Read El Umbral del Poder Online
Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman
Tags: #Aventuras, Juvenil, Fantastico
Encogiéndose de hombros, diciéndose que ya se había planteado en más de una ocasión tales interrogantes sin haber extraído conclusiones satisfactorias, el semielfo metió el pergamino en su bolsa y, sin proponérselo, estudió de nuevo la arcana Torre.
—Presumo que guarda alguna relación contigo, viejo amigo —murmuró, frunciendo el entrecejo y centrando sus meditaciones en Crysania y las singulares circunstancias en las que desapareció.
El vehículo volvió a detenerse, arrancando al héroe de su ensimismamiento. Atisbo el Templo, majestuoso y sugerente, en las cercanías, pero se conminó a sí mismo a esperar hasta que el lacayo le abriese la portezuela. Sonrió en su fuero interno al rememorar la época en que Laurana, sentada frente a él, solía retarlo con los ojos a que osara tocar el tirador. Tardó varios meses en corregir su antiguo e impulsivo hábito de abrir la puerta de un empellón, apartar al criado y seguir su camino sin hacer el más mínimo caso del cochero, los caballos ni ninguna otra contingencia.
Ahora se había convertido en una broma secreta, que ambos compartían. A Tanis le encantaba observar cómo su esposa arrugaba el entrecejo con fingido susto mientras él extendía el brazo en dirección al tirador. Sin embargo, consideró que no era momento de revivir tales episodios porque, si no los descartaba, sólo lograría sumirse en la melancolía. ¡La echaba tanto de menos!
¿Dónde se había metido el lacayo? Juró por los dioses que, si estaba solo, saldría a su manera e introduciría un agradable cambio en la rutina. Hubo suerte, porque, aunque la puerta giró sobre sus goznes, el servidor se enzarzó en una inusitada lucha contra el escalón que, rebelde, se negaba a desplegarse para facilitar el descenso.
—Olvídalo —le espetó Tanis, y se apeó de un salto.
Ignorando la expresión de sensibilidad ultrajada que adoptó el criado, el semielfo inhaló aire, contento por haber podido escapar, al fin, de los viciados confines del carruaje.
Escrutó su entorno, dejó que la espléndida aureola de placidez y bienestar que irradiaba del Templo de Paladine arrullara su espíritu. Ningún bosque protegía el sagrado recinto. Un vasto césped, verde y mullido cual el terciopelo, invitaba al viajero a pisarlo, sentarse, reposar. Numerosos parterres de flores multicolores deleitaban las pupilas, embriagando el aire con su fragancia, y en algunos parajes apartados unos setos meticulosamente podados proporcionaban cobijo a quienes no resistían la potente luz solar. En las fuentes, borboteaban chorros de agua fresca, pura. Los clérigos, ataviados de blanco, iban y venían en pequeños grupos a través de los jardines, juntando las cabezas en solemnes discusiones teológicas.
Entre los floridos retazos, los umbríos rincones y la alfombra de hierba, se alzaba el edificio, reverberante a los rayos del astro diurno. Construido de mármol níveo, su estructura lisa y sin ornamentos magnificaba la impresión de beatitud, de paz, que prevalecía en sus contornos.
Había puertas, pero no centinelas. Cualquiera era bienvenido y, frente a tal prueba de confianza, eran innumerables las criaturas que entraban. Aquel santo lugar era un puerto seguro para los que sufrían, los desheredados y quienes padecían privaciones o carencias de toda índole. Cuando Tanis inició su andadura por el acogedor prado, vio a numerosas personas sentadas o tendidas, que, por los rictus de abatimiento que mostraban en sus semblantes, no debían gozar a menudo de tan apacible recreo.
Tras avanzar algunas zancadas, Tanis hubo de hacer un alto, al percatarse de que no había impartido instrucciones al cochero. Pero, en el instante en que se disponía a ordenarle que aguardara, una figura surgió de una tupida pared vegetal, lindante con la mole del Templo, e inquirió:
—¿Tanis el Semielfo?
Al exponerse quien así lo interpelaba a la luminosidad, el viajero dio un respingo. Se cubría aquel ente con negras vestiduras, un sinfín de saquillos y artilugios mágicos pendían de su cinto, sendas ristras de runas bordadas en hebras de plata festoneaban mangas y capucha. «¡Raistlin!», aventuró Tanis, que había tenido al archimago presente en sus disquisiciones, unos minutos antes.
No, no lo era. El semielfo respiró al comprobar que aquel nigromante sobrepasaba por lo menos en una cabeza la estatura de su antiguo compañero. Exhibía un talle esbelto y bien formado, unos hombros musculosos y un paso juvenil, pleno de vigor. Además, ahora que le prestaba atención, reparó en que su voz destilaba firmeza, seguridad, en nada se asemejaba al ambiguo siseo de Raistlin. Y, aunque se le antojaba imposible, creyó detectar el acento propio de su raza en el timbre del desconocido.
—Soy Tanis el Semielfo, en efecto —admitió, remiso.
Aunque no distinguía los rasgos de la figura, oculta como estaba por los pliegues de su embozo, intuyó que sonreía.
—Estaba seguro de haberte reconocido me han descrito tu aspecto infinidad de veces —explicó el hechicero—. Puedes despedir a tus criados. No precisarás del vehículo durante algunos días, acaso semanas. Tu estancia en Palanthas será larga.
¡Aquel individuo le estaba hablando en el idioma elfo, en el dialecto de Silvanesti! Al principio, Tanis quedó tan anonadado que tan sólo acertó a espiar a su oponente, mudo, incapaz de reaccionar. El cochero se aclaró la garganta. Había realizado un agotador viaje y en la ciudad abundaban las tabernas donde servían una cerveza que había dado pábulo a toda suerte de leyendas a lo largo y ancho de Ansalon. Una sílaba de su señor y sería libre de degustarla.
Pero el héroe no iba a despachar a sus lacayos y medios de transporte sólo porque así se lo sugería un Túnica Negra. Despegó los labios para interrogarlo, pero el intrigante personaje extrajo las manos de las bocamangas, donde las había mantenido enlazadas, e hizo un movimiento negativo, rotundo, con una mientras le invitaba a seguirlo con la otra.
—¿No quieres caminar a mi lado? —se anticipó a proponerle—. Ambos nos dirigimos al mismo sitio. Elistan nos espera.
«¡Nos!», repitió Tanis mentalmente, navegando en un océano de confusión. ¿Desde cuándo convocaba el poderoso clérigo a los nigromantes en el santuario de su dios y desde cuándo accedían éstos de forma voluntaria a penetrar en la morada de su rival?
Si de verdad deseaba averiguarlo, no tenía otra opción que acompañar a aquella enigmática criatura y reservar todas las preguntas para la intimidad. Así pues, todavía perplejo, el semielfo indicó a sus servidores que les mandaría aviso más adelante. El hechicero permaneció silencioso a su lado y, una vez hubo partido el carruaje, escuchó atento su solicitud.
—Tienes ventaja sobre mí —insinuó el viajero en alto silvanesti, una lengua elfa más pura que la que le habían enseñado en Qualinesti durante su infancia.
No tuvo que extenderse. El desconocido comprendió y, tras retirar la capucha para que la luz diurna bañara sus facciones, dijo:
—Me llamo Dalamar.
Después de proferir tan escueta frase, recogió de nuevo las manos bajo las mangas de su túnica, ya que pocos eran los habitantes de Krynn que estrechaban la mano de un ente consagrado a la nigromancia.
—¡Un elfo oscuro! —se asombró Tanis, que, debido precisamente a su pasmo, actuó de modo espontáneo, sin previa reflexión—. Lo siento —hubo de rectificar—, nunca me había tropezado con nadie…
—¿De mi especie? —terminó el otro por él, iluminado su rostro, de hermosos rasgos, aunque frío y desapasionado, en un curioso halo de cordialidad que ensanchaba sus labios—. No, es lógico que así sea, puesto que nosotros, «los que vivimos privados del tibio sol» —parafraseó, burlón, el estigma que les habían impuesto—, no solemos aventurarnos en los planos de la existencia donde brilla el astro. —Su mueca ganó, de pronto, calidez, y a su interlocutor no le pasó inadvertida la mirada de nostalgia que lanzaba al verde seto donde se había agazapado—. En ocasiones, incluso nosotros anhelamos volver al hogar.
El semielfo inspeccionó, a su vez, la vegetación que crecía junto a un álamo, el árbol más apreciado por los de su raza. La proximidad de su ramaje, mecido en la brisa, tuvo el don de diluir su agarrotamiento. Ya más relajado, recapacitó que él también se había internado en sendas diabólicas y que, en su ofuscación, había estado a punto de arrojarse algunos precipicios sin salida. No había de resultarle difícil entender.
—Se acerca la hora de mi entrevista —señaló— y, por lo que me has insinuado, lo que he de tratar en ella te concierne tanto como a mí. Quizá deberíamos proceder.
—Naturalmente.
Dalamar se encerró en su mutismo y, sin vacilaciones, inició detrás de Tanis la travesía del ondeante mar de hierba. No obstante, el semielfo se volvió de forma casual para comprobar si le seguía y quedó boquiabierto al descubrir el espasmo de dolor que contraía los delicados rasgos del mago, y que le arrancaba violentas convulsiones.
—¿Qué sucede? —indagó, deteniéndose de inmediato—. ¿Puedo socorrerte?
—No, semielfo —repuso el interpelado, en un frustrado intento de trocar el sufrimiento por una sonrisa—. No hay nada que puedas hacer ni, de hecho, me aqueja ninguna dolencia que no sea transitoria. Peor aspecto tendrías tú si pisaras tan sólo el Robledal de Shoikan, la arboleda que custodia mi residencia.
El héroe asintió en señal de comprensión y, casi sin quererlo, oteó la lóbrega Torre que despuntaba en la distancia sobre las otras edificaciones de Palanthas. Se apoderó de él un vago desasosiego, que fue en aumento cuando, llevado de un instinto que obedecía a un mandato interior, posó la vista en el blanco Templo para examinar, de hito en hito, las dos moles. Al escrutarlas al unísono, cual imágenes superpuestas en rápida secuencia, ambas se le antojaron más completas, más acabadas, que en las distintas circunstancias en que las ojeara por separado. ¿Acaso se complementaban? Fue una impresión fugaz, que ni siquiera consideró más tarde y menos ahora, en que vino a turbarlo una inquietud más acuciante.
—¿Vives allí? ¿Con Rai… con él?
Necesitaba cerciorarse. Pero como, por mucho que se esforzara, no podía pronunciar el nombre de Raistlin sin enfurecerse, prefirió omitirlo.
—Es mi
shalafi
—contestó Dalamar, con acento tenso, a causa de la prueba a la que le estaban sometiendo.
—De modo que eres su aprendiz —apuntó Tanis, quien, pese a que ahora dialogaban en común, conocía el vocablo elfo equivalente a «maestro»—. ¿Qué haces en este lugar? ¿Te ha enviado tu señor?
«Si es así —pensó—, partiré sin demora aun a costa de tener que cubrir a pie la ruta de Solanthus.»
—No —le tranquilizó el elfo oscuro, desnuda su tez de los rosados colores de la vida—. Pero el archimago será el protagonista de nuestra conferencia. —Se echó el embozo sobre la cabeza y, con visible angustia, agregó—: Y, ahora, debo suplicarte que te apresures. El talismán que me ha otorgado Elistan para resistir hasta que entre en el santuario no palia del todo el acoso de mis enemigos. Así que deseo acortar la epopeya.
¿Elistan entregaba escudos protectores a los Túnicas Negras? ¿Aquel individuo era acólito de Raistlin? Desbordado por tanta incongruencia, Tanis se alegró de poder acelerar la marcha.
—¡Mi querido Tanis!
Elistan, clérigo de Paladine y patriarca de la Iglesia en el continente de Ansalon, le tendió la mano al semielfo, mientras le brindaba una calurosa acogida. Tanis le estrechó la mano con vehemencia, tratando de ignorar cuan débil y marchita estaba la otrora fuerte garra del sacerdote. El visitante se esmeró también en controlar su expresión, temeroso de que trasluciera el impacto, el sentimiento de lástima que le inspiraba aquella figura que frágil, casi esquelética, descansaba en el lecho sobre altas almohadas.
—Elistan —empezó a decir con ternura. Uno de los eclesiásticos de blanco hábito que deambulaban afanosos en torno al mandatario alzó sus pupilas y, al percibir su actitud reprobatoria, el recién llegado rectificó—: Hijo Venerable, me complace encontrarte en tan buen estado.
—Pues a mí, Tanis el Semielfo, no me complace que te hayas degenerado hasta convertirte en un embustero —le amonestó el anciano, aunque su tono nada tenía de amargo. Lo único que le entristecía era el mal rato que estaba pasando su amigo al creerse forzado a disimular el efecto que le había causado su irreversible declive.
Con sus dedos flacos, tumefactos, dio unas palmadas en el dorso de la curtida mano del héroe y reanudó la regañina:
—Haz el favor de no invocarme por mi título ni todas esas memeces que exige el protocolo. Ya sé que es lo propio y correcto, Garad —se adelantó a las protestas del subordinado que había inducido al semielfo a utilizar el tratamiento—, pero este joven me conoció cuando yo trabajaba como esclavo en las minas de Fax Tharkas. Todos vosotros —ordenó a los atareados presentes—, traed cuanto sea preciso para obsequiar a nuestros huéspedes.
Espió al elfo oscuro, desplomado en una butaca junto al fuego, que, ahora, caldeaba de manera perenne el aposento privado del dignatario.
—Dalamar —murmuró amablemente—, este viaje debe de haberte extenuado. Estoy en deuda contigo por haber accedido a realizarlo, aun a sabiendas de lo mucho que había de afectarte. Pero en estas cámaras hallarás alivio. ¿Qué te apetece tomar?
—Vino —consiguió balbucear el mago a través de unas mandíbulas rígidas, cenicientas, a la vez que sus manos temblaban sobre el brazo del asiento, un detalle que no escapó a la observación de Tanis.
—Servid a nuestros invitados alimento y licor —apremió el sacerdote a su cohorte de seguidores, que, obedientes, comenzaron a desfilar hacia el exterior de la estancia, sin poder reprimir muecas reprobatorias al pasar junto al hechicero de negros ropajes—. Escoltad a Astinus hasta aquí en cuanto haga acto de presencia, y procurad que nadie nos moleste.
—¿Astinus? —repitió el semielfo—. ¿Te refieres al cronista?
—¿A quién si no? —corroboró el anciano—. La vecindad de la muerte nos inviste de una excelencia especial: «Formarán cola para tributo rendirte quienes en vida optaron por eludirte», sentenció el poeta. Ya ves, incluso Astinus se digna desplazarse hasta el Templo. Ahora que se ha despejado el panorama, mi buen Tanis, seamos sinceros —le conminó—. Mi tiempo se agota, dentro de unos días, semanas a lo sumo, se extinguirá la llama de mi existencia. ¿Qué significa esa consternación que leo en tu semblante? —le recriminó—. No es la primera vez que asistes a un hombre próximo a expirar y, además, te garantizo que pueden aplicarse a mi caso las sabias palabras del Señor del Bosque Oscuro. ¿Cómo decían? Vamos, ayúdame, tú mismo me las recitaste: «No lamentemos la pérdida de aquellos que mueren alcanzando su destino». He cumplido ese requisito. A lo largo de mi vida he realizado las empresas que me han sido encomendadas, unas tareas tan enriquecedoras que yo nunca habría osado concebirlas por no pecar de arrogante.