Authors: Arthur C. Clarke y Frederik Pohl
De entre todos los unoimedios, el que menos feliz podía sentirse ante una afluencia sensorial tan poco grata era la encargada de hacer más suave aquel trago a sus congéneres. Tenía el título oficial de «responsable de identificación de consecuencias poco deseables», aunque de ordinario se referían a ella como
la Reparona.
Lo que más odiaba ésta era verse obligada a aguantar los discursos sobre los anticuados avances tecnológicos de la humanidad que pronunciaba el mediador jefe de los eneápodos. No le hacía ninguna gracia tener que mantener relación alguna con estos últimos, y en particular si tal cosa comportaba tocar siquiera alguna de sus nueve repulsivas extremidades. Sin embargo, en ocasiones no tenía más opción.
El artilugio terrícola del que iban a tratar en aquella ocasión revestía una gran importancia para el hombre, y lo cierto es que no carecía de ingenio, tal como hubo de reconocer para sí la Reparona. Gracias a él, el agua procedente del mar caía al suelo de la depresión de Qatāra y, haciendo girar una serie de turbinas, producía electricidad.
—¿Y eso es lo que quieren esas criaturas? ¿Energía eléctrica? —preguntó al ponente.
—Eso es —respondió el eneápodo— lo que le habéis prometido. Tengo aquí un ejemplar del acuerdo, por si alguien quiere verlo.
De hecho, mientras tal anunciaba, sostenía en el miembro que usaba para manipular objetos un cilindro de datos. La Reparona se estremeció sin poder evitar retraerse. Aun así, dado que no quería que se rompieran las negociaciones, ofreció, en cambio, un comentario más constructivo.
—Cuando nos hicisteis vuestra propuesta —señaló—, creí que teníais pensado enseñarlos a emplear la energía del vacío como hacemos nosotros, y lo cierto es que me alegro de que sea otra cosa, porque algo así podría haber hecho que los grandes de la galaxia montasen en cólera a su regreso.
Ante la falta de respuesta del eneápodo, la Reparona insistió:
—¿Y eso que llaman
imperativo categórico?
El otro reprimió un bostezo.
—Es el modo como desean gobernar su planeta esas criaturas. Quieren que nosotros hagamos lo mismo, y de hecho —y diciendo esto señaló con su novena extremidad a uno de los prácticos, que seguía la conversación con su propio traductor de la lengua de los eneápodos—, ya hemos comenzado a transferir parte de nuestros conocimientos tecnológicos.
La Reparona, que ya sabía de sobra esto último, dejó escapar un suspiro.
—Y cuando vuelvan los grandes de la galaxia, ¿qué vamos a decirles?
El eneápodo siseó con impaciencia.
—Puede ser que regresen de un momento a otro, o tal vez de aquí a diez mil años. Ellos no tienen el mismo concepto del tiempo que nosotros. Ya conoces a los grandes de la galaxia.
Ella, en silencio, clavó la mirada en el eneápodo unos segundos, y a continuación, sintiendo un escalofrío dentro de la armadura, respondió:
—En realidad, los de mi especie no los conocemos en absoluto; pero no habiendo otra opción, debemos aceptar la propuesta. Con suerte, cuando lleguen habremos muerto todos.
* * *
Antes de volver al centro de mando, la Reparona insistió en que lo fumigaran con gases ionizados, y aun así, no dudó en detenerse en el umbral a fin de oliscar antes de acceder al interior.
Su actitud llevó al resto de los ocupantes a intercambiar lo que sería el equivalente a una sonrisa divertida entre los unoimedios. Con todo, quien habló fue el ser al que llamaban
Administrador.
—Ya se han ido, Reparona —le anunció—. Ni siquiera queda ya su olor: no hay nada de qué preocuparse.
La Reparonalo miró con gesto de reprobación mientras tomaba asiento. Aun así, quien se había dirigido a ella no sólo era su superior en la escala jerárquica de los unoimedios, sino también, cuando era posible, su pareja.
—Sabes que no temo a los eneápodos —declaró, dirigiéndose más al resto de los presentes que a él—. ¿Quieres que te diga lo que no me gusta de ellos?
El Administrador contestó sumiso:
—Sí, por favor.
—No tiene nada que ver con el hedor tan desagradable que desprenden, ni con su novena extremidad, que además de servirles para maniobrar, constituye su órgano sexual. ¡Son de lo más asqueroso! A veces hasta emplean ese miembro para tocarme, y es verdad que resulta repugnante. Sin embargo, no pueden evitar tener esa morfología. ¿Tengo razón?
—Sí, Reparona, no pueden —confirmó el Administrador, y los otros emitieron estridentes silbidos de aprobación.
—Pero sí tienen la posibilidad de hacer algo respecto del modo como podemos instruir y aconsejar a los aborígenes de este planeta para que evolucionen hasta alcanzar el grado de civilización que poseemos nosotros. No debemos seguir aceptando que toda comunicación que tengamos con ellos se establezca a través de los eneápodos por ser ellos los únicos que conocen su idioma.
Los demás callaron de pronto. El mismísimo Administrador enmudeció un momento antes de aventurar:
—Nuestros superiores no quieren que tengamos la capacidad necesaria para hablar directamente con otras especies. Por eso han autorizado sólo a los eneápodos para poseer tal facultad.
—Pero nuestros superiores no están aquí en este momento —replicó ella con resolución—. Sólo podemos hacer una cosa si queremos afrontar el futuro como debe ser: ponernos a aprender de inmediato las lenguas terrícolas. ¿O preferís que, cuando evolucionen los seres humanos, lo hagan a imagen de los eneápodos?
La partida
H
abía transcurrido mucho tiempo desde el último encuentro cuando Ranjit y Myra volvieron a ver a Surash: dos operaciones quirúrgicas, por emplear la unidad de medida que había comenzado a usar el viejo monje. A esas alturas, su mundo (y el de cualquier otro habitante del planeta Tierra) se hallaba sumido en una transformación constante.
—No se trata sólo de los adelantos tecnológicos —hizo saber Ranjit a su esposa—, sino también de algo más… algo más amigable. Lo único que deseaban los egipcios era una parte de la energía obtenida en la depresión de Qatāra: los unoimedios no tenían por qué cedérsela toda.
Dicho esto, le lanzó una rápida mirada al ver que no ofrecía una respuesta inmediata. Ella tenía la vista clavada en las aguas de la bahía de Bengala, con el rostro iluminado por lo que daba la impresión de ser una leve sonrisa, que amplió al advertir que su esposo la observaba.
—Ajá —dijo al fin.
Ranjit, riendo, volvió a fijar la atención en la carretera.
—Cariño, eres una caja de sorpresas —aseveró—. ¿Se te han acabado las cosas de las que sospechar?
Tras considerarlo, Myra contestó:
—Supongo que no, aunque en este momento no se me ocurre ninguna de importancia.
—¿Ni siquiera los estadounidenses?
—Ahora —comentó ella apretando los labios— que ese odioso Bledsoe se encuentra huido de la justicia, no. Dudo mucho que el presidente vaya a causar problemas durante un tiempo, ahora que no tiene a nadie a quien hacer cargar con la culpa.
Él la escuchó en silencio, o más bien, hizo ver que la escuchaba, pues en realidad estaba pensando en otra cosa; sobre todo, en la propia Myra, y en la increíble suerte que tenía de poder contar con ella. Tan absorto estaba en ello que apenas oyó lo siguiente que dijo su esposa.
—¿Qué?
—Que si crees que tiene posibilidades de salir elegido otra vez.
Antes de responder, Ranjit giró para tomar la carretera en pendiente en que aguardaba Surash.
—No, aunque no creo que eso importe. Ha estado representando el papel de tipo duro mientras le ha sido posible, y ahora querrá mostrarse más humanitario.
Myra tampoco contestó hasta después de que Ranjit hubiera aparcado el vehículo. Entonces, posando la mano en el hombro de él con ademán afectuoso, comentó:
—¿Sabes, Ranj? Me siento muy relajada. De veras.
* * *
El anciano religioso se había despedido ya de sus días de libertad. Se hallaba tendido en un catre angosto, con el brazo izquierdo inmovilizado a fin de que no supusiera estorbo alguno al bosque de tubos que descendía desde el ramillete multicolor de bolsas de medicamentos que descansaba sobre la cabecera hasta las venas de la muñeca.
—¡Hola, queridos míos! —exclamó al verlos entrar, con la voz imprecisa y metálica que emitía el micrófono de contacto que llevaba adherido a la laringe—. Os agradezco mucho que hayáis venido. Tengo que tomar una decisión, Ranjit, y no sé qué hacer. Si tu padre viviese, se lo preguntaría a él; pero como ya no está entre nosotros, me ha parecido oportuno recurrir a ti. ¿Dejo que me almacenen en una máquina?
Myra contuvo el aliento.
—Ada ha estado aquí —dijo.
Al anciano le fue imposible asentir con la cabeza, aunque logró hacerlo con un ligero movimiento de la barbilla.
—Sí —confirmó—. Fui yo quien invitó a la doctora Labrooy. La medicina no puede hacer ya nada que no sea dejar que un aparato respire por mí mientras yo continúo soportando este dolor insufrible. En las noticias decían que Ada Labrooy había dado con otra posibilidad. Ella asegura que puede hacer lo que le han enseñado esas gentes del espacio para permitirme abandonar mi cuerpo y vivir para siempre en forma de programa informático. Ya no sufriría daño alguno. —Dicho esto, guardó silencio hasta reunir la fortaleza necesaria para proseguir—. Sin embargo, tendría que pagar un precio nada desdeñable, pues se me negaría, supongo, el camino de salvación consistente en hacer buenas obras, el
karma yoga
o «vía de la acción»; aunque siempre tendría a mi disposición
jnāna yoga
y el
bhakti yoga
, las del «conocimiento» y la «devoción». De cualquier modo, ¿sabes a qué me suena todo eso?
Ranjit meneó la cabeza.
—Al nirvana: mi alma quedaría liberada del ciclo de la eternidad.
El visitante se aclaró la garganta.
—Pero eso es lo que busca todo el mundo, según decía mi padre. ¿No lo deseas?
—¡Con todo mi corazón! Pero ¿y si no se trata sino de un engaño? ¡No puedo mentir al brahmán!
Volvió a apoyar todo su cuerpo en el lecho, clavando sus viejos ojos en Myra y Ranjit con expresión implorante. Este último arrugó la frente, aunque fue su esposa quien habló, colocando una mano sobre la muñeca encogida de él.
—Querido Surash, sabemos que no harías nada llevado de un motivo abyecto. Por eso, deberías hacer, sin más, lo que consideres correcto, pues seguro que lo es.
Y con ello concluyó la conversación.
Ya fuera, Ranjit respiró hondo.
—No sabía que Ada estuviese en disposición de intentar archivar a un ser humano.
—Yo tampoco —respondió Myra—. La última vez que hablamos, me dijo que estaban a punto de archivar una rata.
—En eso —apuntó él con una mueca de estremecimiento— va a acabar reencarnado Surash de no estar en lo cierto.
—Si llega a renacer convertido en otro ser (idea que yo rechazo, por cierto), estoy segura de que no será en algo malo. —Tras enmudecer unos instantes, sonrió—. ¡Vamos a ver cómo va nuestra casa!
* * *
La vivienda que había pertenecido al padre de Ranjit comenzaba a mostrar el resultado de las reformas ideadas por Myra, que incluían un dormitorio de matrimonio de grandes dimensiones donde antes había habido dos más pequeños, y tres cuartos de baño (además de un aseo para los invitados en la planta baja) en lugar de uno. Aun así, no había nada acabado, y esquivar los montones de tejas, baldosas, sanitarios y demás material se convirtió en una labor fatigosa.
—¿Qué te parece —propuso ella— si nos damos un chapuzón?
Ranjit tuvo que reconocer enseguida que la idea era excelente. Veinte minutos después, estaban pedaleando, con los bañadores puestos, en dirección a la balsa que había amarrada al lado del peñón de Svāmi.
Dado que el braceaje de las aguas de los alrededores aumentaba hasta alcanzar un centenar de metros a escasa distancia de la costa, no dudaron en llevar consigo su equipo de submarinismo, que incluía el último modelo de botellas de fibra de carbono, capaces de soportar una presión de mil atmósferas. En principio, no tenían la intención de alcanzar tamaña profundidad, aunque las profundidades de aquel mar les permitían estudiar la brutal historia de la región. Allí fue donde, poco menos de cuatro siglos antes, estando dominada Trincomali por los invasores portugueses, cierto capitán de barco luso había hecho destruir el templo por un acceso de furia religiosa (el hecho de que parte de sus ancestros se hubiera contado entre aquellas gentes desalmadas no hizo nada por mermar el interés de Myra). El lecho marino que se extendía alrededor del peñón seguía sembrado de columnas talladas cuyas formas resultaban aún reconocibles.
Una vez bajo el agua, la pareja se detuvo a examinar un umbral de intrincado diseño. Ranjit estaba bromeando con su esposa, haciendo ver que la reprendía con un movimiento de cabeza mientras recorría con un dedo la grieta que había dañado los relieves de flores de loto, cuando la luz que les llegaba de arriba se atenuó de improviso. Al alzar la mirada, vio una forma colosal que atravesaba, por encima de sus cabezas, aquellas aguas clarísimas.
—¡Un tiburón ballena! —exclamó por el transmisor, tan alto, que su voz, distorsionada, se asemejó a la del viejo monje a través del micrófono faríngeo—. ¿Nos hacemos sus amigos?
Myra sonrió mientras asentía con una inclinación de cabeza. No era la primera vez que los dos topaban con aquellos comedores de plancton, tan grandes como inofensivos, en las aguas de Trincomali. Aquellos acorazados de diez metros de largo navegaban acompañados por un séquito de rémoras, que viajaban adheridas a ellos gracias al órgano de succión cuando no nadaban en las proximidades de sus gigantescas fauces con la esperanza de darse un festín con sus sobras.
Ranjit comenzó a inflar su estabilizador y a elevarse lentamente por encima del cabo de guía, pensando que Myra lo seguiría al mismo ritmo, y se sorprendió al oírla decir, con voz serena, aunque tensa a todas luces:
—A mi chaleco le pasa algo. Enseguida estoy contigo.
Entonces, se oyó un violento silbido al llenarse de pronto su cámara de flotación. Ranjit se vio despedido hacia un lado al tiempo que ella ascendía con brusquedad. Momentos así podían hacer que se dejara llevar por el pánico el buceador más avezado, y Myra cometió el funesto error de contener la respiración. Cuando su marido la alcanzó, ya en la balsa, era demasiado tarde. De su boca salía un hilo de sangre, amén de unas últimas palabras, apenas un susurro, que Ranjit no estuvo seguro de haber entendido bien.