Read El Umbral del Poder Online
Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman
Tags: #Aventuras, Juvenil, Fantastico
»Volví la espalda a Istar.
»Al arribar a casa, a punto estuve de derribar las inmensas puertas. La joven elfa, alarmada, corrió a recibirme con el recién nacido vástago en sus brazos. Tenía los rasgos desencajados, su rostro denotaba una zozobra que yo tomé por una muda confesión de culpabilidad. La maldije, a ella y al niño. En el instante en que profería mis imprecaciones, la montaña ígnea se desplomó sobre Ansalon.
»Las estrellas se desprendieron de la bóveda celeste, el suelo se resquebrajó entre indescriptibles sacudidas y una lámpara de araña, iluminada mediante un centenar de velas, cayó del techo. Mi mujer fue engullida por un cerco flamígero. Pero antes, consciente de que iba a morir, me entregó al pequeño para que lo rescatara del fuego que a ella la consumía. Titubeé unos segundos y, presa aún de mi injustificado arranque de celos, rehusé atenderla.
»Con su último aliento, descargó sobre mí la cólera de las divinidades. "Sucumbirás al incendio, como nuestro hijo y como yo —vaticinó—. Pero, a diferencia de nosotros, pervivirás en una eterna negrura donde, para expiar el vano derramamiento de sangre que tu mezquina obsesión ha desencadenado esta noche, revivirás una existencia completa por cada una de las que has agostado." Y expiró.
»Las llamas se enseñorearon y mi castillo no tardó en arder cual una pira funeraria. Ninguno de los métodos que ensayamos extinguió, controló al menos, aquella hoguera, que, dada su singular naturaleza, socarraba hasta las piedras. Mis hombres quisieron huir, pero, ante mis horrorizados ojos, también ellos fueron acorralados por el ígneo enemigo y disueltos en siniestras antorchas. Sólo yo quedaba vivo en la fortaleza, enhiesto en el vestíbulo y con un círculo de fuego a mi alrededor, que no se atrevía a tocarme. No obstante, comprendí que antes o después lamería mis miembros, que su avance era inevitable.
»Mi muerte fue lenta, mi agonía espeluznante y, cuando al fin sobrevino el tránsito, no me aportó ningún alivio. Cerré los ojos para volver a abrirlos frente a un universo vacuo, una esfera de desesperanza y perenne suplicio. A lo largo de innumerables años, me he sentado en este trono todas las veladas y escuchado mi epopeya en boca de las mujeres elfas.
»Pero esta situación ha cambiado. Tú has acabado con ella, Kitiara.
»Al invocarme la Reina de la Oscuridad para que la respaldara en la guerra, accedí, con una única condición: que me pusiera al servicio de una criatura aguerrida, capaz de pernoctar en el alcázar de Dargaard sin salir despavorida en pleno sueño. Sólo uno de los Señores de los Dragones cumplió tal requisito. Fuiste tú, mi bella niña, tú, querida Kitiara. Te admiré por tu valor, por tu destreza, por esa férrea voluntad que no repara en medios. Vi en ti mi propio reflejo, la evidencia de lo que podría haber sido.
»Mi concurso te fue decisivo una vez concluida la contienda. Sin mí, te habría resultado imposible asesinar a los otros mandatarios en la desbandada general que sucedió a la derrota de Neraka. Volé a Sanction a tu lado, y allí te ayudé a restaurar tu predominio en el continente. También tomé parte activa cuando pretendiste frustrar los planes de Raistlin, tu hermanastro, empecinado en retar y suplantar luego a la Reina de la Oscuridad. No, no me extrañó que el mago, más sabio y taimado, diera al traste con nuestro proyecto. De todos los seres vivientes que he conocido, es a él a quien más temo.
»Incluso me han divertido tus devaneos amorosos, Kitiara. Los espíritus errantes somos ajenos a la lujuria, una pasión de la sangre que mal puede subsistir en unas venas glaciales, estériles, vacías de savia. Presencié cómo trastornabas los sentidos de Tanis el Semielfo, un simple títere que manejaste a tu capricho, y confieso que gocé del juego más todavía que tú misma.
»Pero ahora, Kitiara, ¿qué ha sido de ti? El ama y señora se ha convertido en esclava. ¡Y por un maldito elfo! He observado cómo destellaban tus ojos al mencionar su nombre, cómo temblaban las cartas en tus ahora frágiles manos. Piensas en él durante los momentos en las que deberías organizar la estrategia bélica. Ni siquiera tus generales logran retener tu atención.
»Repito que los espectros ignoramos qué es la lujuria. A fuerza de no experimentarla, la hemos olvidado. Pero no ocurre lo mismo con el odio, la envidia, los celos o el ansia de posesión. Tales emociones permanecen tan vigentes como en nuestro período vital.
»Podría matar a Dalamar, ese elfo oscuro que, si bien es un excelente aprendiz, no constituye un adversario digno de mis facultades. Su maestro, Raistlin, es ya otro cantar.
»Mi soberana, tú que moras en el Abismo, ¡guárdate del nigromante! Él personifica el más grave desafío que jamás irrumpió en tu gloriosa órbita y, al fin, deberás afrontarlo en solitario. Nada puedo hacer en tu plano astral, Oscura Majestad pero quizá esté en mi mano asistirte en el mío.
»Sí, Dalamar, podría aniquilarte. Pero la muerte es en sí misma algo mezquino, infame, precedido por un sufrimiento que pronto pasa y no deja huella. El verdadero dolor reside en perdurar suspendido entre dos mundos, atisbar a los vivos, oler sus cálidos efluvios, acariciar su carne con la conciencia de que nunca hemos de recuperar el hálito que, también, nos alimentó un día. ¡Ah, elfo oscuro, pronto averiguarás lo que tales sensaciones significan!
»En cuanto a ti, Kitiara, has de saber que antes me avendría a padecer durante una centuria los horrores propios de estas regiones de ultratumba que consentir que otro hombre vivo te estreche entre sus brazos.»
El fantasmal caballero caviló y maquinó, retorciéndose su cerebro como las espinosas ramas de las rosas negras que, en una jungla casi impenetrable, invadían su castillo. Los cadavéricos guerreros hacían su ronda en las almenas, cada uno próximo al lugar donde el fuego segara su existencia, mientras las mujeres elfas frotaban sus manos descarnadas y elevaban gemidos a las alturas, melodías impregnadas de pesar frente a su trágico sino.
Soth nada oyó, nada le interesaba. Siguió sentado en el ennegrecido trono, fijas sus pupilas, aunque al mismo tiempo extraviadas, en un contorno que se dibujaba en el rocoso suelo, una mancha que había intentado borrar en incontables ocasiones con su magia. Aquella sombra representaba un cuerpo femenino, simbolizaba su penitencia.
Tras un prolongado intervalo de silencio, el espectro esbozó una sonrisa, invisible, pero tácita como sus labios, y las llamas anaranjadas de sus ojos se avivaron en una noche insondable. —Tú, Kitiara —declaró—, serás mía para siempre.
Cita en Palanthas
El carruaje se detuvo bruscamente. Los caballos piafaron haciendo tintinear los arneses, pateando las lisas piedras del adoquinado con los cascos como si, mediante tales movimientos, pretendieran dar por terminado el viaje y regresar a sus acogedoras cuadras.
Desde el exterior, una cabeza se recortó en la ventanilla del vehículo.
—Buenos días, señor, sed bienvenido a Palanthas. Os ruego que os identifiquéis y expongáis el asunto que os trae.
Enunció tan formal solicitud un joven oficia], de voz diáfana y cortés, que poco antes había entrado de servicio. Al inspeccionar el interior del carruaje, pestañeó, en un intento de ajustar sus ojos a las frescas sombras que lo velaban. El sol primaveral brillaba con un fulgor similar al rostro del soldado, probablemente porque también él acababa de comenzar su ronda.
—Me llamo Tanis el Semielfo —se presentó el recién llegado—, y he venido por invitación de Elistan, Hijo Venerable de Paladine. Avalo mis afirmaciones con una misiva. Si aguardas un momento, te la mostraré.
—¡El insigne Tanis! —exclamó el oficial. La faz enmarcada en el cristal del carruaje se tiñó de púrpura, de una tonalidad a juego con el ridículo uniforme que, repleto de alamares, estaba coronado por sendas charreteras distintivas de su rango—. Os pido mil perdones, señor. No os he reconocido o, mejor dicho, no he podido veros bien, pues, de haberlo hecho, no habría dejado de…
—¡Maldita sea! —se encolerizó el semielfo—. No te disculpes por cumplir con tu deber, soldado. Aquí tienes la carta.
—No volveré a hacerlo, señor. Me refiero a excusarme, no a desempeñar mis funciones —se azoró el reprendido—. Lo lamento de veras, señor. ¿La carta? No será necesaria. Podéis pasar.
El centinela ensayó un marcial saludo, se golpeó la cabeza contra uno de los salientes que adornaban la ventana, se le enredó en la portezuela la manga de la camisa, se cuadró de nuevo y, al fin, se retiró a su puesto tan bamboleante como si se hubiera enfrentado a una horda de goblins.
Sonriendo para sus adentros, aunque más era una mueca de enojo que una manifestación de jocosidad, Tanis se apoyó en el respaldo de su asiento mientras traspasaba el acceso de la Ciudad Vieja. La idea de apostar guardianes había sido suya. Había precisado de todas sus dotes persuasivas para convencer a Amothus de Palanthas de que la muralla debía permanecer no sólo cerrada, sino también custodiada a todas horas.
—Pero entonces los visitantes podrían sentirse rechazados y ofenderse —había protestado el dignatario—. Después de todo, la guerra ha concluido.
El semielfo suspiró. ¿Cuándo aprenderían? Nunca, supuso alicaído, a la vez que contemplaba aquella urbe que simbolizaba, como ninguna otra en el continente de Ansalon, la complacencia a la que se había abandonado el mundo después de la Guerra de la Lanza. Aquella primavera se cumplirían dos años desde el final del conflicto.
Tal pensamiento le arrancó otro suspiro. ¡Había olvidado la fiesta conmemorativa de la paz! Se celebraría dentro de dos o tres semanas, no atinó con la fecha exacta, y tendría que ponerse aquel absurdo disfraz mezcla de la armadura de gala de los Caballeros de Solamnia, los regios emblemas elfos y los arreos enaniles. Se organizarían ágapes fastuosos, que le mantendrían despierto media noche, se pronunciarían discursos que le incitarían al sueño después de la cena, y Laurana…
Contuvo un reniego. ¡Laurana sí se había acordado! ¿Cómo pudo ser tan cándido? Habían vuelto a su hogar de Solanthus, tras asistir a las exequias fúnebres por Solostaran en Qualinesti, y él había realizado un infructuoso viaje a Solace en busca de la sacerdotisa Crysania, cuando llegó un mensaje para Laurana. Estaba escrito en el fluido trazo de los elfos y su contenido era un breve pero explícito apremio: «Se requiere urgentemente tu presencia en Silvanesti.»
—Tardaré unas cuatro semanas, querido —le anunció su amada cónyuge, besándole cariñosa, aunque sus pupilas, aquellas adorables pupilas, reían con picardía.
¡Había desertado, le había cedido el «honor» de presidir los tediosos festejos! Mientras, ella prolongaría un poco más de lo debido la estancia en su patria, que, aunque se hallase inmersa en una lucha denodada para escapar de los horrores que le infligiera la pesadilla de Lorac, era siempre preferible a una velada en compañía de Amothus, máximo mandatario de la ciudad.
Sin perder el hilo de tales cavilaciones, en la mente de Tanis se dibujó una imagen de Silvanesti con sus torturados árboles rezumando sangre, con los informes semblantes de los guerreros elfos, muertos tiempo atrás, agazapados en las sombras. A título comparativo, invocó una secuencia de los festines de Amothus… y estalló en carcajadas. Cualquier día llevaría a los espectros a una de aquellas reuniones.
En cuanto a Laurana, no podía reprocharle que hubiera ingeniado semejante estratagema. Las ceremonias constituían un ahogo para él y adivinaba hasta qué extremo debía hallarlas agobiantes su esposa, el orgullo de los palanthianos, el Áureo General que salvara la hermosa urbe de los estragos de la guerra. No había nada que no fueran capaces de hacer por ella, salvo respetar su intimidad. En la última Fiesta de la Paz, Tanis había tenido que llevarla a casa en brazos, más exhausta que después de tres días ininterrumpidos de acciones bélicas.
La imaginó en Silvanesti, replantando las flores, para dulcificar los sueños de los tortuosos troncos y, despacio, mediante sus pródigos cuidados, devolverlos a la vida, o visitando a Alhana Starbreeze, ahora su cuñada, que seguramente había regresado también sin Porthios, su nuevo marido. El suyo era un matrimonio de conveniencia y el semielfo se preguntó, por un breve instante, si Alhana no se refugiaba en aquellas tierras deseosa, a su vez, de eludir las conmemoraciones. La evocación del final de la contienda debía llenarla de recuerdos de Sturm Brightblade, el caballero que conquistó su corazón y que, sepultado en la Torre de los Sumos Sacerdotes, despertó asimismo la añoranza de Tanis. No se detuvo el semielfo en su recto amigo; el recuerdo de éste arrastró los de tantos otros compañeros y, sin apenas intervalo, los de sus adversarios.
Invocada al parecer por los arremolinados recuerdos, una sombra oscureció las proximidades del carruaje. El ocupante estiró el cuello por la ventanilla y, al fondo de una calleja angosta, larga y desierta, vislumbró una mancha de negrura: el Robledal de Shoikan, el bosque tras el que se escudaba de los intrusos la Torre de la Alta Hechicería, propiedad de Raistlin.
Incluso a tanta distancia, Tanis sintió la gélida brisa que surgía de aquellos árboles, un frío que congelaba el alma. Fijó la mirada en la Torre, que se erguía sobre los bellos edificios de Palanthas como una lanza de hierro forjado que hubieran clavado en el albo pecho de la metrópoli.
En su inconexo deambular, las cábalas de Tanis discurrieron hacia la carta que había motivado su presencia en Palanthas. Como aún la sostenía en la mano, se apresuró a releerla:
«Tanis el Semielfo:
»Es preciso que nos entrevistemos. Se trata de una cuestión de suma importancia. Nos veremos en el Templo de Paladine, hora Postvigilia subiendo hacia el 12, cuarto día, año 356.»
Aquello era todo. No había firma, ni aclaración sobre el asunto que obligaba a concertar tan inesperado encuentro. Lo único que el destinatario sabía era que se hallaba en el cuarto día y que, al recibir el mensaje la vigilia misma, hubo de recorrer el trayecto sin descanso para llegar a tiempo. La nota estaba escrita en elfo. Nada le revelaba este detalle, pues Elistan estaba rodeado de clérigos de aquella raza, por lo que nada tenía de particular que uno de ellos se hubiera encargado de transcribir sus palabras. Lo extraño era que no hubiera estampado su firma, si era él quien le mandaba la misiva. Claro que, bien pensado, ¿qué otra persona podía permitirse el lujo de citarlo libremente en el Templo de Paladine?