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Authors: Arthur C. Clarke y Frederik Pohl

El último teorema (39 page)

BOOK: El último teorema
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Así, el día en el que se congregó, al fin, el equipo ceilanés en la terminal del ascensor espacial, las esperanzas de victoria de la isla descansaban sobre los hombros de Natasha Subramanian.

* * *

Myra no pudo por menos que exhalar un grito ahogado al examinar los precios que ofrecían las compañías de viajes para asistir a los juegos olímpicos lunares.

—¡Por Dios, Ranjit! —se quejó, con una mano en el corazón—. No podemos consentir que Tashy haga esa carrera sin tenernos delante; pero ¿cómo vamos a ir allí?

Él, que no había esperado menos, se apresuró a tranquilizarla comunicándole que las familias de los participantes disfrutaban de descuentos sustanciales, que sumados a los que se aplicaban a los integrantes del consejo consultivo al que pertenecía, hacían que el precio de los billetes no resultara tan exorbitante.

Por lo tanto, los dos se presentaron, junto con el pequeño Robert, en la terminal el día señalado. Como el resto de cuantos disponían de telepantalla (colectivo que incluía, casi con toda seguridad, a poco menos del total de los habitantes del planeta) habían visto los reportajes entusiastas con que los periodistas habían acompañado la evolución que había experimentado el montacargas espacial hasta ser apto para el transporte de pasajeros, sabían, por ende, cómo funcionaban las cápsulas, y lo que suponía ser lanzado al espacio a una cantidad considerable de metros por segundo.

Lo que no habían calculado en su totalidad era, sin embargo, el número de segundos que, aun a semejante velocidad, iban a tardar en ir de Sri Lanka al
sinus Iridum. Y
es que aquel viaje no era una escapada de fin de semana. Transcurridos los seis primeros días, aún no habían superado el más bajo de los cinturones de Van Allen. Los Subramanian, como el resto de las familias de a bordo (a saber: los Kai, los Kosba y los Norwegian), tuvieron que meterse a la carrera en el refugio que los protegía de la peligrosísima radiación de la zona, lugar revestido de una pared triple y conformado por compartimentos sanitarios y de alojamiento. Estos consistían en los aseos (a los que se había asignado la risible denominación de
baños)
y veinte (ha entendido bien el lector: veinte) literas de una angostura extraordinaria dispuestas de cinco en cinco. Cuanto podía llevar consigo cada uno de los pasajeros en el momento de dirigirse a aquel lugar protegido era el exiguo atuendo especial proporcionado por la organización del ascensor espacial (por demás liviano, a fin de reducir al mínimo el peso de la nave, y tan sufrido como lo permitía la tecnología textil más avanzada, ya que no había posibilidad alguna de lavar la ropa) y la medicación que pudiese necesitar, amén de su propia persona. Y nada más; ni siquiera, claro está, el menor asomo de pudor.

A Robert no le gustaba el refugio, y lo demostraba llorando, igual que el nieto de los Kai. A Ranjit tampoco le hacía demasiada gracia, y cuando se hallaba en el interior, echaba de menos la libertad (mayor, pese a lo exiguo) que le ofrecía la parte menos protegida de la cápsula, que contaba con rincones oscuros, aparatos de ejercicio y ventanas, largas, estrechas y gruesas, aunque dotadas, pese a todo, de una transparencia gratificante. Sobre todo, ansiaba regresar a las literas normales, que disponían de su propia luz y sus propias pantallas, así como de tanto espacio para darse la vuelta como un ataúd medio. Cuando menos, permitían tener compañía de cuando en cuando, siempre que uno tuviera una relación extremadamente íntima con su visitante.

La primera pena de refugio les fue impuesta sólo por cuatro días, hasta que estuvieron otra vez en espacio abierto. Después de otros nueve, volvió a saltar la alarma y hubieron de internarse de nuevo a fin de ampararse de las radiaciones del cinturón superior de Van Allen.

Los viajes espaciales se habían vuelto asequibles para casi todos, aunque no más fáciles ni, por supuesto, demasiado agradables.

* * *

Al salir del cinturón superior ocurrió algo gracioso. Robert se había precipitado a su lugar favorito: la franja de dos metros de plástico grueso que constituía su principal ventana al universo que se extendía en el exterior. Myra se había subido ya a las cintas de ejercicio y Ranjit estaba pensando en dirigirse a su litera para poder dormir un tanto sin que lo molestasen cuando el niño se acercó a ellos dando saltos y gritando emocionado. Sus padres fueron incapaces de entender otra palabra que
pez
, pues Robert no lograba, o no quería, decir nada con más claridad, y ellos no tenían a mano a Natasha para que hiciera las veces de intérprete. Aun así, la niña de tres años que acompañaba a una de las familias con las que compartían cápsula, tras observarlos en silencio mientras hablaba, se llevó a la criatura y, aún sin pronunciar palabra, le enseñó a hacer lo que Myra reconoció como movimientos de taichí.

Se trataba de la pequeña Luo, hija del matrimonio de Taipéi que figuraba entre el pasaje de la cápsula. La familia estaba conformada por seis integrantes, entre los que se incluían las ancianas madres del señor y la señora Kai. Ambos estaban vinculados al sector hotelero, lo que los había hecho ricos hasta extremos de escándalo. No podía esperarse menos de alguien que se había permitido el lujo de estar entre los primeros turistas con que contaban los organizadores de las olimpíadas. Otro tanto cabía decir de la familia surcoreana, y de la de Kazajistán. Los Norwegian no lo eran en particular, pero se habían beneficiado de la tarifa reducida al ser familia de uno de los saltadores de longitud de su nación.

Lo que dificultaba el trato con los diecisiete seres humanos con los que compartían cápsula era que ninguno de ellos hablaba inglés, y mucho menos, claro, tamil o cingalés. Como la señora Kai se expresaba con fluidez en francés, Myra al menos tenía alguien con quien conversar. Los otros, sin embargo, empleaban el ruso, el chino y otra lengua que, en opinión de Ranjit, debía de ser alemán. De cualquier manera, ninguna de ellas le resultaba de gran utilidad.

Cuando menos, al principio; porque si de algo disponían en abundancia era de tiempo. De hecho, hubieron de transcurrir semanas antes de que alcanzasen la mitad del trayecto, y a continuación algunas más hasta llegar a la recta final, tras lo cual aún fueron necesarios un día o dos hasta alunizar en el
sinus Iridum.
Los Subramanian pasaron aquella última fase pegados casi a las pantallas, pendientes de los noticiarios que informaban de las pruebas eliminatorias que se estaban celebrando en la Luna. En la última carrera competirían, mano a mano, un volador alado y un globista. En total, habían viajado siete aerociclistas con la intención de participar en las pruebas, y cuando Ranjit y los suyos llegaban al final de aquella última fase, cuando el satélite de destino se mostraba ya gigantesco a través de las ventanas, oyeron anunciar el nombre de su hija en calidad de ganadora de las carreras de selección.

A esas alturas, todos los adultos sabían ya pronunciar al menos unas cuantas palabras de la lengua de origen del resto, y ninguno dudó en emplearlas para felicitar a los Subramanian.

* * *

Natasha fue a recibir a su familia al ascensor que bajaba de la superficie a la villa olímpica. Estaba feliz y no paraba de hablar. Su padre, además, tuvo oportunidad de sorprenderse al verla acompañada de un joven brasileño alto y de piel tostada como el café. Ambos vestían los atuendos exiguos propios de un lugar en el que la temperatura jamás se alejaba de los veintitrés grados centígrados.

—Éste es Ron —comunicó la atleta a su familia—; de Ronaldinho. Corre los cien metros.

Ranjit y Myra tuvieron que hacer el experimento de tratar de ver a su hija a través de los ojos de aquel tal Ronaldinho, procedente del Brasil, para darse cuenta de hasta qué punto podía parecer su niña de quince años una mujer adulta de no poco atractivo. La sorpresa de aquél se hizo aún mayor al ver que su esposa, lejos de dar muestra alguna de preocupación, estrechaba la mano del muchacho con una cordialidad a todas luces sincera. En cuanto a Robert, sólo reparó en el corredor para apartarlo de un empellón a fin de lanzarse a los brazos de su hermana mayor.

Tras cubrir de besos en la coronilla al pequeño, Natasha susurró algo al oído a su acompañante, quien, inclinando la cabeza en señal de asentimiento, se dirigió a los padres de ella diciendo:

—Ha sido un encanto conocerlos —y desapareció dando las zancadas lentas y alargadas a que parecía alentar la gravedad lunar.

—Tiene que entrenarse —anunció Natasha—. Mi carrera es mañana, pero la suya no es hasta el miércoles. Va a llevaros el equipaje a vuestra habitación para que podamos ir a comer juntos algo decente.

Dicho esto, tomó a Robert de la mano y echó a andar delante de ellos. Con su ayuda, el chiquitín no tardó en adoptar un paso semejante al de Ron. Ranjit, menos afortunado, comprobó que, si bien era muy fácil dar saltitos de un lado a otro con movimientos pausados, el resultado distaba mucho de ser airoso.

No tuvieron que andar mucho, y lo cierto es que valió la pena. La comida era tan distinta del pienso extrudido que les habían dado en la cápsula del ascensor espacial como habría sido deseable: ensalada; carne de un tipo u otro, quizá jamón, picada y amasada para darle forma de croqueta, y fruta fresca de postre.

—La mayoría procede de la Tierra —los informó Natasha—, aunque las fresas y casi todas las verduras de la ensalada se cultivan en otro túnel volcánico.

De cualquier modo, lo que estaban comiendo no era lo que más interesaba a los recién llegados, que no veían la hora de saber de su hija: qué hacía, cómo estaba… Y ella, a su vez, quería conocer los detalles del viaje, detalles que escuchó con la paciencia gozosa del veterano que ya ha experimentado cuanto le están relatando. Le llamó la atención la anécdota de Robert gritando «¡pez!», aunque cuando interrogó a su hermano acerca de ello en el dialecto que ambos compartían, éste se mostró más interesado en dar cuenta de su porción de tarta que en darle una respuesta.

—Dice —pudo aclarar, sin embargo, Natasha— que vio por la ventana algo parecido a un pez. Es curioso, porque ya he oído a otros asegurar haber observado cosas durante el viaje.

Myra bostezó.

—Tal vez eran orines congelados de astronauta —aventuró con aire adormilado—. ¿Os acordáis de las historias que contaban que los del Apollo habían visto algo semejante a luciérnagas espaciales? Por cierto, ¿has dicho que tenemos habitación? ¿Con cama de verdad?

Sí, lo había dicho. Y sí, no sólo disponía de una cama, sino que ésta tenía más de noventa centímetros de ancho, lo que ofrecía a Myra y Ranjit sitio más que suficiente para dormir acurrucados. Al verla, no pudieron sustraerse a la tentación. «Sólo una cabezadita —se dijo Ranjit mientras rodeaba con un brazo a su esposa, dormida ya—. Luego, me levantaré para dar una vuelta y explorar este lugar tan fascinante. Eso, claro, después de darme una ducha de verdad.»

Así estaba de veras resuelto a hacerlo, y no fue su intención el que, cuando al fin se despertó, fuese porque Myra estuviera agitándole el hombro mientras le decía:

—¿Ranj? ¿Sabes que llevas catorce horas durmiendo? Si te levantas ahora, vas a tener tiempo de desayunar como está mandado y echar un vistazo al túnel antes de ir a la carrera.

* * *

Acontecimientos olímpicos que contasen con cientos de miles de espectadores no han faltado; pero el auditorio presente en aquellos primeros juegos lunares era, en comparación, irrisorio y poco menos que invisible. Al estadio apenas había acudido el número de personas suficiente para ocupar los mil ochocientos asientos ligeros dispuestos en pendiente a lo largo de las paredes del túnel, y los Subramanian tuvieron la suerte de que los suyos estuvieran a menos de un centenar de metros de la línea de meta.

Cuando llegaron a ellos después de recorrer el pasillo, Ranjit se sentía como nunca: un sueño prolongado, una ducha rápida con agua de verdad, aunque, eso sí, reprocesada (en realidad, una rociada de sólo treinta segundos, tal como le había indicado el temporizador, si bien medio minuto bastaba para humedecerse por completo), y una breve visita a los alrededores habían marcado el principio de un día excelente. Lo sorprendió saber que la residencia no se encontraba en el túnel gigante que hacía las veces de estadio, sino en otro de dimensiones menores, unido a éste por una tercera galería, en esta ocasión de factura humana. Sea como fuere, ¡estaba en la Luna! Y acompañado de su amadísima esposa y su amadísimo hijo menor, durante el que bien podría ser el día más feliz de la vida de su amadísima hija mayor.

La atmósfera artificial de los túneles se hallaba sólo a la mitad de la presión verificable en la Tierra al nivel del mar, aunque había sido enriquecida con cantidades generosas de oxígeno. Tal circunstancia resultaba más relevante para Piper Dugan, el globista que competía contra Natasha, que para ésta, pese a que en la gravedad lunar, equivalente a la sexta parte de la terrestre, él necesitaba una capacidad de menos de treinta metros cúbicos de hidrógeno para elevarse. El australiano (pues aquélla resultó ser su nacionalidad) hizo su aparición acompañado de tres ayudantes que, asidos a sendas cuerdas, impedían que escapase el cilindro aerodinámico que, relleno del citado gas, flotaba por encima de sus cabezas.

Al tiempo que entraba, una orquesta invisible interpretó
Advance Australia fair
, que constituía, según supo Ranjit por el programa, el himno oficial de su país, y entonces la mayor parte del público que ocupaba el extremo opuesto del estadio estalló en vítores.

—¡Vaya! —musitó Myra—. Dudo que haya aquí bastantes ceilaneses para recibir a Tashy de un modo comparable.

Por supuesto que no; pero en cambio sí había un buen número de gentes llegadas de la vecina India, así como una cantidad aún mayor de espectadores de toda nacionalidad que habían optado por brindar su apoyo a una competidora casi niña procedente de una isla diminuta. Cuando entró Natasha a fin de colocarse en su marca, lo hizo al lado de su único ayudante, que llevaba algo parecido a una bicicleta que tuviese por ruedas alas de aspecto poco menos frágil que una tela de araña. También al aparecer ella interpretaron una pieza musical (si era el himno de Sri Lanka, Ranjit acababa de enterarse, pues hasta la fecha había pensado que su nación no tenía), aunque su sonido quedó ahogado por la aclamación del auditorio que ocupaba el lado del túnel más cercano a ella. El griterío se mantuvo mientras los asistentes subían a los atletas a sus respectivas máquinas. Piper Dugan quedó así suspendido de su tanque de hidrógeno, con las manos y los pies libres a fin de poder pedalear, y Natasha, sentada en el sillín de su velocípedo, describiendo un ángulo de cuarenta y cinco grados respecto de la vertical.

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