aunque se han pasado casi todo el tiempo hablando de esa nueva avalancha de historias de platillos volantes. ¿Han oído lo de Egipto y Kenia?

Los Subramanian no sabían nada al respecto, si bien no tardaron en tener la oportunidad de regocijarse tanto como los demás al saber que las dos naciones, amén de avenirse a compartir de forma justa las aguas del Nilo, habían convocado un plebiscito a la carrera para unirse de forma voluntaria al pacto de transparencia.

—¡Eso es excelente! —señaló Ranjit.

Sin embargo, en aquel preciso instante saltaron las alarmas que avisaban de que había llegado el momento de volver a entrar en el refugio. En consecuencia, se prestó a acceder el primero con un suspiro, asiendo a Myra de la mano y seguido de Natasha, que conversaba con una de las jóvenes del Canadá.

Los veinte viajeros tardaron unos minutos en comprobar el estado de sus literas, y durante todo ese tiempo estuvieron sonando las alarmas. Ahuecando estaba Myra aquella ridiculez que tenían por almohada cuando, deteniéndose, miró a su alrededor y preguntó:

—¿Dónde está Robert?

—Hace un minuto —respondió una de las canadienses— estaba al lado de la puerta.

Apenas había acabado de hablar cuando Ranjit, tras salir del refugio, comenzó a llamar a su hijo por encima del estrépito de los avisos. No le costó dar con él: estaba inmerso en la contemplación del borrón irisado del cinturón de Van Allen, que se mostraba a través de la ventana. Tampoco tardó en arrastrarlo al interior del refugio y cerrar la puerta una vez allí.

—Está bien —tranquilizó al resto de la familia, mientras los otros, preocupados también, se congregaban en torno a la entrada—. Le he preguntado qué diablos estaba haciendo, y me ha dicho sin más: «El pez».

Entre los suspiros de alivio de todos, se oyó a la abuela canadiense decir tras apretar los labios:

—¿Le ha parecido ver un pez? Según las noticias, los que han observado objetos volantes desde el ascensor espacial dicen haber visto formas metálicas que se estrechaban hacia los extremos. Supongo que una cosa así debe de asemejarse a un pez.

—Todo el mundo dice haber visto algo así —confirmó su yerno—. Pensaba que era otra de las locuras de la gente, aunque ahora no sé: es posible que se trate de algo real.

* * *

En aquellos instantes, los eneápodos, seres por demás reales, mantenían un debate de no poca consideración en el interior de sus naves de escaso porte y forma de canoa.

La de desconectar los escudos de invisibilidad para revelar su presencia a las criaturas primitivas que habitaban la Tierra había parecido una buena idea en principio. Sin embargo, una vez adoptada, todos ellos se habían lanzado a hablar al mismo tiempo por la red de rayos concentrados que les permitía comunicarse sin ser oídos por los humanos, al objeto de plantearse la misma pregunta: ¿Habían hecho bien?

Para tratar de dar una respuesta adecuada, todos examinaron el reglamento después de volver a hacerlo visible. Los expertos en comunicaciones entre su especie y los grandes de la galaxia pasaron largos períodos meditando antes de expresar su parecer. Dado que los habían adiestrado desde su edad más tierna para comprender todos los matices de cada una de las instrucciones que pudiesen recibir de éstos, sus conclusiones resultaban poco menos que unánimes y sus congéneres las recibían con gran atención.

El fallo, expresado en los términos que emplearía un abogado terrícola, fue el siguiente en esta ocasión: si bien los grandes de la galaxia habían prohibido terminantemente a los eneápodos establecer comunicación alguna con la raza descarriada de los humanos, no habían dispuesto que se ocupasen de que los integrantes de la misma no recelaran de su presencia. Por consiguiente, los expertos llegaron a la conclusión de que, en justicia, sus señores no podían infligirles un castigo demasiado severo por lo que habían hecho. Además, coincidían en que existían sobrados testimonios de que los grandes de la galaxia poseían cierto concepto de justicia o, al menos, de algo semejante. En consecuencia, era probable que los reprendiesen y aun los penaran; pero parecía impensable que respondiesen exterminando la totalidad de su raza.

Al resto de las especies sometidas a los grandes jamás se le habría ocurrido correr semejante riesgo. A los unoimedios no, desde luego; ni a los archivados. Entre las razas satélites no había ninguna que poseyera un sentido del humor tan fino ni osase cometer tamaña transgresión. Hasta aquel momento, se entiende.

CAPÍTULO XXXIII

Pesares íntimos

en un mundo alborozado

T
odo parecía indicar que las aguas del Nilo no volverían a amenazar jamás la paz mundial, porque tanto Egipto como Kenia aprobaron con nota la votación de ingreso en Pax per Fidem. Incluso antes de que estuviesen apostadas las fuerzas militares de pacificación, se habían comenzado a destinar equipos de hidrólogos kenianos en las instalaciones de supervisión existentes en torno a la presa alta de Asuán, y las dos naciones habían dejado paso franco a las autoridades internacionales para que inspeccionasen los (raquíticos) emplazamientos de sus misiles. La transparencia no tardó en imponerse también en la industria pesada de ambas.

Su caso, además, no fue el último. Tres de los cuatro países del África subsahariana que habían estado disputándose las aguas de cierto lago de mediana extensión tuvieron oportunidad de ver lo que le ocurrió al que decidió enviar una fuerza militar con la intención de ahuyentar a sus rivales. Estos se unieron al organismo citado después de que su enemigo, tras hacer caso omiso de las advertencias pertinentes, sufriera en su propio territorio los efectos del Trueno Callado.

A todo esto hay que sumar un acontecimiento que supuso un avance de primer orden. La República de Alemania, tras mucho debatir y discutir, acabó por celebrar un colosal plebiscito en sus propios confines, y después de que los terribles recuerdos de violentas batallas perdidas que habían quedado grabados en la conciencia nacional se impusieran al sentido del destino germánico que tan problemático había resultado en ocasiones, el país se unió también al proyecto internacional, abriendo sus fronteras a las Naciones Unidas, licenciando las fuerzas armadas simbólicas que habían conservado y suscribiendo el borrador de constitución mundial que había creado Pax per Fidem.

El planeta Tierra vivía tiempos gozosos. Y sin embargo, los Subramanian tenían dos motivos para templar su júbilo. El primero no era exclusivo de su familia, sino que afectaba a toda la humanidad, y no era otro que aquellas latosas apariciones que no dejaban de manifestarse en las ciudades por la noche, en el firmamento que se extendía sobre las embarcaciones que surcaban los mares aun a plena luz del día y también en el espacio (como el «pez» del pequeño Robert). Algunos los llamaban «plátanos de bronce»; otros, «submarinos volantes», y otros empleaban denominaciones que se prestan mucho menos a aparecer en letras de molde. Pero nadie sabía con exactitud qué eran. Los ufólogos los consideraban la prueba definitiva de la existencia real de los platillos volantes, y los más escépticos sospechaban que uno o más de los estados soberanos de la Tierra debía de estar desarrollando una arma misteriosa diferente de todo cuanto se había visto con anterioridad.

Sea como fuere, había algo en lo que todos tenían que estar de acuerdo, y era que ninguno de aquellos objetos había hecho daño palpable alguno a ningún ser humano. Esta circunstancia llevó a los humoristas a hacer chistes al respecto, y lo cierto es que el hombre nunca ha sido capaz de profesar un gran miedo a las cosas de las que ha aprendido a reírse.

Sin embargo, en el caso de los Subramanian quedaba aún otra causa de aflicción.

* * *

Aunque el pequeño Robert había comenzado a andar solo a una edad más temprana que la mayoría, desde que habían vuelto de la Luna, sus padres habían comenzado a percibir en él algo extraño. Los cuatro estaban disfrutando de aquel período dichoso de ocio, entre baños y sueños. En ocasiones, el chiquitín se soltaba de la rodilla de su madre para caminar hasta el lugar al que lo atraía con arrumacos su hermana mayor, y de pronto, sin aviso previo alguno, se desplomaba a la mitad del camino como un saco de patatas y permanecía tumbado, con los ojos cerrados, hasta que, instantes después, volvía a abrirlos y, poniéndose en pie con equilibrio precario, seguía avanzando en dirección a Natasha, sonriente y murmurando para sí como de costumbre.

Aquellos breves episodios, de los que nunca antes habían tenido noticia, resultaban aterradores. Aun así, no parecían inquietar en absoluto a Robert, quien ni siquiera mostraba indicios de darse cuenta de ellos. No obstante, seguían produciéndose, y con una frecuencia alarmante, empañando así la felicidad, por lo demás casi ideal, de Myra y Ranjit. No puede decirse que hubieran perdido el sueño, ya que saltaba a la vista que el pequeño gozaba de una salud considerable en todos los demás aspectos; pero sí que estaban preocupados. Ranjit se sentía culpable por haber permitido que el niño eludiera la seguridad del refugio en el momento de entrar en el cinturón superior de Van Allen. Al fin y al cabo, ¿quién podía asegurar que la criatura no hubiese recibido la cantidad suficiente de radiación perniciosa para sufrir algún daño?

Myra no creía que tal cosa fuera posible, aunque era consciente de la inquietud que se traslucía en la mirada de su esposo. Así que ambos decidieron buscar ayuda profesional. Acudieron a los mejores y más experimentados facultativos que encontraron, y no fueron pocos. Adondequiera que llevasen a su hijo, los precedía la fama de Ranjit. El representante del personal médico que salía a recibirlos jamás era ningún joven de treinta años recién licenciado (y por lo tanto recién instruido en los últimos adelantos clínicos), sino un sexagenario ducho en las habilidades propias de otra generación y elevado, cuando menos, a jefe de un departamento. A todos los honraba sobremodo poder atender al célebre doctor Ranjit Subramanian en sus instalaciones (hospital, clínica, laboratorio…), y todos les ofrecían las mismas noticias desalentadoras.

Robert era un niño sano en casi todos los aspectos; de hecho, en todos menos uno: algo había ido mal en algún punto de su desarrollo.

—El cerebro es un órgano muy complejo —decían todos cuando no encontraban otro modo de enunciar las malas noticias.

Podía tratarse de una alergia de la que jamás hubiesen sospechado, alguna lesión que hubiera sufrido al nacer o una infección que no hubiesen llegado a detectar. A continuación, todos añadían lo mismo, más o menos: no existía medicina, intervención quirúrgica ni ningún otro remedio que pudiese hacer de él una criatura «normal»; porque lo único en que habían coincidido todas las pruebas que se le habían efectuado era que el hijo de Ranjit Subramanian y Myra de Soyza había empezado a retrasarse de la noche a la mañana, y que su evolución intelectual avanzaba con más lentitud de lo esperado.

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