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Authors: Arthur C. Clarke y Frederik Pohl

El último teorema (46 page)

BOOK: El último teorema
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En ello estaba, precisamente, cuando ocurrió. Myra alzó la mirada de su pantalla frunciendo el ceño. Había oído algo, algo semejante a un chirrido electrónico remoto, y al mismo tiempo había visto un destello dorado por debajo de la puerta. Lo siguiente que llegó a sus oídos fue la voz de su esposo, entre feliz y aterrorizada.

—¡Por Dios bendito! —gritó él—. ¿Eres tú de verdad, Tashy?

Tras escuchar aquello, no había nada que pudiese impedir a Myra de Soyza Subramanian irrumpir en la habitación contigua. Abrió la puerta con precipitación y vio a su marido mirando de hito en hito a alguien que había de pie al lado de la ventana. Era una joven que llevaba puesto lo mínimo que vestiría alguien que supiese a la perfección que no iba a encontrarse al alcance de la vista de terceras personas.

Se trataba de un atuendo que su hija había usado con muchísima frecuencia cuando estaba en casa. Como un eco, repitió la exclamación de Ranjit:

—¡Tashy! —Y como habría hecho cualquier otra madre en circunstancias tan absurdas como aquélla, se lanzó hacia su hija tratando de envolverla con los brazos.

Pero tal cosa resultó ser imposible. A un metro de la figura de la joven notó algo que la hizo refrenarse y que, un palmo más allá, la detuvo en seco. No fue nada semejante a un muro ni, de hecho, nada tangible. Acaso podría decirse que fue algo comparable a una brisa cálida e irresistible. Fuera lo que fuere, Myra quedó inmóvil a sólo un brazo de distancia de cualquiera de los miembros de aquella imagen que poseía el rostro de la niña a la que había dado a luz, criado y amado. Y que en aquel momento ni siquiera la miraba. Tenía los ojos clavados en Ranjit, y comenzó a hablar diciendo:

—No tiene sentido ponerse a debatir quién soy, doctor Subramanian. Lo importante es que debo formularle un buen número de preguntas, y que usted tiene que responder a cada una de ellas.

Y sin intención alguna de oír lo que él pudiese tener que decir, sin más explicaciones ni gesto alguno de cortesía, dio comienzo al interrogatorio.

* * *

En efecto, las preguntas fueron muchas. Se sucedieron de forma inacabable (durante casi cuatro horas, en realidad), y lo abarcaban todo: «¿Por qué están destruyendo sus armas muchas de las tribus de su planeta?». «¿Ha vivido alguna vez en paz su especie?» «¿Qué significa el término
demostración
aplicado a la investigación relativa al teorema de Fermat que llevó usted a cabo en el pasado?» Y también las hubo más extrañas: «¿Por qué copulan los especímenes masculinos y femeninos de su especie aun en períodos en los que a estos últimos les es imposible concebir?». «¿Han llegado a calcular cuál sería la población ideal del planeta?» «¿Por qué la excede de forma tan marcada el número de los seres que viven en él?» Y otras más: «En su planeta hay áreas de kilómetros y kilómetros cuadrados con una densidad demográfica insignificante. ¿Por qué no las han colonizado con personas procedentes de los centros urbanos más poblados?».

Myra asistió petrificada a semejante interpelación, viéndolo todo, pero incapaz de moverse. Fue testigo del afán con que su esposo trataba de hacer frente al cuestionario a despecho de la perplejidad que lo atenazaba, y anheló ayudarlo. ¡Y qué preguntas!

—A veces —formulaba aquel ser, fuera cual fuere su sexo, con una voz modulada de tal manera que bien podría haber salido de un cadáver reanimado—, usan ustedes la palabra
país
para referirse a determinado colectivo humano, y otras prefieren
nación.
¿Cuál es la diferencia entre ambos conceptos: el tamaño, acaso?

El padre putativo de aquella figura meneó la cabeza.

—No, en absoluto; hay países con centenares de miles de habitantes, y otros, como China, que tienen casi dos mil millones. Sin embargo, aquéllos y éste son estados soberanos; o sea, naciones —se corrigió.

El visitante guardó silencio unos segundos antes de proseguir.

—¿Cómo se tomó la decisión de aniquilar todos los sistemas electrónicos de Corea del Norte, Colombia, Venezuela y otras naciones, países o estados soberanos?

Ranjit dejó escapar un suspiro.

—Supongo que fue el consejo de Pax per Fidem. Si quiere una respuesta segura, más le vale preguntar a uno de sus integrantes. A Gamini Bandara, por ejemplo, o a su padre. —Al ver callar de nuevo a su inquisidor, añadió nervioso—: Lo que sí puedo hacer yo, claro, es conjeturar. ¿Quiere que lo haga?

Aquellos ojos, que no eran los de Natasha, lo miraron un largo rato antes de que la figura contestase:

—No.

Entonces, desapareció con un nuevo chasquido electrónico penetrante y cierta agitación del aire.

* * *

Myra recuperó la movilidad, y la aprovechó para correr al lado de su marido y rodearlo con los brazos. Los dos se sentaron en silencio, abrazados, hasta que los sobresaltó un violento golpe procedente de la puerta. Cuando la criada fue a abrir, irrumpieron en la casa una docena de policías en busca de algo que arrestar. El capitán, sin aliento, se disculpó entre resuellos.

—Perdonen, el agente de guardia vio a través de una ventana lo que estaba ocurriendo y nos avisó; pero al llegar aquí, nos ha sido imposible acercarnos al edificio. Ni siquiera hemos sido capaces de tocar el muro. Lo siento.

Dicho esto, se llevó su pantalla al oído mientras Myra aseguraba a los recién llegados, que registraban con diligencia hasta el último rincón de la casa, que nadie había sufrido daño alguno.

—Doctor Subramanian —dijo al fin el capitán tras devolver al cinturón la pantalla de bolsillo—, ¿ha mencionado usted a Gamini Bandara, el hijo del presidente electo, durante la conversación que ha mantenido con ese…? —Se detuvo, tratando, en vano, de dar con el nombre adecuado para completar la frase— ¿… con eso? —concluyó.

—Sí, creo que sí.

—Me lo imaginaba —dijo el policía en tono apesadumbrado—. Ahora lo están sometiendo a un interrogatorio idéntico al suyo. Y lo está haciendo la misma persona.

* * *

Ningún ser humano poseedor de una pantalla o con acceso a una quedó ajeno a estas noticias. Con todo, nada de lo dicho aclaró mucho a lo que quedaba de la familia Subramanian ni al resto de la especie humana. Tampoco a la multitud de unoimedios que, atrapada en sus vehículos militares, navegaba a la deriva a través de la nebulosa de Oort.

En realidad, éstos tenían preocupaciones mucho más acuciantes que las de los terrícolas. Para ellos no suponía dificultad alguna la orden de diferir la aniquilación de los humanos; pero las instrucciones que les habían hecho llegar los grandes de la galaxia no parecían tener en consideración todo lo que comportaba su acatamiento. Se trataba, sin más, de un asunto de números. El de los que habían embarcado en un principio ascendía a ciento cuarenta mil, aproximadamente, y si bien tal cantidad se había mantenido inmutable durante casi tres lustros, al final, los unoimedios se habían abandonado a la lujuria durante aquella exaltación fugaz y violenta de entrega sexual.

A esas alturas, semejante bacanal había dado ya sus frutos, y éstos, de hecho, habían llegado casi a la adultez. Sin embargo, la flota no disponía de los pertrechos necesarios para mantener con vida un número tan elevado de ocupantes durante un período tan prolongado. Los aparatos mecánicos que se habían instalado a fin de que proporcionasen aire, agua y alimento a los ciento cuarenta mil unoimedios habían tenido que doblar casi su capacidad, y tamaña tensión los había dejado al borde del desmoronamiento. Tal condición estaba llamada a provocar no poca escasez y acarrear, en breve, la muerte de muchos de ellos.

¿Y qué iban a hacer al respecto los grandes de la galaxia?

CAPÍTULO XXXIX

Interrogatorios

A
quella noche, la familia Subramanian apenas pegó ojo; en realidad, fueron pocos quienes lograron conciliar el sueño con independencia del huso horario al que perteneciesen, ya que la mayor parte del mundo se hallaba suspendida ante su pantalla sin hacer caso del reloj. Lo que vieron en primer lugar fue la escena en la que Gamini Bandara, cubierto sólo con una colosal toalla y sentado en el borde de la bañera, respondía a las preguntas que le formulaba la misma copia de Natasha Subramanian que había interrogado a su padre, sin que hubiese explicación inmediata alguna de cómo había ocurrido tal cosa.

El asunto en torno al que giraban las más de las cuestiones no era otro que la fundación de Pax per Fidem, el desarrollo del Trueno Callado y la estructura de mando de los grupos que planeaban y ejecutaban sus misiones. Gamini contestó lo mejor que pudo a cada una de ellas, aunque cuando éstas se centraron en los detalles técnicos del arma no pudo por menos de cabecear y dar el nombre de uno de los ingenieros del equipo que la había construido. En cuanto a la historia interna de cómo se había puesto en marcha el proyecto, se remitió al secretario general de las Naciones Unidas. Cuando se abordó el asunto de la eterna propensión de la especie humana a entablar guerras con sus semejantes, no pudo sino disculparse. Aquella tendencia era, según informó a la figura, tan antigua como la humanidad misma; pero él había suspendido el único curso de historia antigua al que había asistido en su vida. Aun así, la profesora responsable seguía dando clases en la Escuela de Economía y Ciencias Políticas de Londres.

Así era. Sin embargo, en aquel momento se encontraba pasando un año sabático en el minúsculo estado de Belice. El inquisidor la encontró en un conjunto de ruinas llamado Altún Ha. Allí, a plena luz de un día de los que hacen sudar, con un centenar de antropólogos, turistas, guías y, al fin, la policía beliceña viendo y escuchándolo todo, aunque incapaces de acercarse siquiera a los interlocutores, la falsa Natasha exigió y consiguió un sumario de la historia militar de la especie humana. La profesora le dio cuanto le pedía, comenzando con las primeras naciones de las que se tiene constancia escrita: las de los sumerios, acadios, babilonios e hititas que habitaron antes de que se desbordara lo que llamamos «civilización» en el Creciente Fértil, situado entre los ríos Tigris y Éufrates, para conquistar Egipto, China, Europa y, al cabo, el mundo entero. Fueran donde fuesen, quienesquiera que fuesen sus vecinos y con independencia de lo ricas que pudiesen ser sus vidas, los seres humanos seguían empeñando su ración acostumbrada de guerras sangrientas y homicidas.

En total, el simulacro de Natasha Subramanian entrevistó a poco menos de una veintena de personas, que respondieron, si bien no siempre a la primera, a todas y cada una de sus preguntas. El que más tardó en hacerlo fue cierto ingeniero diseñador de bombas atómicas de la ciudad tejana de Amarillo, quien se negó en rotundo a dar detalle alguno de la construcción del arma nuclear que hacía funcionar al Trueno Callado. Ni siquiera cuando le impidieron comer, beber agua o usar el baño…, hasta que, al final, accedió a hablar si recibía el permiso del presidente de Estados Unidos. A éste apenas le hicieron falta veinte minutos para hacerse cargo de cuál era la situación y cuáles las consecuencias que podía tener para él y su bienestar.

—¡Al carajo! —exclamó al fin—. Dígale lo que quiera saber.

Después de los interrogatorios, que tuvieron una duración total de cincuenta y una horas, aproximadamente, el duplicado de Natasha desapareció sin más. Cuando Ranjit y Myra compararon las grabaciones del último interrogatorio con las del primero, tuvieron ocasión de maravillarse al comprobar que no se le había movido un solo rizo. Ni su rostro ni su voz manifestaban indicio alguno de fatiga, y en su escueta indumentaria no se apreciaba mancha alguna de las que suelen resultar inevitables al comer (¿comer qué, si no se le había visto probar bocado?) o al rozarse de forma involuntaria con un muro polvoriento.

—No es real —declaró Ranjit con asombro.

—No, no es real —coincidió su esposa—, pero ¿dónde está la de verdad?

* * *

Dado que Myra y Ranjit eran, a la postre, simples humanos, y necesitaban descansar, ella dio órdenes estrictas al servicio de que no los molestasen antes de las diez de la mañana a no ser que se acercara el fin del mundo.

Cuando abrió un ojo y vio el semblante preocupado de la cocinera al lado del suyo, descubrió que sólo eran las siete y no dudó en despertar a su marido con un codazo en las costillas, ya que, si de veras se estaba acabando el mundo, no quería que él se lo perdiese.

Y lo cierto es que todo parecía apuntar a dicha contingencia. De hecho, la noticia que había ido a comunicarles la cocinera era que la «supernova» de la nebulosa de Oort había vuelto a revelarse, aunque en esta ocasión sólo desplegaba una fracción diminuta de la energía detectada con anterioridad. A medida que aumentaba el número de telescopios de gran porte que trataban de obtener imágenes más nítidas del fenómeno, fue descubriéndose, además, que aquella nueva radiación no tenía un solo origen, sino más de ciento cincuenta. Por otra parte, tal como participó el locutor a los espectadores en tono a un tiempo inquieto y muy confundido, el estudio del efecto Doppler mostraba que se hallaban en movimiento, y lo que era más desazonador aún, avanzaban en dirección a la región interna del sistema solar, y más concretamente, a la mismísima Tierra.

* * *

Ranjit no pudo dar una respuesta más suya. Fijando la mirada en el firmamento durante un buen rato, dijo:

—Ajá… —Y se dio la vuelta, posiblemente con la intención de seguir durmiendo.

Myra consideró la idea de hacer otro tanto, aunque tras efectuar una breve prueba, concluyó que tal cosa iba a resultarle imposible. Por lo tanto, no sin esfuerzo, se dispuso a seguir el ritual de cada mañana, que culminó en la cocina, en donde aceptó la taza de té que le ofreció la cocinera, aunque no su conversación. Entonces, a fin de evitar esto último y poder reflexionar, se dirigió al patio con la infusión.

Reflexionar era una actividad que solía dársele muy bien a la doctora Myra de Soyza Subramanian; pero aquella mañana le resultaba bastante difícil. Tal vez fuese porque la cocinera tenía puestas las noticias, y aun desde fuera de la casa percibía las voces apagadas, por más que éstas no dijesen nada de interés, pues nada de interés sabían los periodistas que no hubiesen comunicado ya durante el primer boletín informativo; quizá fuera porque en lo que de veras quería pensar era el rompecabezas de la inexplicable aparición de aquel ser idéntico a su hija que, sin embargo, no era Tashy. O tal vez se debiera a la acción que estaba teniendo sobre su cansancio aquel sol cálido de la mañana.

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